Hacía tiempo que no me metía en berenjenales artísticos,
pero el débito de un regalo a un ser querido me decidió a retomar los trastos
de grabar y así, provisto de una buena plancha de cobre, afilado el buril,
adquirido el aguafuerte y engrasado el tórculo, me remangué hasta dar fin con
la obligada firma a la obra que adjunto arriba. Decidí titularla “Espadas como
lirios” en recuerdo de una imagen lorquiana. Tras enmarcarla bajo cristal y
ribeteada de negro paspartú, la presenté a la persona a quien iba dirigida,
consiguiendo arrancar tanto de ella como de los miembros de su familia
encendidos elogios.
Con toda cortesía, buscaron de inmediato el lugar propicio
donde colgar el cuadro. Tras algunas vacilaciones, dieron con el sitio
adecuado. “Tiene algo de étnico el motivo, ¿verdad?... Algo de estampado textil
africano”, comentábamos mientras tomando la debida distancia analizábamos la
composición. Pero de pronto, a la hora del té con pastas, me sobrevinieron tres
urgentes necesidades, la primera hacer pipí; la segunda, prepararme otro
cubatita y la tercera, sincerarme tanto con ellos como con quien en este
momento lea esta entrada.
Naaaada de grabado, buril ni aguafuerte. Todo es mentira. Uds.
me perdonen: Mentira cochina. Más que nunca, la obra que muestro es ‘fruto del
azar’, porque verán, ¿se acuerdan Uds. —al menos la miríada de seguidores que
siguen este blog tienen el deber de recordar— de la receta a base de patatas
que presenté hace unos meses en este mismo espacio? Si no la recuerdan, yo les
ayudo. Se trata de esta que sigue, así que pinchen si miedo: “Patatas estilo cajún”.
Pues en una mala elaboración de la misma se encuentra la
génesis de la obra. En concreto en el olvidárseme añadir aceite al aliño
patatil, lo que provocó que se me quemaran y consecuentemente dejaran su
impronta de chamusquina sobre el papel vegetal de hornear. El estropicio, por
el contrario, me sorprendió con esta criatura maravillosa nacida de la
casualidad. Por supuesto, en cuanto desvelé la verdadera maternidad a mis
anfitriones, la obra pareció perder de golpe todo su valor, por lo que debí consolarlos
acudiendo a ejemplos ilustres tales los ready-mades de Duchamp o de Picasso.
Aquello pareció aliviarles y puso freno a su deseo de tirar el cuadro a la
basura. Sin pensarlo, fue también la casualidad quien nos ofreció la mejor y
más importante lección, que el arte no se encuentra en el objeto sino en el ojo
de quien lo mira. O lo que es lo mismo, el arte es una función de la mirada
antes que de la mano.
(Para quien así lo desee, por 50 eurillos de nada repito el proceso. Gastos de envío
no incluidos).
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