lunes, noviembre 29, 2010

"Indignación" Philip Roth

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Buena, buena novela. Buenísima novela.

Sin duda, de la escritura de Philip Roth, este menda se queda con su claro estilo, limpio y exacto, de los que prescinden de zarandajas y ese relleno de gomaespuma que convierte los libros en cojines de tresillo. Un estilo, en suma, propio de un dermatólogo; o sea, que va directo al grano (esto último, lo habrán adivinado, tenía pretensiones de chiste).

Al menos es el estilo que me ha hecho ver el intermediario entre el señor Roth y mis gafas, Jordi Fibla, el traductor. Es él, por tanto, el espejo donde se refleja (esperemos que el cristal no se haya empañado mucho) esta breve novela de poco más de 160 páginas titulada “Indignación” cuyo protagonista, un muchacho judío llamado Marcus Messner advertirá en carne propia la implacable certeza de que la voluntad de cada uno y su fábrica de expectativas, poco puede hacer frente al cúmulo de pequeñas y casuales adversidades con que el mundo y sus habitantes se empeñan en complicar la vida.

Marcus, hijo único de un matrimonio que regenta una carnicería kosher en Newark, decide alejarse de su familia para comenzar su periplo universitario en una pequeña universidad de Ohio. Sobresaliente y voluntarioso estudiante —y solidísimo personaje literario por cierto—, su determinación de hacerse abogado se verá afectada por fuerzas contrarias, que desde la simple pamplina disciplinaria a la poderosa amenaza de la guerra de Corea que en ese momento se desarrolla, con cientos de miles de chinos atacando trincheras a bayoneta calada, hacen que el vulnerable Marcus, tras continuos encontronazos de toda laya junto con la tórrida relación con Olivia Hutton, otra víctima de los valores establecidos … Y hasta aquí puedo chivar, por supuesto, para no despachurrar el libro al lector que sin duda, tras leer esta reseña, se tirará de cabeza a buscar su ejemplar.

En todo caso, y para resumir, “Indignación”, novela de iniciación al mundo adulto en la que a veces Marcus nos recuerda al Holden Cauffield de ‘El guardián en el centeno’, relata la lucha inútil del individuo aislado, la difícil integración del descreído muchacho judío y poco amigo de congregaciones y fraternidades, los cientos de absurdas contrariedades que le asaltarán en el camino que tan bien trazó y que se condensan en el undécimo mandamiento de Philip Roth, el autor de Newark (también es de Newark Paul Auster, ¿qué les darán de comer por ahí): “No te conformes, indígnate o la vida lo hará por ti”.

Para terminar, un párrafo de la casi la página final:

“¡Pero no podía! ¡No podía creer como un niño en una deidad estúpida! ¡No podía escuchar sus himnos lameculos! ¡no podía sentarse en su sagrada iglesia! Y las plegarias, aquellas plegarias con los ojos cerrados… ¡una putrefacta y primitiva superstición! ¡Locura Nuestra, que estás en el cielo! ¡La ignominia de la religión, la inmadurez, la ignorancia y la vergüenza de todo ello! ¡Lunática piedad acerca de nada! […] ¿qué alternativa tenía Marcus, qué otra cosa podía hacer más que, como el Messner que era, como el estudioso de Bertrand Russell que era, golpear con el puño la mesa del decano y decirle por segunda vez ‘Váyase a la mierda’?
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miércoles, noviembre 24, 2010

Maravillas del Mundo, 11

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In Hoc Signo Vinces


Cuando las fuerzas aliadas de la República Federal Ibérica y de Nuevas Galias, limpiaron de sediciosos la isla de Irlanda y se procedió a su repoblación con gentes traídas de Castilla-La Mancha, los primeros colonos establecidos en ella se agruparon bajo el signo de la Cruz Dioneada, que es la que había campeado en los estandartes del general Pierre Berruezo.

La popularización de esta cruz fue inmediata, y ya a finales de 2054, su venta por catálogo, que se había disparado de manera astronómica, hizo que tal objeto se convirtiera en símbolo nacional. De esta manera, cualquier viajero que regresara de la Irlanda mancheguizada, traía como regalo varias de estas cruces, de la misma manera que los que viajan a Majorka cargan con una pila de ensaimadas.

También, el halo milagroso que rodeaba a esta cruz, propició que su uso como objeto de culto traspasara las fronteras, y así, cuando en 2058 se desataron las hambrunas que siguieron al TGH (Tercer Gran Hundimiento) del continente europeo, se llegó a pagar por alguna de ellas cifras escandalosas, y aunque el mercado se colmató de falsificaciones, la gente prefirió abonar los 750 neokópecs del precio establecido por el gobierno manchegoirlandés antes que adquirir imitaciones en las tiendas de estadounidenses de las de todo a 100.

De esta manera, ladinos comerciantes hicieron que los miles de ingenuos que creían ver en la Cruz Dioneada solución a sus penurias y alivio en la enfermedad, sufragaran los gastos para construir en el mismísimo centro de Dublín el mayor Casino de Eurasia. Como años más tarde declaró en sus memorias el propio general Berruezo… “Sí; yo vi como en plena batalla una vivísima luz que descendía del cielo se posaba sobre el estandarte, dibujaba una cruz y escribía a su alrededor 'Bajo este signo vencerás’; pero vamos, de ahí a acabar todos arruinados por la ruleta y el bacarrá, me pareció un abuso del gobierno…”

(Para los despistados de última hora, recordamos que ya salió la pedefeada complet versión de ‘Merceditas, la hija del indiano’. Pinche aquí, ande, ande, y no sea tonto: Las Ediciones del Vecind(i)ario )
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viernes, noviembre 19, 2010

Merceditas se viste de limpio

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En efecto, queridos mamíferos; Merceditas, la desgraciada Merceditas, ve de nuevo la luz; pero en esta ocasión lujosamente encuadernada en pdf y con carácter interactivo siguiendo la norma del "pinche y disfrute", en un volumen que no dudamos será la joya de su biblioteca electrónica, orgullo de su dueño, admiración de las visitas, envidia de los vecinos y codiciado objeto por parte de los amigos gorrones.


¡La devoción de un padre por una hija!
¡La vida como un torrente donde las pasiones se desatan!

Merceditas, la hija del indiano

¡Almas nobles y seres abyectos!
¡Una conjura donde triunfa el amor sobre la destrucción!

Merceditas, la hija del indiano

¡Déjese seducir por las desgracias ajenas!
¡Una historia inolvidable!
¡¡¡Y con fotos!!!
 
¡Pero esto no es lo mejor! ¡Lo mejor es que se puede conseguir de manera absolutamente gratuita! ¡gratis total! ¡por la patilla! ¡por la jeró!

-¿Dónde? ¿dónde? ¿dónde?

-Pues como siempre, hombre; pinchando aquí, alma de cántaro: Merceditas en el Vecindiario

(Recordamos al Club Oficial de Seguidores de este blog, que todos ellos recibirán su ejemplar debidamente dedicado y firmado por el responsable. Sólo pedimos un poco de paz y ciencia.)
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miércoles, noviembre 17, 2010

Solución al Damero Mardito, nº 19 (noviembre)

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A continuación, pasamos a desvelar la solución al último Damero Mardito (nº19, noviembre), aprovechando como siempre el momento para enviar un afectuoso saludo a nuestros distinguidos seguidores. Muchas gracias.


"Ese libro abierto y cualquiera que quedará abierto sobre mi mesa cuando yo deje de leer o lea hacia dentro, como los muertos, ese mi libro póstumo, que no lo toque nadie."

A. Ubérrimo
B. Meteoro
C. Boyero
D. Requiem
E. Ababol
F. Ladealo
G. Ulcerado
H. Noquee
I. Salmodie
J. Ermita
K. Repique
L. Deo
M. Escotado
N. Libraco
Ñ. Esquilo
O. Juche
P. Astuto
Q. Nodo
R. Inquina
S. Ayes
T. Semestre

Acróstico: Umbral "Un ser de lejanías."
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lunes, noviembre 15, 2010

Placeres Mundanos

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Jabalí con castañas: Papeándonos el otoño.
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Estarán de acuerdo en que para cocinar este plato es de principalísima importancia la participación de un jabalí, aunque, de entrada, el animal muestre poca disposición a colaborar. Otrosí, se comprende que conseguir carne de jabalí en depende qué territorios y qué épocas, puede ser complicado, por lo que sugiero que en tal caso se sustituya el hirsuto bicho por negro gorrino ibérico… y si tampoco tenemos ibérico a mano, pues cochino blanco… y si tampoco, pues contacten Uds. Con Obélix… y si tampoco… ¡pues se fríen un huevo y le echan por lo alto las castañas! ¡joder con la gente!

En fin. Lo cierto es que el que esto escribe tiene la suerte de tener un cuñao como el que tiene, o lo que es lo mismo, el mantenedor de este sorpresivo blog que les presento: Cerro Del Hierro Fue por medio de él que pude conseguir un kilo de lomo y jamón de jabalí de primerísima calidad. Jabalí que siempre se presenta empaquetado y congelado, cosa que tiene al menos dos ventajas: una, que el frío mata todos los bichos; la otra, que la congelación rompe fibras y ablanda la ciertamente dura carne montaraz.

Pues bien, con el jabalí ya en nuestro poder y una vez descongelado, procederemos a trocearlo en paralelepípedos como de a mordisco, ya saben. Luego, en un recipiente de buena capacidad, maceraremos el kilazo de carne con los siguientes ingredientes: Vino tinto hasta cubrir, un buen chorreón de whisky, dos hojas de laurel, dos guindillitas, cuatro o cinco dientes de ajo sin pelar pero sajados, pimienta negra en grano, dos ramitos de romero y otros dos de tomillo. En este adobo, la carne debe permanecer al menos 24 horas.

De castañas emplearemos como tres cuartos de kilo, que pondremos en remojo durante un par de horitas una vez que a todas ellas le hayamos hecho una incisión en las respectivas barriguillas (fig. 1)

Por otro lado picaremos muy menudas dos buenas cebollas y tres o cuatro zanahorias (fig. 2), que llevaremos a la sartén para sofreírlas. Una vez listas las haremos habitar en el fondo de una olla exprés y que allí aguarden a las visitas.

Secaremos con papel de cocina la carne de jabalí (fig. 3), salpimentaremos y doraremos a fuego fuerte (fig. 4). Acabado lo cual, la echaremos en la olla junto con el adobo (sin el romero y el tomillo, ojo) y añadiremos hasta cubrir caldo de carne (avecrem si llevamos prisa). ¡La sal, que no se olvide la sal! Cuando el pitorro de la olla comience a silbar contaremos media horita.


Mientras tanto iremos soasando castañas, que tras el remojo se presentan gordas y lustrosas (fig. 5). Puestas por turno en un plato, dos minutos en el microondas a toda máquina son suficientes como para que la cáscara y la piel se desprendan sin demasiado engorro.

Así peladitas (fig. 6) las añadiremos al guiso y dejaremos cocer el conjunto a olla destapada hasta reducir fluidos pero sin dejar que las castañas lleguen a deshacerse. Rectificamos de sal si es preciso. Finalmente, completaremos el estofado con un popurrí de setillas de bote (y mejor de sin bote para el que las tenga a mano) donde hay unas así naranjitas y pequeñas que están deliciosas pero que desconozco el nombre (fig. 7). Esto de las setas es más que nada para acrecentar el aire otoñal del plato, vamos.

Como guarnición nada mejor que unas patatas fritas, pero cortadas en generosas tajadas y con piel, algo así como las patatas DeLuxe del McDonald’s pero sin niños dando por culo alrededor (fig. 8)

Finalmente, y ya con el fotógrafo con más hambre que un caracol en la vela un barco, el soberbio aspecto del guisote emplatado es tal que éste, ¿cómo lo ven?:

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viernes, noviembre 12, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 16 (¡Final!)

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Capítulo 16

“… y que el incendio culminase la destrucción consumiéndose por sí solo.”
(del capítulo anterior)

   Llegó la mañana y con ella, una de esas lluvias de abril que se deshilachan en fino aguacero, pero que en aquella ocasión fue suficiente como para dar término a lo que horas antes fuera pavoroso incendio. Sobreponiéndonos a la adversidad, el grupo que formábamos unos cuantos temerarios desafiamos el peligro de los derrumbes, e internándonos entre los escombros de lo que fue airosa casona de don Julián, pues de todas las llamas aún no se había extinguido la de nuestra esperanza, dimos comienzo a la búsqueda de Merceditas. Dantesco cuadro el que se ofreció a nuestros asombrados ojos. Las paredes maestras y las vigas formaron en su caída la geometría del irreal mundo que debimos explorar, atosigados los alientos por las fumarolas. Reducidos a cenizas, los ricos tapices y los damascos, las arañas de cristal, el distinguido mobiliario, mostraban cuánto fue su esplendor y cuánto era ahora su estrago. El soberbio piano de donde tantas bellas melodías nacieron, desparramaba sus teclas en el ennegrecido suelo como los dientes caídos de un animal prehistórico haciendo compañía a los admirables cuadros y los destruidos divanes. Aquellos muros que desprecio al aire fueron, yacían derribados sobre los entonces floridos patios, donde era ahora el amarillo jaramago quien publicaba la ruina. ¡Oh, hados, cómo poder soportar la afrenta de vuestros caprichosos reveses!

Sustrayéndonos a estas evocaciones de marcado lirismo, la llamada de un adelantado hizo que nos dirigiéramos a lo que fue antigua carbonera. Allí, tras la desvencijada puerta que se batía deshecha sobre los goznes, descubrimos para nuestro horror la sobrecogedora estampa que componían dos cuerpos, que abrazados y abrasados, parecían buscar un último e inútil gesto de protección. Apenas reconocibles por el furor con que con ellas cebáronse las llamas, Marijuli y su compañera de vigilancias, habían encontrado la más terrible muerte en el recinto donde fueron olvidadas. Aquella visión nos produjo hondo pesar, y aunque criaturas abyectas, merecieron por nuestra parte el homenaje de una postrera oración por sus almas.

Después y sin perder más tiempo, continuamos un ascenso a los infiernos en tanto que dimos con unos tramos de escaleras cuyos peldaños, retorcidos por el fuego sus mamperlanes de bronce, nos permitieron acceder a lo poco que quedaba de la planta principal. ¡Oh, amigo! El salón que fue escenario de bailes y saraos, el que guardó los ecos de las palabras galantes, el que albergó tanta dicha, era ahora covacha de tizones y refugio de la desolación. Mas ¿seré capaz de describir lo que allí hallamos? No, nunca sería posible, porque el lenguaje humano muéstrase incompetente herramienta al usarla para este cometido. ¡El horror! Jamás conocerás el significado de esta palabra si no viste aquel cuerpo calcinado que en extraño escorzo, tal un sarmiento hecho carbón, representaba el más extremo sufrimiento. El tabique caído que fue inclemente cortina descorrida, nos dejó ver lo que oculto estuvo, las cadenas y los grilletes con que se aherrojó a la desgraciada. ¿Cómo aquella deforme materia fue belleza en otro tiempo, cómo asociar la risa cristalina o la gracia de unos hoyuelos a aquel espanto irreconocible? No se detuvo nuestro padecer, pues a sus pies, compartiendo el breve espacio de lo que fue improvisada mazmorra, emparedamiento fatal, lóbrega alacena, yacía el cuerpecillo igualmente calcinado de un recién nacido al que el fuego, como en última burla, había respetado los ojos, los que abiertos nos miraban aterrados. Una mancha blanca velaba uno de ellos.

El desmayo vino a auxiliarme y sin sentido caí al suelo. Cuando recobré la conciencia halleme en mi cama al cuidado del médico y de mis padres. Durante cuatro días había sido preso de fiebres que me llevaron al delirio y a las más terroríficas alucinaciones. Jamás fui el mismo desde entonces y aunque han transcurrido casi diez años desde que la desgracia se cernió sobre nosotros, vuelvo a ser víctima de aquellos recuerdos terribles y la locura me atenaza de nuevo cuando en la víspera de San Abundio resuenan en el pueblo los lamentos inconsolables y fantasmagóricos de Merceditas, que acompañados del llanto de un niño, parecen surgir de entre los muros derruidos en atroz pesadilla que vivirá con nosotros para siempre”.

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Ya iluminaba el gas de las farolas las primeras calles del pueblo cuando terminamos el paseo. Mi amigo B., que desde la conclusión de la historia, no había vuelto a despegar los labios anegose en amargas lágrimas y, asaltado por temblores, aceleró el paso hasta ganar las puertas de su casa. En mi habitación, aquella misma noche, di comienzo a esta crónica, fiel reflejo de todo cuanto me contó. Si no fuera así, otro la cantará con mejor plectro.

F    I    N


Próximamente en esta pantalla, se facilitará de manera gratuita a todos los visitantes la versión completa y operativa, encuadernada en lujoso pdf y con incrustaciones de jpg, del hoy concluso folletín “Merceditas, la hija del indiano”. Asimismo, anunciamos a las sras. y sres. que conforman nuestro distinguido grupo de ‘Seguidores’, que recibirán en sus buzones particulares su ejemplar dedicado y firmado por el perpetrador... y es que ¡estamos que tiramos la casa por la ventana!
Manténganse atentos.

miércoles, noviembre 10, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 15 (penúltimo)

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Capítulo 15


“—¡Fuego! ¡Fuego en la casa de don Julián!”
(del capítulo anterior.)

   No hizo falta más para que el pánico cundiera entre los presentes, mujeres y hombres, madres y padres que no dudaron en abandonar a unos hijitos, que aún en plena carrera, brincaban como saltamontes.

Apostados frente a la fachada vimos que, en efecto, algunas tímidas llamas aparecían en una de las ventanas superiores para, con rapidez, ir ganando intensidad y fuerza en la propagación. Oh, allí fue Troya y el caos más completo surgido de una lamentable conjunción de adversidades. Los asustados vecinos se presentaban con cubos de agua medio vacíos a causa de tanta precipitación, nada se supo del carro municipal de bomberos hasta que más tarde alguien informó que las dos burras que lo tiraban estaban pariendo con ayuda de don Lope Molina, el veterinario. Las inútiles idas y venidas, el agua que no llegaba y que cuando lo hacía era para derramarse a los pies de quien la portaba, los caballos que finalmente fueron enganchados al carro de bomberos y que de nada sirvieron pues se había extraviado el pitorro del depósito, facilitaron antes que impedir, el progreso de las llamas que ya lamían los pisos superiores provocando el derrumbe de las vigas en un estruendo infernal. La densa humareda y la lluvia de pavesas que sobre nosotros caía, ocultaba la visión de lo que dentro sucediera mientras el siniestro cobraba una magnitud frente a la que nos sentíamos perfectamente impotentes.

Convertidos en meros espectadores del desastre, algunos siguieron los rezos colectivos que organizó un don Eusebio en camisón de dormir aunque con bonete, mientras que otros nos dábamos a las más negras meditaciones, forzados por el horror a ocultar nuestros rostros. Triunfador, el fuego ampliaba su imperio anunciándolo con el estallido de los vidrios y los nuevos derrumbes hasta que, cuando creíamos imposible mayor estrago, una figura apareció en la balconada principal, único elemento aún respetado por las llamas. El clamor que recibió a aquella visión de tintes espectrales venció por un momento el crepitar del incendio. ¡Era don Julián! Sí, un don Julián que semejábase llegado del averno o de pasar años en una isla desierta a juzgar por los harapos que lo cubrían, por sus uñas como garras y por la larga melena y barba que hacían de su imagen, con las llamas como fondo, la de una salvaje deidad. Poco duró la sorpresa porque al momento, abriendo los brazos, y cuando ya las lenguas de fuego prendían sus cabellos convirtiéndolo en antorcha humana, clamó con una voz que parecía surgir por su potencia del centro mismo de la Tierra:

—¡¡Mirad!! ¡¡Mirad todos cómo muere el más desgraciado de los hombres!!

Acabado de decir lo cual, arrojose por el balcón como uno de esos héroes mitológicos que encontraban en la propia muerte alivio final a su menoscabo. Pero incluso la suerte dióle la espalda en el postrer momento, pues no advirtió el toldo de gutapercha de un comercio establecido en la planta baja y que, milagrosamente intacto, actuó como trampolín, siendo así que el cuerpo de don Julián, tras rebotar en él, dibujó en el aire una trayectoria parabólica y haciendo un extraño volatín, vino en el descenso a abrirse la cabeza contra la campana fija del carro de los bomberos. ¡Oh dioses, de qué pérfida manera dispusisteis los astros esa noche para hacer que la escena terrible fuera grotesco remedo de un número circense!

Fueron inútiles las atenciones y cuidados que se le dispensaron. Ni tan siquiera pudo escuchar las palabras confortadoras de un arrodillado y contrito don Eusebio, pues en segundos y entre convulsiones y espumarajos, don Julián entregó el alma sobre el encharcado suelo, bajo las patas de unos caballos que relinchaban de terror. Mas sorprendionos luego que entre tanta desventura, nadie se ocupase de la suerte de Merceditas. Fue vano cualquier esfuerzo, pues los bragados hombres que intentaron penetrar en el interior de la casona eran prontamente arrojados de nuevo a la calle por el humo y el fuego, y fue así que no quedó más que esperar al amanecer y que el incendio culminase la destrucción consumiéndose por sí solo.

(Continuará)
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lunes, noviembre 08, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 14

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Capítulo 14

—¡Jaarl, me maaten! Pobrecica la señorita paya… Cuando la encontramos en la caseta... Le habían dao pol delante y pol detrás...
(del capítulo anterior)

   Un castillo que, poderoso, gozara de la fama de los hombres, para que luego, abandonado y tomado por las zarzas, fuese cayendo en el olvido haciendo de su recuerdo una leyenda, fuera tal vez espléndida metáfora de cómo desembocó todo en el más negro episodio. Nunca más desde entonces se nos dio a contemplar aquella cabellera que fue río de azabache ni el fulgor verde de sus ojos. El coral de su boca, el terciopelo de su mejillas, su ebúrneo cuello, la grácil curvatura de su nuca, la nieve de sus manos... todo, todo, nos fue arrebatado para siempre aquella aciaga mañana, pues oculta quedó Merceditas en la sepultura enorme de la casona. Mas, ¿y don Julián? El arcano que representa la mente humana se resolvió en su caso en un retiro voluntario que lo llevó igualmente a la clausura más extrema, traducida en el tabicado de ventanas y la cerrazón de puertas y postigos.

Vanas fueron las embajadas de don Eusebio, del alcalde, o de las Reverendas Madres Abundinas, pues ni una sola palabra consiguieron de don Julián salvo el pasquín que, para sorpresa de todos, apareció una mañana claveteado en el portón. El mensaje, por breve, no fue menos demoledor: "Hemos muerto". Desde entonces, un grave silencio fue todo cuanto pudimos ofrecer y hasta don Sixto, el teniente, abstúvose de intervenir en respeto a la figura del indiano. El pueblo, fiel reflejo de todo cuanto disponía don Julián, quedó sumido en la tristeza, y los sueños de alcantarillados y ferrocarriles desvaneciéronse para todos como pompas de jabón.

Tampoco nos fue dado el paliativo de la detención de los culpables, pues la intensa búsqueda que se practicó sobre todo el término municipal, amén de la colaboración que se obtuvo de las autoridades provinciales que ampliaron el rastreo a toda la región, no arrojó resultado alguno. Viajeros hubo que confesaron haber visto al "Empañao" disfrazado de trujamán acompañado de un mono de poderes adivinatorios. Otros, en cambio, juraron haberse topado con él en el puerto de Marsella o en el establecimiento de un tallista de diamantes en Amberes , y así lo vieron en tantos lugares y ejerciendo tantos oficios que fuera santo por su don de la ubicuidad. En cambio, de Teresa la Liebre nada se supo, aunque hubo quien sostuvo que los huesos que aparecieron entre los escombros del lupanar de María la de los Ratones, eran los suyos y no los de un macho cabrío como aseguraba don José Puentes, nuestro médico.

Después, el tiempo, se encargó de llevar a cabo su implacable cometido y en el otoño, la caída de las hojas, escena tan evocativa para nosotros los poetas, acompañó a las otras hojas caídas del calendario. Sucediéronse los días y las semanas hasta que tuvimos la certeza de que la clausura absoluta a la que se obligó don Julián sería perpetua. Los alimentos y el carbón que el indiano atesoraba en los sótanos, junto con el agua de las muchas fuentecillas que ornaban los patios, podrían mantener el retiro durante largos años, pero esta seguridad, antes de consolarnos nos hacía estremecer, como los lamentos que en las noches del invierno que luego llegó, surgían fantasmales de la casona: "¡Padre! ¡Padre! ¡Detén este tormento!". Pobre Merceditas, pobre don Julián y pobres todos. La desdicha, irremediable, se había establecido en nuestro pueblo.

El arribo de la primavera fue aquel año recibido con indiferencia. ¿Qué de las caras alegres que antes anunciaban las vísperas de San Abundio, qué de la felicidad de nuestras gentes cuando el pueblo todo ardía en fiestas y sus calles se engalanaban para celebrar a nuestro santo Patrón? No fue difícil acatar la orden del alcalde de suspender los festejos salvo la excepción —oh, inocentes criaturas, felices en su inopia infantil— de las carreras de sacos que se organizaban para la chiquillería. Disimulando ante los pequeñuelos la amargura que representa el vivir, se procuró su contento y si en otras ocasiones cuatro o cinco carreritas componían la justa, aquel año subió su número a más de cincuenta, por lo que las competiciones se alargaban hasta bien entrada la noche.

Fue durante el desarrollo de una de ellas cuando hasta nosotros llegaron las voces de alarma que parecían venir de la calle Real, la misma donde se situaba la casona del indiano. Voces que en un principio sonaban confusas, pero que a medida que se acercaban a la plaza, se hicieron nítidas en terrible exclamación:

—¡Fuego! ¡Fuego en la casa de don Julián!

(Continuará)
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viernes, noviembre 05, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 13

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Capítulo 13

…la mona que delante de ellos marchaba, detuvo por un momento la pedrea inclemente.
(Del capítulo anterior.)

   Permíteme —continuó mi amigo—, que califique de mayúscula la sorpresa que todos recibimos, pues la criatura que cubierta con una manta de la cabeza a los pies, y que creíamos tratarse de un oso o de algún otro animal amaestrado de los que acostumbran a llevar con ellos los zíngaros, no era otra que la propia Merceditas Tárrega. Este descubrimiento soliviantó aún más los ánimos, y poco hubiera valido la vida de aquella despreciable tribu si no lograran hacerse entender. El más viejo de ellos, jinete de un destartalado velocípedo, consiguió explicar ante un don Julián que a bofetadas se abría paso entre los congregados, que habían encontrado a la niña, desnuda y desmayada, en el interior de una abandonada caseta de peón caminero a cierta distancia del pueblo, y que su cometido no era otro que hacer entrega de la desdichada a sus familiares.

Comunicada la noticia, cayó de rodillas el indiano como una estatua colosal que se desmoronase, para seguidamente fundirse con su hija en un abrazo protector. La chiquilla tiritaba, y anegada en llanto e incapaz de hablar, escondíase toda en los brazos de su padre formando ambos el conjunto más desgraciado que imaginarse pueda. Entre todos remediaron la desnudez de Merceditas cubriendo sus carnes con gabanes y toquillas como si escondiendo el cuerpo se hiciera más liviana la tragedia. El corro que rodeaba la escena permanecía mudo y expectante, aguardando las órdenes que no tardó en dictar el indiano. Incorporose, y haciendo alarde de la sangre fría que ya quedó citada, don Julián Tárrega compensó a los zíngaros haciéndoles entrega de unos billetes que sacó del bolsillo. Luego, interrumpiendo el silencio que sobre todos se cernía y que destacaban aún más los tristísimos lamentos de Merceditas, la voz de don Julián retumbó como un trueno:

—¡¿Quién ha sido?!

Merceditas, hecha un ovillo sobre los adoquines y centro solitario y perfecto de aquel círculo cada vez más amplio que formaban los curiosos, asomó su rostro tumefacto por entre las negras guedejas para exclamar con voz contrita:

—¡"El Empañao", padre...! ¡Teresa y "el Empañao"!

No acabó de decir esto cuando de las gargantas de todos brotaron los más rabiosos denuestos mientras se agitaban al aire las improvisadas armas. Pero don Julián, al que sólo importaba conocer los nombres de labios de su hija, ordenó el silencio con gestos imperiosos y dirigiéndose a don Sixto, el teniente de carabineros, dijo:

—Sólo a usted corresponde encontrar a esos maleantes. Ponga a sus hombres a trabajar, y que los demás vuelvan a sus casas. Aquí no ha pasado nada, señores.

Vivo contraste ofrecía la calma de don Julián y el triste estado de Merceditas. ¿Movíalo la piedad para con su hija? ¿acobardose acaso por unas circunstancias que a cualquiera hubieran vuelto orate? No por cierto, pues, terminada su ayuda por incorporar a la chiquilla, don Julián, con el mandato incontestable de su voz y comprendiendo que a todo aquel pandemonio habrían ayudado las veleidades de su hija, agarróla de los cabellos y a rastras y dándole de bastonazos como a una acémila tras despojarla de ropas, cruzó la plaza sin ahorrarnos la vergonzante visión de su cuerpo desnudo. Nadie osó decir palabra y embargónos el respetuoso silencio que siempre debe acompañar las acciones de un hombre de bien que vela por su honor. Los gritos de Merceditas, que a tirones de pelo era introducida por el portón de su casa, llenaron la atmósfera con el siempre antiguo eco de la deshonra irreparable. Nuestra mudez se vio quebrada luego por las palabras de una de las zíngaras, que meditabunda y estatuaria como una sibila de bronce, también contemplaba la escena:

—¡Jaarl, me maaten! Pobrecica la señorita paya… Cuando la encontramos en la caseta... Le habían dao pol delante y pol detrás...

(Continuará)
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miércoles, noviembre 03, 2010

"Merceditas, la hija del indiano", 12

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Capítulo 12

…acabó por arrojarlo al barrizal de una cochiquera.
(del capítulo anterior.)

   No se dejó de registrar ningún rincón en aquel caos de movimientos y griterío donde se alzaban colchones y se rompían muebles con el furor exacerbado de unos visitantes que no encontraban el objeto de su búsqueda. De nada servían los ruegos y juramentos de María la de los Ratones, que corría de un sitio a otro tratando de impedir el estropicio de las botellas, los vasos, las tinajas y los espejos, que hechos añicos multiplicaban con sus reflejos la devastación.

Fue la Pitusa Dolores la que con esfuerzo pudo hacerse entender, pues la sangre que borboteaba de su nariz rota por un bastonazo, apenas le dejaba articular palabra. De su boca salió el nombre de Aurelio "el Empañao", gritado sin fuerzas desde el suelo. Con el precioso dato en su poder, don Eusebio, en un aparte con doña María Luisa del Peral —una de las más furibundas componentes de la Damas Católicas— accedió a la orden que dictara tanto la señora como Sor Gervasia allá en el convento. Fue de esta manera como el serrín empapuchado de alcohol que cubría el piso convirtióse en el combustible ideal para dar inicio a un fuego purificador que en poco tiempo dio lugar a los estragos completos de un incendio que todos pudimos contemplar satisfechos en el exterior. En pocos minutos, el despreciable negocio de María crepitaba entre soberbias llamaradas mientras las meretrices eran perseguidas a palos por un iracundo mocerío arrepentido sin duda de haber dilapidado su dinero en infames orgías.

La alta columna de humo, la misma que en la lejanía divisaron los viajeros de la diligencia, antes de representar un final, fue prólogo y acicate para que aquella hueste tornase al pueblo para proseguir la búsqueda.

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El conocer la implicación de Aurelio "el Empañao" en el desaguisado, llenó a muchos de gran preocupación, pues si la desaparición de Merceditas pudo parecerles al principio una banal rebeldía de chiquilla, el nombre del buhonero unido al de Teresa la Liebre, convertía el suceso en verdadero escándalo al tintarlo con las más siniestras sospechas.

Parecida situación a la del burdel repitiose en la fonda donde acostumbraba a alojarse "el Empañao", aunque las pesquisas fueron vanas en tanto el posadero, hombre honrado y de gran prestigio entre los vecinos, jurase que el perseguido no había pasado allí la noche. Empero, las agitadas turbas, la chusma que en toda revuelta se da cita, aprovechó la oportuna conjunción para asaltar las corralizas y, como marea ingobernable, hizo objeto de pillaje la tartana del buhonero antes de que ésta fuera consumida por las llamas. El espectáculo —siguió diciendo mi amigo B.— que todo ello ofrecía era inenarrable. La más baja estofa de la villa no dudó en organizar con los tejidos y abalorios un grotesco carnaval contra el que nada pudieron hacer las llamadas al orden de don Eusebio, don Sixto el teniente, y otros principales miembros del cívico destacamento. Desperdigados por las calles, vociferantes y desatados de cualquier disciplina, el vecindario mostraba la horrísona visión con la que fueron a encontrarse don Julián Tárrega y sus compañeros comisionados nada más apearse de la diligencia.

Sobrepuesto a los mil avatares de la vida, había aprendido el indiano que la sangre fría era la mejor arma para luchar contra la adversidad y que si antes imaginaba ferrocarriles y fábricas, parecía no costarle esfuerzo ahora tener la cabeza en su sitio pese al revés con que era herido por el destino. Frente a la congoja que mostraban todos y sobre el desorden que se había apoderado del pueblo, don Julián mantenía la calma de espíritu. Él mismo fue quien, despojándose del ceremonial chaqué y quedándose en mangas de camisa, trató de organizar pequeños grupos al frente de los cuales dispuso a personas respetables para iniciar las batidas que concluyeran con el hallazgo de Merceditas. Pero nada de esto fue necesario finalmente, pues a poco de iniciar la búsqueda, la multitud que se reunía en la plaza pudo divisar cómo hacia ella se dirigía una tropilla de lo que parecían ser zíngaros. En efecto, adivinose al rato que aquellas gentes de colorista atavío eran egipcianos, por lo que, ante la comprensible ofuscación de los congregados que relacionaron desde siempre al buhonero con la gitanería y deseosos de encontrar culpables, fueron recibidos por una lluvia de piedras que a punto estuvo de hacerlos huir, pues ¿qué se puede esperar de individuos de una raza tan proclive al latrocinio y más en momentos tan delicados? Mas las señales de alarma junto con los aspavientos que hacía la mona que delante de ellos marchaba, detuvo por un momento la pedrea inclemente.

(Continuará)
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lunes, noviembre 01, 2010

Damero Mardito, nº 19 (noviembre)

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Don Juan, don Juan, la puntita nada más…


Hubo de antiguo la tradición de representar el Tenorio en los teatros patrios en cuanto arribaba el fúnebre noviembre. Tal moda está en la actualidad —lástima porque ¡cuán gritan esos malditos!— extinguida en la práctica, y sólo algunos grupos de entusiastas aficionados se atreven con lo de la escena del sofá, las apuestas tabernarias, la conversación con espectros y demás rancísimos y ripiosos momentos de la antigualla. En todo caso —o tempora, o mores! como diría Belén Esteban— no deje Ud., que al igual que la obra zorrillesca, se consuma su moderna costumbre de resolver el Damero mensual.

¿Dónde conseguirlo? Pues como siempre, gratis, en su kiosco habitual. Aquí:
El Damero del Vecid(i)ario.
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