lunes, noviembre 28, 2011

Placeres Mundanos, nº 23

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Patatas estilo cajún: Cuestión de mojar.

        Para Maties Oliver.

Como sabe un ínfimo porcentaje de la población mundial, los cajún o acadianos son un grupo étnico originario de Canadá que se estableció al sur de Louisiana, en Estados Unidos. Los cajún hablan un dialecto del francés y se concentran sobre todo en la ciudad de Lafayette, lo que junto a su personal música y a su cocina criolla, los convierte en un grupo singular. Ejemplo de lo último es la receta que traigo hoy para Uds. a mi Cocinita de la Señorita Pepis, unas patatas al “estilo cajún” la mar de fáciles de hacer y que proporcionarán al cocinero/a encendidos elogios por parte de los comensales a poco que se esmere.

El proceso es tan sencillo que da vergüenza explicarlo. Veamos; lo primero es hacerse con unas buenas patatas nuevas. Las lavaremos muy bien lavadas, incluso haciendo partícipe del lavatorio a un estropajo ya que nos las fagocitaremos con la piel puesta. Una vez tengamos los tubérculos bien escamondados los cortaremos en gajos de tamaño generoso (fig. 1 y 2), nada de patatitas víctimas de la anorexia. No. A continuación le damos a estos gajos un nuevo chapuzón para descargarlos de almidón y una vez escurridos los metemos en una bolsa de plástico (fig. 3). Sí, una bolsa cualquiera con tal de que no esté agujereada. La que yo empleé provenía de la Carnicería Joaquín, que es quien me surte de bichos muertos, y como se observa en la imagen es una bolsa de un corriente, moliente e impoluto blanco.


Metidas las patatas en la bolsa iremos añadiendo los siguientes elementos:  Un buen chorreón de aceite de oliva, zumo de limón, pimienta negra recién molida, hierbas y especias variadas (servidor empleó canela, comino, orégano y hierbas provenzales). Para terminar seremos generosos esparciendo sobre las patatas un par de cucharaditas de pimentón — si es de la Vera mejor que mejor— que puede ser dulce o picante, según nuestras pretensiones (fig. 4).

Seguidamente cerramos la bolsa con dos nuditos bien apretados y masajeamos el conjunto, lo sobamos, lo magreamos como a las carnes de un ser deseado y lo dejamos reposar para que las patatas se impregnen bien del aliño. La bolsa entonces, claro está, presentará el aspecto de las que utilizaba Jack el Destripador para hacer sus mandaos (fig. 5).


Transcurrido el tiempo, 20 ó 30 minutos en su cárcel plástica son suficientes para que las papas se aderecen en condiciones, disponemos papel de hornear sobre una bandeja de lo mesmo y sobre ella iremos colocando las patatas en formación cuasi hoplita (fig. 6). Le damos caña al horno hasta los 250º y una vez precalentado metemos el ejército patatero en el interior durante unos 20 minutillos (fig. 7). Poco antes es conveniente esparcir una pulgarada de sal sobre la tropa patatil. El resultado final es el que se aprecia en la imagen junto a dos sencillas salsas que elaboré para acompañar con mojamientos. La una es el resultado de mezclar yogur natural con mayonesa, perejil picado y un golpe de pimienta. La otra, picantona, nace de maridar kétchup con miel, mostaza, y un chorrito de tabasco (fig. 8).

Hala. Terminado. Pero si son Uds. Unos jartibles y quieren recrearse en la ensoñación de que se encuentran en los pantanos de Louisiana invitados por una familia de cajunes, pinchen aquí abajo para obtener un bello fondo musical mientras disfrutan de sus patatas:

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miércoles, noviembre 23, 2011

Honky Tonk Women: LA TERE (y 3)

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Huy, sí; lo de "muchacha"... Habrá que explicarlo. Veamos. En esta ciudad, no sé en otras, el término tradicional de "muchacha" designa a la propietaria o encargada de una agencia de escorts, o dicho de otro modo y prescindiendo de eufemismos actuales, de una casa de putas. Esto es, lo que los elegantes llaman una madame, infecto vocablo que aquí no se ha usado nunca. En cualquier caso todo el folclorismo putesco al que hago referencia está ya casi desaparecido. Quedan, eso sí, algunas bolsas de tradición que guardan aún las formas antiguas y que llevan a gala el cumplimiento deontológico del puterío cañí. Pero el acceso de aficionadas, poliadictas y arribistas de todo tipo —amén de los estragos de Internet y los anuncios en la prensa— han derribado ese mundo de palanganeros, lavajes y ladillas; esa federación de bidets con ruedecitas, de crucifijos en los cabeceros y fotos de Fleming en el recibidor erigido en benefactor de la Humanidad. En suma, un paisaje muerto y sustituido por modos aún más sórdidos a pesar de las apariencias sofisticadas.

La voz "muchacha" no tiene implicaciones de edad, tanto es así que en general las "muchachas" eran furcias avezadas que rebasaban la sesentena, pero siempre con gran ascendencia entre el pupilaje. Mujeres de honor a las que se debía respeto y obediencia como si hubieran nacido en Corleone. Ellas administraban el parné y ajustaban los porcentajes y aunque retiradas del trato no dejaban de vez en cuando de alegrar la entrepierna de algún cliente devoto.  Muy típica la imagen del, por ejemplo, operario de Persianas Hermanos Gómez que una vez con el sueldo en el bolsillo se permitía un rato de refocile con alguna hetaira oxigenada:

—Oye niña, ¿y cuánto cuesta la dormida? —preguntaba mientras la cocotte se remetía los michelines por la faja de caucho después de la faena.

—Ay, no sé. Eso pregúntaselo a la muchacha...

Y allá que iba el persianero a parlamentar con doña Concha La Camionera; doña Encarna La Tragasables o doña Pura La Cachondona... O tempora, o mores! Menos mal que siempre nos quedará Maki Navaja y su barrio chino de El Jueves.

Mas volviendo a la Tere tras la digresión, diré que a pesar de todo y con la excitación que el riesgo prestaba, seguí endiñándole mordiscos en cuanto tenía ocasión. Me asalta ahora la remembranza de una sesión notable que se desarrolló en el cine Nervión mientras proyectaban la película argentina "La Raulito", un filme protagonizado por Marilina Ross. En un mano a mano sin igual, la Tere me juró amor eterno (juró por su hermanito Rafalín, por supuesto) y con ello el ser designado como desprecintador a la primera oportunidad de lo que ella, con entonación folletinesca,  llamaba su tesoro. Eso de quitar los sellos de Afrodita cual un Tenorio de pacotilla me llenó de lujuria pero a la vez entreví las orejas de un negro lobo que me perturbó. Lo siento amigos, pero nunca llegó el momento. De aquella tarde cinematográfica conservo —si es que aún no me han tirado a la basura mi caja de fetiches— un pequeño souvenir de la lucha amorosa. En el fragor del momento, le arranqué a la Tere una uña. Ojo, no es que se la arrancara de cuajo sino que quedó cortada a ras de dedo. Una uña larga, pintada de rojo y descascarillada la laca de la punta y a la que luego hice un agujerito para llevarla colgada del cuello. El círculo caníbal quedó completado con ese trofeo.

En días venideros y sucesivas semanas, mi relación continuó con la presencia cetácea de doña Lola, el menudeo de visitas espiritistas de Rafalín, un futuro de ajuar con sábanas Burrito Blanco, paños de cocina y juegos de cacerolas, un panorama de estafas y una vida de tanguista. Lo puse todo en la balanza y llené el otro plato con las carnes de la Tere. Mi cobardía leporina hizo bajar al primero. Amparado en que el concepto "amor eterno" que manejaba  la Tere era muy elástico aunque no tanto como el mío, le eché cara al asunto y me justifiqué durante unos días hasta hacer languidecer mis encuentros carnívoros. Llegó el invierno.  Y luego, huí.

© Sap.
es.humanidades. literatura
06/07/2004
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lunes, noviembre 21, 2011

Honky Tonk Women: LA TERE (2)

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Lo que nunca conseguí fue quitarle el feo vicio de jurar. Y es que la Tere juraba de continuo; cualquier aseveración, cualquier pequeña promesa, las apoyaba en las muletas del juramento como criaturas que nacieran defectuosas. No es que jurase con la vehemencia de Scarlett O'Hara o la solemnidad del Alcalde de Zalamea, sino más bien con la sencillez de una interjección. Lo terrible es que la prenda a la que ofrecía sus juros no era otra que su hermano Rafalín, un niño desgraciado que había muerto a los pocos años de edad.

 Al principio impresionaba escucharla decir "Te lo juro por mi hermanito Rafalín..."; pero como la cita era tan continuada y contundente, la presencia del pobre niño en nuestros juegos lascivos la pude sobrellevar con la normalidad de un aristócrata al que asalta la visita del fantasma de su castillo escocés.

(Para que se hagan una idea: El maestro Antonio López hizo algunas variaciones sobre un tema titulado "La aparición del hermanito". La que ahora refiero —está en el MOMA de Nueva York— es una composición sobrecogedora realizada en óleo y relieves de madera. A la derecha, una puerta entreabierta deja ver a una pareja que duerme en una cama matrimonial; a la izquierda, una muchacha parece esconderse en una esquina que forma el pasillo. En el centro y de perfil, un niño pequeño flota caminando en el espacio. Es un niño de apenas dos años vestido con un trajecito azul, pantalón corto y calcetines blancos. Un niño muerto que conserva cierto halo de santidad y que de vez en cuando se aparece a la familia.)

Pues así de exacta me resultaba la presencia de Rafalín entre nosotros. Aquel mínimo ectoplasma se colaba en el cine y se interponía en nuestras luchas afrodisíacas tiñéndolo todo con la pátina de la muerte. Nunca mejor que entonces, los manoseos en la sala oscura fueron mezcla ideal del binomio eros-tánatos que tanto gusta citar a los literatos. Meterle mano a la Tere en tales condiciones provocaba psicofonías que salían de la boca de Clint Eastwood cuando hacía de Blondie en “El bueno, el feo y el malo”. El hermanito Rafalín, con vocecita macabra, reconvenía desde el más allá nuestra conducta obscena del todo.

 Por otro lado, una noticia me vino de rebote a través de un amigo. Como mis tratos con la Tere eran más que evidentes, esto provocó una serie de cuchicheos en mi entorno inmediato. Imagino que también la envidia de los que me sabían ejecutor de pellizcones en las turgencias de la piba aceleró la información.

Oye, ¿tú no te has enterado que la abuela de la Tere fue "muchacha"?

¡Sapristi, horreur!... Así que aquella mujerona de negro que respondía al pavoroso nombre de doña Lola, la que no se lo pensaba dos veces antes de agarrarse del moño de alguna vecina, la misma de las amenazas apocalípticas que tronaban con esa voz que solo largos años de ingesta de Machaco la hacían de esparto, había sido "muchacha". Chungo pestiño. Con esa pieza no contaba, pero desde luego fue clave para explicarme las picardías con que la Tere se manejaba en los asuntos venusinos. Qué tía; por eso dije al principio lo de a tal palo tal astilla. Quién sabe qué tipo de lecciones habría recibido la nena por parte de aquella abuela colosal que era aleación de las viejas de los Caprichos goyescos que amaestran jovenzuelas para desplumar cabritos con toda clase de trucos y la abuela desalmada de la cándida Eréndira. La posibilidad de emparentar con aquel endriago comenzó a llenarme de zozobra, algo que notaba la Tere cuando tras una sesión carnívora me hablaba de ajuares, colchas bordadas y juegos de toallas. ¿Doña Lola mi suegra? La perspectiva de hacerme yerno de aquella giganta atrapada por las garras del pasado hizo que mis toqueteos teresianos se frenasen un poco.

Digo suegra y digo yerno y digo bien. Los padres de la Tere eran unos individuos cohibidos por la presencia enormísima de la abuela, un matrimonio cuchara de esos que ni pinchan ni cortan puesto que allí el bacalao sólo lo cortaba doña Lola. Eso sí, era pródiga en mimos y cucamonas a su nietecita querida. O sea, que en aquella casa el amante del riesgo podría obtener más que una suegra, una abuela política. Y de premio, un cuñadito ectoplasmático.

(to be continued...)
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viernes, noviembre 18, 2011

Honky Tonk Women: LA TERE (1)

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El amor, para ser así considerado, necesita del componente antropofágico. De faltar este ingrediente no hablamos de amor sino de tonterías. Si no sentimos la necesidad de devorar al otro, de morderle los brazos y saborear sus rodillas a puro bocado, ¿de qué hablamos? ¿del canto de la alondra al amanecer? ¿del toma una gambita pelada que te la pongo en la boca (tierna escena entre novios en los banquetes de boda)? Desde luego que todo puede entrar en sazón, ser compatible incluso, pero, ay, pobres de nosotros si el cuerpo amado no se nos presenta como un recetario para caníbales. No y no. Si el pliegue que forma la cadera al unirse con el muslo no nos reclama como el más exquisito de los platos es que estamos equivocando los términos.

Y esto es lo que tenía la Tere; que era una muchacha perfectamente comestible. Una de esas chatillas que cuando reía arrugaba la nariz y le desaparecían los ojos en el rostro quedándoles como dos puñaladitas dadas a un cojín de espuma. Unas pecas bien distribuidas, unos pómulos carnosos y la procacidad de su boca completaban aquel guisote suculento.

Como todos los estudiosos de mi obra saben, acostumbro a prescindir de digresiones cuando dibujo un retrato. Practico la comparación de mis criaturas con algún individuo célebre y así consigo dos propósitos: Primero, acabar antes y segundo, esconder las debilidades de una pluma de tan poco juego de cintura como la mía. Dicho esto, el problema con la Tere es que no encuentro a nadie con quien emparejarla a no ser que eche mano de Rosa Morena; pero ¿a estas alturas quién recuerda a aquella cantante que en los años setenta gozó de un breve periodo de gloria? Rosa Morena —una extremeña que en realidad se llamaba Otilia Pulgarín— fue precedente de aquel horror del flamenco-pop que tuvo continuidad con Las Grecas. ¿Caen o no caen? Sí, hombre; la tipa que fue a cantarle a los Tercios de Flandes cuando aquella movida de la Marcha Verde... ¿Qué, que no? Vaya. De verdad que en ocasiones es ingrata mi labor de arqueólogo de la caspa.

En fin, prescindiendo de símiles para los jóvenes, foráneos o desmemoriados diré entonces que la Tere era chabacana, grosera, vulgar, hortera y ordinaria. O sea, de las que me enloquecen. Por supuesto que utilizaba los artificios del desplante, las contestaciones chulescas y los mohines de desagrado en un repertorio sin fondo. Pero cuando reía, ay, era taaaaan adorable. Por otro lado, era una muchacha de un lenguaje antiguo, pródigo en giros de otro tiempo y así, la escuché decir en ocasiones aquello de "una es pobre pero honrá", como si fuera una modistilla de zarzuela con los brazos puestos en jarra. No le faltaba razón ya que, en efecto, era pobre. En lo otro nunca llegó a los términos de aquella a la que por mal nombre apodaron La No-Do (estaba al alcance de todos los españoles) pero casi. Tal vez en la genética de la Tere participaron el palo y la astilla, aunque esta es cuestión de la que me ocuparé más adelante.

El caso es que la Tere llegó a mí y yo a ella en un encuentro que me costó meses de esfuerzo hacerlo pasar por fortuito. Éramos vecinos y nos conocíamos de siempre, pero un día y por primera vez se sentó a mi lado y me preguntó ¿qué estás leyendo? En efecto, queridos míos, con grandes trabajos había conseguido labrarme una imagen de intelectual en el vecindario. Un jovencito que siempre se acompañaba de libros y leía estos en la soledad de los banquitos del patio con aire taciturno. Gracias a las películas aprendí poses de languidez y melancolía removiendo los instintos maternales de cuantas me observaban. Las vecinas se hacían lenguas de mi modestia y comentaban "hay que ver el hijo de la Carmeli lo formalito que es el muchacho" o "pues de leer tanto se vuelven locos"... Mientras tanto, yo escogía los libros más gordos para sacar a la calle, novelones como “Los misterios de París” o “El Hombre que Ríe”; aunque claro está, malditas las ganas que tenía yo de leer aquellos mamotretos. Pero es que el grosor de los volúmenes era fundamental en aquel juego de la impostura. Apoyaba los dedos en la frente y quedaba tal el Pensador de Rodin, figurando una concentración que no impedía mirar de reojo a las pipiolas que entraban y salían. Sí; yo era un exhibicionista del libro, un paseador de novelas. Oiga, que cada uno maneja las armas que puede en el asunto de pillar carne, a ver si vamos a señalar con el dedito. Finalicé mi diseño con el uso de unas gafitas redondas proclives a la admiración, por lo que aquel joven tartufo quedó consolidado como alguien de otro mundo, llamativo objeto de curiosidad. Tendí la red del libraco, la Tere se acercó, se sentó y preguntó y supe que mi truco al fin había funcionado. Aquellas piernas que imaginaba loncheadas como un choppedpork estaban cerca de ser fagocitadas por un servidor.

Con la Tere, y en aras de magnificar mi estatura moral, di comienzo a una labor de pigmalionato que me reportó varios éxitos. Eran sesiones que se desarrollaban tanto en el patio vecinal como en mi domicilio, siendo éstas últimas las más jugosas puesto que me permitían el magreo de la señorita sin temer presencias indiscretas. Entre mordiscazos a sus mofletes apetitosos y apretones a sus carnes tersísimas, la aleccionaba en el lenguaje correcto y así corregía su prosodia de sainete. En poco tiempo conseguí que dejara de decir "endispués" o "alboltar"; que cambiara "indición" y "supitorio" por los correctos términos de inyección y supositorio (la Tere hacía los recados de muchas vecinas a la farmacia) o que eliminara de su vocabulario —al menos de cara al público— expresiones tales "no me sale del higo" o "estoy más caliente que el rabo de un cazo".
Quise alejarla también de su mundo de fotonovelas y de revistas y hacerle ver que aquella su sección preferida del Diez Minutos titulada "Mundo Insólito" no había que creerla a pies juntillas. Le indiqué, por otra parte, la finura que aportaría a su vida el acercarse a la lectura de los clásicos y le dejé varios libros que leyó por encima. A las “Rimas” de Bécquer no debió prestarles demasiada atención ya que nunca se dio cuenta que los poemas que yo le dedicaba eran copias exactas de los del hispalense de la perillita. Algo parecido ocurrió con “Platero y yo”, pues cuando le preguntaba por Juan Ramón Jiménez, la Tere me miraba estupefacta. Luego le brillaban los ojillos plenos de rímeles y afeites y decía: "Aaahh, ya caigo. Ese es el tío del burro ese, ¿no?" y se dejaba, triunfadora en su respuesta, sobar las tetas. Con episodios así saqué más partido del poeta moguereño que la mismísima Zenobia. Me erigí en suma, en una especie de versión descafeinada de esos estudiantillos de Dostoviesky que se afanaban por sacar del arroyo, como si fueran batracios, a sus novietas de burdel.

(to be continued...)
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martes, noviembre 15, 2011

Solución al Damero Mardito nº 31 (noviembre)

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A continuación, pasamos a desvelar la solución al último Damero Mardito (nº 31, noviembre), aprovechando como siempre el momento para enviar un afectuoso saludo a nuestros distinguidos seguidores. Muchas gracias.

"En este mismo momento, miles y miles de personas están a punto de expirar mientras que yo, aferrado a mi estilográfica, busco en vano una palabra para comentar sus agonías."

A. Empaste
B. Lastre
C. Amperio
D. Coxis
E. Inminente
F. Adán
G. Guayana
H. Ofensa
I. Dep
J. Esputón
K. Malayo
L. Inmaduro
M. Umbroso
N. Requinto
Ñ. Grave
O. Obscenar
P. Cristal
Q. Impreso
R. Oteas
S. Rafael
T. Asma
U. Némesis

Acróstico: "El aciago demiurgo", Cioran.
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martes, noviembre 08, 2011

Placeres Mundanos

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"Pollo a la Coca Cola", el pollo de Internet

Para M. del Romero Sánchez


Traemos hoy a estos fogones de la Señorita Pepis una receta que ha cobrado celebridad en Internet y que dada su facilidad y rapidez de ejecución merece el interés de los curiosos apresurados. Se trata, cómo no, del famoso “Pollo a la Coca Cola”, pero enriquecido en esta ocasión por un bonus que hará las delicias de grandes y pequeños.

En efecto, para comenzar el proceso lo primero que necesitaremos es un pollo troceado, o medio pollo o un cuarto de pollo o el pollo que se juzgue conveniente según el número de comensales y su grado de necesidad fagocitatoria. Una vez salpimentados los trozos, los pasaremos por una sartén con aceite para ‘sellar’ la carne hasta que pierda la crudeza de su crudo color (fig. 1). Poco antes de apartar el pollo del fuego —¡y ojo que aquí viene el truquito!— lo flambearemos con una copita de ron… ¡No me dirán que tal añadido no casa bien con la posterior Coca Cola! Tan bien, tan bien, que perfectamente podríamos cambiar el nombre de la receta y llamarla “Pollo al Cubata”, siejke hasta se le podría complementar con una rodajita de limón para acrecentar el efecto .



Tras el sellado, depositamos el pollo descuartizado y sus jugos en una olla exprés o rápida o ultrarrápida. En este momento es cuando hay que trastocar el dicho que reza “Donde tengas la olla no metas la polla” por “Donde tengas la olla mete el pollo”. Una vez dentro echaremos mano de la batería de ingredientes (fig. 2). 

 Espolvorearemos primero el contenido de una sopa de cebolla de sobre… ¡versátil producto que ya hemos visto utilizar en otras propuestas!... y removeremos bien (fig. 3). Seguidamente le tocará el turno a un buen chorreón de kétchup, el suficiente como para colmar dos cucharadas soperas (fig. 4). Removemos again. Para finalizar, verteremos una lata de Coca Cola normal, nada de Light ni de Zero, esa chispa de la vida que en una de sus habituales boutades Rafael Alberti llamó “repugnante mejunje imperialista” (fig. 5). Y ya está. Cerramos la olla y la dejamos el tiempo necesario que indica el fabricante según su velocidad, tortuguera o supersónica… 10 minutillos en la nuestra contados desde el primer silbido.


Una vez transcurrida la cocción, destapamos, y dejamos un rato que reduzca la salsa si es necesario (fig. 6). Si tenemos mucha prisa podemos espesarla con una pizca de Maizena o un chorrito de nata líquida. Servimos, y armados con un buen pan para mojar sin denuedo (fig. 7), nos comemos el ex animalito y lo que le acompañe con la seguridad de que el siestorro que prosiga a la ingesta pollera estará lleno de sueños apacibles. 
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viernes, noviembre 04, 2011

Damero Mardito, nº 31 (noviembre)

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Hacen más dos petas...


Todo era llegar el lúgubre noviembre que entregarse Lupercio Latras a los más oscuros pensamientos. “Me incomoda vivir”, se decía, y echándose bajo el brazo el último Damero Maldito y un libro de poemas de don Ramón de Campoamor, se iba al parque.

Allí observaba a los pequeños que esperaban cola para deslizarse por el tobogán. “Tal vez”, seguía mortificándose Lupercio, “uno de éstos será el que dentro de unos años se convierta en agente de seguros y decesos e inste a mis deudos a elegir mi ataúd”. O desviaba la vista hacia alguna de las mamás que cuidaban de sus rorros y meditaba: “Puede que alguna de ellas sea en el futuro mi desconocida vecina de nicho allá en el cementerio”.

Era insoportable Lupercio Latras en noviembre. Todo le venía, según él, de no haberse echado novia y padecer aerofagias.
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¿Dónde conseguir el Damero de este mes? Pues como siempre, gratis total en su kiosco habitual. Aquí:
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miércoles, noviembre 02, 2011

"El hombrecillo" - y 3

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"EL HOMBRECILLO" - y 3


La ciudad me aturdió desde el momento que bajé del tren en la estación de Saint Lazare. Los andenes estaban repletos y fueron como el último vestigio de lo que sucedía a cientos de kilómetros. El límite donde se acotaba la epidemia. La inmersión en la alegría de los soldados que regresaban anulaba la presencia de los que tenían que volver, los organismos infectados en los que nadie quería pensar. Hacía apenas dos años que yo fui uno de ellos, pero aquel tiempo se había convertido en un milenio insalvable. Lo comprobé en la cantina. La algarabía de las novias y las madres, la suma de los pequeños ruidos que hacían al entrechocar los vasos y los platos, las voces, el acordeón de un mendigo, todo me atemorizó. Me sentí incapaz de comer o de moverme con tranquilidad y salí de allí.

   Fuera de la estación la vida se desarrollaba no sólo con normalidad sino con exaltación. París era una fiesta y sus habitantes habían decidido decir adiós a las armas. Creí por un momento que podría retomar lo que una vez me perteneció, lo que nos perteneció a los hombres del barro. Pero comprobé la imposibilidad de mi deseo por la evidencia de que la gente que se iba cruzando en mi camino, reidora, despreocupada, vestida de domingo, nos había olvidado.

   Cuando fui a pagar la copa que tomé en un bistrot, encontré en el bolsillo las cartas de Pignon. Las rompí en pedazos al salir y la templada brisa de la primavera los esparció por la acera. Nunca regresaría. Nada me vinculaba ya al lugar de donde había vuelto. Ni siquiera unas cartas para entregar.

   La Rue des Troyannes estaba cerca y me dirigí a ella tratando de aplazar el encuentro con Dominique. En el trayecto, los carteles fijados en las fachadas que animaron al alistamiento habían sido sepultados por otros con la efigie del hombrecillo. Cuando llegué al cinematógrafo tuve que guardar una larga cola. A pesar de mis ropas civiles, los que la formaban me miraban como si fuera transparente. Encontré un sitio libre en las últimas filas, entre familias que deseaban terminar el domingo con algo que les divirtiese. Cuando se apagaron las luces para comenzar la proyección y el pianista hizo sonar los primeros acordes, noté que me había orinado encima. Pero el hombrecillo apareció en la pantalla y el público comenzó a reír nada más ver su rostro.

   Se celebraban todos sus gestos y sus muecas cómicas. El hombrecillo huía de sus perseguidores pasando bajo las piernas o daba una patada a un gigantón de grandes cejas. Reposaba y se limpiaba las uñas con la punta de su bastón de bambú. Las carcajadas ocultaban la música del piano. En poco tiempo yo mismo reía contagiado por las imágenes de la pantalla. El hombrecillo se encontraba desvalido en aquel balneario tan lleno de enemigos. Como si alguien lo hubiera internado allí por error para olvidarse después de él. Recordé a Dominique sin ningún tipo de pesar pero con el mismo miedo. Me sorprendieron mis propias carcajadas igual de intensas que las que deformaban las caras y humedecían los ojos de cuantos me rodeaban. El gigante de las cejas caía en un estanque y el hombrecillo le pasaba por lo alto levantando el bombín como disculpándose. En su ágil pequeñez estaba su fuerza. Olvidé que el asiento estaba mojado por mi propio orín como si ocupara el lugar de un niño tan desvalido como el pequeño héroe.

   Pignon, Lebecq, Bouchet y todos los demás lo hubieran entendido. Cuando me levanté, varios espectadores de atrás protestaron. Incluso uno quiso obligarme a sentarme de nuevo tirándome de una manga. Entonces saqué la pistola. No tenía sentido retrasarlo más. En la oscuridad de la sala, el haz de luz arrancó destellos de leche al nácar. Al verla, algunos gritos cercanos no consiguieron silenciar las risas y los palmoteos. El fogonazo del primer disparo iluminó de color todo el blanco y negro en que estaba inmerso. Hirió al pianista provocando una nota discordante que ya nadie escuchó. Tuve que disparar una segunda vez para que el ruido llevara al público a agolparse en la puerta de salida. Alguien, uno cualquiera, cayó al suelo. Nada diferenciaba los gritos de aquella gente que se pisoteaba de los que daban los heridos amputados. En torno a mí se escondían entre los asientos tratando de ocultar la cabeza con las manos. Mientras, en la pantalla se sucedían las persecuciones y los golpes sin que nadie les prestara atención. Disparé dos veces más a la multitud congestionada. Nunca volvería. Jamás. Un hombre quiso detener mi brazo y le volé la frente, otro se llevó una mano al pecho y me miró fijo mientras caía. Se mataban entre ellos al intentar huir como una jauría de perros salvajes. No me interesaban. Allá en el fondo, el hombrecillo besaba a una muchacha y luego tapaba el beso con el sombrero. Fue irremediable porque ya nada quedaba en el cargador.

© Sap

es.humanidades.literatura
mayo, 2005
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