viernes, abril 20, 2012

Solución al Damero Mardito, nº 36 (abril)

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A continuación, pasamos a desvelar la solución al último Damero Mardito (nº 36, abril), aprovechando como siempre el momento para enviar un afectuoso saludo a nuestros distinguidos seguidores. Muchas gracias.

"Estos burgueses modestos y orgullosos opinaban que la belleza estaba por encima de sus medios o por debajo de su condición; la permitían en las marquesas y en las putas."

A. Julepe
B. Embauco
C. Adeste
D. Nudos
E. Pesquís
F. Sidón
G. Ayudes
H. Rasputón
I. Tampones
J. Romero
K. Embotes
L. Leibniz
M. Actos
N. Sayón
Ñ. Parrilla
O. Ácido
P. Légamo
Q. Assad
R. Busques
S. Relleno
T. Aníbal
U. Sesgos

Acróstico: Jean P. Sartre, "Las palabras"
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viernes, abril 13, 2012

"La suerte repartida" (cuentecito taurino)

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A mi amigo Manolo Molina, que es tres cosas que yo no soy: jaenero, taurófilo y hombre cabal.

La suerte repartida


La escalera empinada subía cuatro plantas. El último tramo era de madera. Peldaños que crujían en la oscuridad y que llevaban a la puerta, a la del cerrojo grande que había que adivinar a tientas. La mujer dejaba el barreño con la ropa mojada en el descansillo y hacía correr del hierro poderoso. Chirrido en la negrura. Sin transición alguna llegaba el fogonazo de luz violentísimo que obligaba a cerrar los ojos. Vacía, se presentaba la azotea refulgiendo de blanco. Desnudez de tendederos y arriba el sol y un cielo siempre sin nubes. El niño chico se hacía más chico todavía ante la mirada fragmentada del rosetón de la catedral. Desde allí era un ojo ciclópeo, inmediato en aquella altura, asaltante en el pretil por su magnitud. Junto a él la torre prismática, invasora en la cercanía, toda arista en su plata de siglos. El niño chico se asustaba de los tamaños. Luego corría a través de las sábanas tendidas y llegaba al otro lado. La mujer lo alzaba y juntos contemplaban la arquería circular. Más abajo, el pequeño fragmento de la tierra de oro con sus líneas coloradas.

—Tolo, tolo.
—Sí. Ahí están los toros.

Así era el paisaje. Luego estaba la gente, los vecinos.

Los hermanos Bernal daban al niño chico trato de cachorro. Lo llamaban por el balcón y lo incluían en sus siestas veraniegas en el dormitorio abigarrado. El sol entraba por la persiana rayando de luz una pared. Jóvenes en la penumbra sobre camas que olían al flit de las chinches como un recuerdo desgajado pero persistente de la guerra. El calor era una bola de trapo, blanda y gigante que agobiaba cuerpos y rincones. Tomaban la mano del niño chico y al contraluz breve se encendía roja, marcados los perfiles, iluminados de sangre. Su susto provocaba las risas. El niño chico lloraba y luego dormían y esperaban la llegada de la tarde como la caída de una toalla húmeda sobre la piel.

El recurso eran las calles y las azoteas. Las casas eran invivibles. En la de los Bernal, tan nutrida de habitantes, no había sillas para todos. El último que llegaba comía de pie. Era el ruedo cercano la esperanza de comprar muebles y comer pollos. El toro o la lotería. El padre lo había intentado sin fortuna cuando joven. Tenía la jindama del tararí, el miedo al sonar de los clarines. Acabó de peón de brega con vestido de alquiler. De sus escaramuzas en el albero daba cuenta la cabeza apolillada y tuerta de un novillo que alteraba la escala diminuta de la sala. Cabeza que irrumpía como una deidad negra a la que lo cotidiano hubiera desprovisto de poder. Los días de lluvia colgaban los paraguas de un cuerno.

Como en los cuentos, era el hermano pequeño el héroe. El destinado al relevo del padre en cuanto asumió los percales y el apodo como una herencia. Pepe Luis Bernal, "Capillé". Aprendió a manejar los trastos en la soledad de la azotea. El espacio común que lo mismo era patio de recreo que palestra para el toreo de salón. Allí Pepe Luis abría con el capote con su pesadez de lona. Una pantalla fucsia casi sin pliegues con el entrevisto amarillo del envés. Se perfilaba y daba comienzo su danza antigua. Primero por la derecha. Fraaaap, sonaba el bajo del engaño rozando las baldosas. Luego por la izquierda. Fraaaap acompasado. Jugaba el niño chico poniendo los dedos en la frente como cuernecillos tiernos. Y fraaaap. Y fraaaap. El he-he de la incitación era un susurro que sólo niño y muchacho escuchaban. La tanda terminaba con el capote arrollado en la cintura. Pepe Luis adelantaba el mentón y miraba al cielo con pose estatuaria. Nunca hubo fotógrafos.

Después, la muleta. Al estoque de madera la purpurina lo hacía juguete. Era montado entre la tela cuando cobraba seriedad de arma. El niño chico decía muuuu y embestía con un correteo atolondrado. Al rato se aburría y se sentaba a hacer caballitos con los alfileres de palo dispersos en el suelo. Sin toro, más naturales se alternaban en la mano siempre baja de Pepe Luis. Tras el trincherazo final, alzaba el brazo. Faltaba el espejo en que gustarse. El que recogiera la imagen de aquella torería en el desplante. Ni espejo ni fotógrafos. Un aforo indiferente de vencejos anunciaba la noche desde arriba.

—Pipi, pipi.
—Sí; yo toreando y tú mirando los pajaritos, tonto. 

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Fue primero hacer cien veces la luna y los tentaderos. Llegaron los ruedos lejanísimos.

Plazas de navaja y vinazo en bota. De pan y chorizo. Sobre el público hay un sol fundente que fabrica risotadas y murmullo de moscas. Juego de luces y colores en un chafarrinón que compone un cuadro de Solana donde no faltan los rostros abotagados. Imposible el silencio. La mudez es un bien que sólo guardan los pájaros desplomados por el calor. La banda llena de ruido todos los intersticios libres y ataca pasodobles con una vocación de charanga.

Pepe Luis, perdidas las distancias, pega mantazos que producen un pitorreo de charlotada. Los revolcones se celebran en la misma medida que se silban las carreritas de cagalástima. Llegan improperios desde los tendidos con una nitidez de aullido y las voces caen como una precipitación de tarugos de madera. A Pepe Luis el sudor lo empapa entero. El vestido de torear está sucio de sangre y tierra. Piensa tal vez en su azotea y en su vecino, el niño chico. En aquel ámbito de casquería y vino calentorro es fácil ansiar la plaza fina, la que tiene arena de oro y columnas esbeltas. Pero por el momento, el mundo se asemeja a un cagajón de caballo.

De cada lugar trae puntazos y varetazos. Le gustaría llamar cornadas a esos golpes que le dejan una impronta de hematomas. Cuando vuelve a su calle, Pepe Luis magnifica las heridas y las muestra a los vecinos con premura. Para certificar su oficio basta abrirse la camisa y exagerar un poco. O mirar los carteles que el padre encargó cuando llegaban los telegramas. No hubo negocio en el barrio que no fijara uno en la pared. En letras rojas de palo seco se hacía el exordio de la imagen como en un avance de película: "La nueva figura del toreo". "Valiente". "Triunfador". "Aclamado". Sobre el capote de paseo, letras más grandes concluían con su nombre. En la imprenta la minerva no debía funcionar bien. Produjo un borrón a la altura del ojo izquierdo. No estaba la cosa como para encargar carteles nuevos. Hubo que resignarse. En la monocromía del blanco y negro, Pepe Luis aparecía con montera, guapo pero borroso, altivo pero tuerto. Un par de días fueron suficientes para que los niñatos de la calle pintaran gafas y bigotes a todos los carteles de las fachadas.

—Pepeluí, Pepeluí.
—Mira éste cómo te conoce, oye.

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Después vino la transformación. El cuerno que hiere pasó a  convertirse en cuerno de la abundancia.

El primer dinero que no se le fue en pagar subalternos, lo gastó en regalos. Imitar en tanto podía el derroche de las figuras lo llenó de un ingenuo orgullo. Al padre le compró una gabardina que en cuanto se la puso, lo revistió de autoridad policial. Pavoneo inmediato en la taberna. Ni se acordó de cortar las etiquetas. A la madre un abanico con varillaje de ébano y país de seda lisa. A las hermanas, botes de colonia y unos juegos de ropa interior. Salvador, por ser el mayor, consiguió los prismáticos. La ilusión de su vida. Incluso el niño chico se llevó su parte. Un monito de cuerda que tocaba el tambor.

Una paletilla con pretensiones jamoneras vino a colmarlos. En sus platos desportillados de loza repartieron muestras entre los vecinos. Deferencia y sorpresa en la que siempre se contemplan excepciones. Cuando el pobre come jamón, o esta malo el pobre o está malo el jamón. Seguían sin lámparas, es cierto. Pero qué importan las lámparas cuando una bombilla desnuda es suficiente para iluminar la dicha. Tenían un torero en casa.

Pepe Luis se compró unas gafas de sol y un traje de tergal. Las formas que le marcaba y el pelo rubio volvieron locas a las muchachas. Pero más que por torero por su semejanza con un americano del cine. Se lucía dando paseos gratuitos por la calle guardando su entusiasmo por los saludos. El padre fue su apoderado. Le corregía ademanes o le ajustaba la corbata o le quitaba una pelusa del hombro con un soplido. Y es que para ser torero primero hay que parecerlo. Y andar como un torero. Pepe Luis aprendió el senequismo taurino, parquedad al hablar y contención de gestos. Un torero charlatán siempre estuvo mal mirado. De las palabras se encargaban los habituales de la taberna. Aceptaban invitaciones de tinto a cambio de las soflamas del padre. En el mostrador había un lenguaje de palmoteo en la espalda, de sentencias y consejos. Pepe Luis en un aparte se atusaba el pelo en el reflejo de los cristales. Al niño chico lo pedían prestado y lo sentaban en la barra. Bebía su botellín de cocacola chupeteando el gollete y borraba números de tiza escritos en la madera. El padre miraba en el hijo torero lo que él no fue. Pinchaba berberechos de lata con la convicción de estar en la gloria.

—Yo tero, yo tero.
—No, que tú eres muy chico y luego te duele la barriga.

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En abril llegó el contrato y el dios de los toreros repartió suerte. Una poca.

Días antes un cronista taurino dejó escrito que la noticia "había corrido como un reguero de pólvora". En la presentación con picadores Pepe Luis compartía terna con dos pinchauvas de su quinta. Rafael Roca y un tal Limones. Se abría al fin para él, la plaza de su ciudad. La plaza a la que se va para estar callado. La que hace triunfar o condena al fracaso con despecho de señorita. Mientras tanto, la realidad era el cartelón colocado en la taberna. Allí estaba presentado con la lengua procesal de la tauromaquia. Hora y ganadería fijadas. Sobre los rótulos la pintura colorista de un diestro y un toro haciendo el avión. Debajo, la clientela continúa con su perpetuo agasajo de manzanilla. Apoyado en la barra, Pepe Luis se ensimisma y deja vacía la copa y la mirada. Le tiembla a veces la mano que sostiene un cigarrillo Chester.

El niño chico era un amuleto que estrenó zapatitos de charol. Se rescataron mantillas del alcanfor y las muchachas fueron a la peluquería. El padre exultante repartió puros entre el grupo que se dirigió a la plaza. Vecinos y conocidos ocuparon casi al completo un tendido de sol. Uno de ellos llevó una pancarta entusiasta hecha con media sábana: "Tu barrio hesta contigo. Hole Pepe Luis". Al niño chico lo colaron de matute. Los clarines repentinos le asustaron y se escondió en la mujer. Allí oculto no pudo ver casi nada. Tampoco iba a comprender las indecisiones de su amigo con el primero, sus prisas y sus trompicones. Ni los comentarios apenas audibles que excusaban al torero por el mal ganado. Reconocer a Pepe Luis en el hombre que allá abajo se esforzaba sin éxito era imposible. Asociar el vestido tabaco y oro con el muchacho de la azotea escapaba a su edad. Cuando Pepe Luis miraba a las gradas lo hacía con tristeza. Apuntó más tarde el cronista que el público "se había rendido a la evidencia". El tío de las bebidas, siempre en movimiento, miraba al ruedo de tanto en tanto y negaba con la cabeza como si fuera una vaca. El estupor de los seguidores no impidió que el silencio del respeto se convirtiera en el silencio del castigo. El padre se levantó las solapas como si fuera un remedio para hacerse invisible. Los demás se refugiaron en la esperanza del segundo. Al menos las almohadillas permanecían en su lugar.



Cuando la fortuna cambia de dirección acostumbra a anunciarlo con su código de prodigios. Fue así que Pepe Luis encontró con el sobrero los terrenos y los ritmos y la banda del maestro Tejera llenó el aire con los compases de "Nerva". Allí se asentó la belleza que todos persiguen y que tan pocas veces se es dada alcanzar. En el fondo, la torre que se veía desde la azotea tenía ahora su justo tamaño. Una vertical que equilibra la horizontalidad de los arcos y el ruedo dibujando una postal que siempre parece inédita, como recién vista. El público subrayaba los pases sin acentuar la e en una salmodia colectiva y grave. El padre volvió las solapas a su sitio. Pepe Luis fabricó para todos una ensoñación de cámara lenta y acabados los lances llegaron los aplausos y los pañuelos. El padre agitó la gabardina como si aquella blancura grande valiese siete votos. En el albero, Pepe Luis obtuvo su premio de sombreros y chaquetas arrojadas. Inició la vuelta y cuando pasó bajo el fervor de su barrio hizo llegar el trofeo a su padre. "Escena entrañable" según el cronista. Después reclamó al niño chico que lloriqueante fue descendiendo aupado por los espectadores hasta llegar a la barrera. Allí Pepe Luis lo cogió en brazos y continuó el paseo con él. Para sus seguidores, medir el tiempo de aquella vuelta solo hubiera sido posible con un reloj que marcara semanas. Cuando lo devolvió al graderío, el niño chico llevaba con toda seriedad un clavel en la mano.

Al salir no se formaron aglomeraciones. Una presentación con picadores no es desde luego una corrida de farolillos. Lo que sí se formaron fueron nubes de las de color panza de burra. La primavera se desaguó en el trayecto entre la plaza y el barrio. Todos agradecían el frescor. El padre, contento de recibir abrazos y cachetadas de enhorabuena, vio en el agua la oportunidad de probar la calidad de la gabardina. El tropel que se reunió en la taberna le hizo notar con risas que estaba calada. No le importó. Se sabe que la lluvia allí no es más que una rosa entreabierta.

—Abua, abua.
—Sí, agua. Tú quietecito. A ver si vas a meter los zapatos nuevos en los charcos.

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©Sap. es.humanidades.literatura, sept. 2004


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lunes, abril 09, 2012

Damero Mardito, nº 36 (abril)

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Por el camino de Luiswan

"Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien.) Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre ha vivido una vez libre del aguijón de la muerte. ¡Años de niñez en que el tiempo no existe! Un día, unas horas son entonces cifra de la eternidad. ¿Cuántos siglos caben en las horas de un niño?

Recuerdo aquel rincón del patio en la casa natal, yo a solas y sentado en el primer peldaño de la escalera de mármol. La vela estaba echada, sumiendo el ambiente en una fresca penumbra, y sobre la lona, por donde se filtraba tamizada la luz del mediodía, una estrella destacaba sus seis puntas de paño rojo. Subían hasta los balcones abiertos, por el hueco del patio, las hojas anchas de las latanias, de un verde oscuro y brillante, y abajo, en torno de la fuente, agrupadas, las matas floridas de adelfas y azaleas.

Sonaba el agua al caer con un ritmo igual, adormecedor, y allá en el fondo del agua unos peces escarlata nadaban con inquieto movimiento, centelleando sus escamas en un relámpago de oro. Disuelta en el ambiente había una languidez que lentamente iba invadiendo mi cuerpo.

Allí, en el absoluto silencio estival, subrayado por el rumor del agua, los ojos abiertos a una clara penumbra que realzaba la vida misteriosa de las cosas, he visto cómo las horas quedaban inmóviles, suspensas en el aire, tal la nube que oculta un dios, puras y aéreas, sin pasar."

Luis Cernuda, "Ocnos". 
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