jueves, julio 30, 2009

Maravillas del Mundo, 3



Hambre, tú eres madre del ingenio.



Para BB.


Cuando las hambrunas surgidas tras la Segunda Oleada de 2086 obligaron a la población a sacrificar hasta el exterminio a todos los burros que escapados de sus Centros de Reserva vagaban salvajes por las avenidas desiertas y a traficar con su carne porque la que suministraba el racionamiento gubernamental era insuficiente para alimentarnos, la gente decidió criar perros y gatos en sus domicilios para paliar el desabastecimiento. Como la cría de conejos, aves, cerdos y ovejas estaba perseguida tras los desastres provocados por las pandemias de gripe aviar HL23, fiebre cunicular BV65L, gripe porcina PT36 y fiebre aftosa TT78, todo el que pudo reservó en su piso o apartamento una habitación, un balcón, o adecuó cualquier rincón para habilitarlo como criadero.

En poco tiempo desaparecieron los perros y gatos que en jaurías y manadas habían vagabundeado por la ciudad buscando comida entre los vertederos. El que más y el que menos se hizo con los ejemplares que podía permitirse criar utilizando para su captura los medios más variopintos e ingeniosos, desde los lazos a los cepos de fabricación casera; aunque eso sí, para el consumo inmediato llegó a recurrirse a las armas de fuego. Fue así que hubo familias que convivieron con tantos perros y gatos que aseguraron su manutención hasta que tres años después el Gran Gobierno decretó la creación masiva de granjas caballares.

En todo caso, la convivencia entre humanos y animales, rota la relación de mascota-amo, llegó a ser terrible. Las noches, durante la época más dura, fueron invitación constante al insomnio porque los edificios enteros, a modo de antorchas sonoras, emitían el continuado lamento de los animales encerrados. El hedor, otro de los grandes problemas a pesar de la extrema limpieza que quisimos emplear, llegó a hacerse insoportable cuando llegaron los meses de verano. Finalmente, los parásitos, incrementado su número de manera exponencial, se convirtieron, más que el hambre incluso, en los verdaderos enemigos a batir. Una vez más, el ingenio nacido de la necesidad, inventó métodos para paliar sus estragos.

Sea como fuera, el caso es que las familias estaban nutridas y aunque la alimentación no era muy variada nos adaptamos mal que bien a aquellas circunstancias. El sacrificar perros y gatos en la encimera de la cocina después de acogotarlos se estableció como costumbre y la necesidad puso sordina a lo que en principio escandalizó, lo mismo que se tornó hábito el sustituir los animales consumidos por otros nuevos y hacer ocupar cuanto antes las jaulas que habitaban los gatos y las cortas cadenas que enganchadas a las paredes de lo que, por ejemplo, fue el dormitorio de la abuelita, mantenían sujetos a los perros.

La versatilidad de nuestra especie para adaptarse al medio quedó patente. A las pocas semanas de generalizarse esta práctica de la cría en cautividad surgieron en cada barrio verdaderos gourmets que intercambiaban recetas o aconsejaban maneras de mejorar los platos. La carne de estos animales, que en principio nuestro tonto código ético y cultural, rechazó, llegó a parecernos sabrosísima, sobre todo cuando estaba aderezada convenientemente para restarle dureza.

En efecto, ya fuera por su naturaleza tenaz o ya fuera por el incremento en ésta del estrés que sufrían los animales desde su captura al momento de su despiece, las carnes obtenidas eran durísimas, en especial la de los perros de raza cocker. Nunca como entonces comprobamos lo acertado de la expresión ser carne de perro aplicada a un tejido irrompible o a un automóvil perdurable. Una vez más y hartos de experimentar los métodos más peregrinos para ablandarlas, desde mantener los filetes macerados en zumo de limón durante 48 horas a disponer las chuletas envueltas en plástico bajo los cojines del sofá familiar durante unos días, la ciencia vino en nuestra ayuda pues al mes escaso de iniciarse este tipo de recurso alimenticio apareció tanto en radio como en prensa el anuncio de un artilugio del que se decía era eficaz por completo para domeñar los montaraces bistecs de chow-chow y los elásticos solomillos de pastor alemán.

Desde luego el ingenio aquél no era barato, nada menos que 775 neokópecs, pero todos cuantos lo pudimos adquirir nos alegramos de inmediato de su compra pues tal y como prometía su publicidad, las carnes tratadas con él, se deshacían en la boca de puro suaves, logrando por otra parte acrecentar el número de recetas animados todos por el nuevo sabor que adquirían. Las amas de casa no tardaron en entrar en competencia entre ellas y la que poseía el aparato no dudaba en chinchar a la vecina que no lo tenía o a lanzar indirectas como puñales cuando accedían a prestar el suyo. “Pues a ver si nos vamos comprando unooo, que ya es horaa, señora Mogambo…”, así, con hiriente retintín.

Cuando finalmente las granjas de caballos modificados fueron capaces de producir carne suficiente como para acabar con los tinglados caseros, los ablandadores se convirtieron en objetos inútiles, aunque más de uno, en vez de deshacerse del aparato, expuso el suyo en algún lugar preeminente de la vivienda, mostrado como icono sagrado, recordatorio de los tiempos de la carestía que nadie deseaba volver a vivir. Tras ello y después de aquel terrible periodo que había destruido las relaciones del hombre con sus mejores amigos, la gente volvió a adoptar perritos y gatitos y a llamarlos Boby o Sultán o Micho o Cipión o Berganza, permaneciendo intacto el motivo misterioso de nombrar así a las mascotas.

© Sap.
es.humanidades.literatura

2 comentarios:

MJ dijo...

sí, lo había leído :D

creo que yo no conozco a ningún vegetariano... y si lo conozco no lo sé, y por tanto es una persona normal

pienso que además de un aparato para ablandar la carne de perro se necesitaría echarla en agua durante un día, como la merluza, porque los viejos siempre han dicho eso de "más salao que la carne de perro"... lo cual es bastante sospechoso

MJ dijo...

mmm como la merluza no, como el bacalao XD