domingo, agosto 27, 2023

El niño poeta

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Me ha costado dos días de introspección memorialística dar con la clave que inició el proceso; pero finalmente lo he conseguido. Es esta:

"Las Hermanas Clavelitos
cantan cuplés muy bonitos"

En efecto, este pareado era el pie de página que acompañaba la ilustración de unas jirafas cantarinas que parecían actuar en un escenario que un público entregado había llenado de flores. Se contenía en uno de mis libros infantiles del que nada más recuerdo. Un libro todo de dibujos con un pareado bajo cada uno de ellos. Allí descubrí la divertida magia de la rima en su más pura sencillez. Tras esta iluminación, me dediqué día y noche a componer pareados con los que martiricé a los miembros de mi familia, en especial al tito Pepe.

— Mira, tito, la poesía que he escrito: "Aquellas montañas / están llenas de cañas". ¿A qué es bonita?
— Sí; muy bonita.
— ¿Y ésta?: "Por las noches / hacen ruido los coches".
— Sí; está muy bien.
— Pues tengo más. Verás otra: "Los elefantes / tienen las orejas muy grandes".
— Bueno, esa no pega mucho.
— Sí, es verdad, no pega bien. Pero otra más...
— ¡Que sea la última, eh!, que va a empezar el telediario.
— Vale: "En el autobús la gente / va de lado y va de frente".
— Venga, sí; muy bien. Lárgate ya, anda.

Supongo que mi producción de pareados llegó a ser inmensa y coñacísima, hasta que viendo los logros alcanzados, me atreví a afrontar un proyecto de mayor dificultad, pues una vez dominada la técnica, ¿qué me impedía escribir una poesía más larga?

No recuerdo tampoco qué me llevó al tema, pero el caso es que decidí componer en versos el proceso del pan, desde que el labrador siembra el trigo hasta que nos venden las barras en la tienda. Me costó un enorme esfuerzo, pero lo logré y me esponjé de satisfacción. Hasta conseguí incluir, como niño repelente que era, una palabra difícil —salvado— que pertenece al único fragmento que de aquella sentida oda guardo en la memoria: "el salvado se abre / la harina comienza a brotar / y se la dan al panadero / para hacer pan".

Entusiasmado con mi obra, la recité a la familia durante la sobremesa de la cena. Hasta bajaron el volumen de la tele. Era una poesía, como digo, de muchos versos y puse en su declamación mi vocecita más conmovedora. Incluso, llegada la parte de "el salvado se abre / la harina comienza a brotar / y se la dan al panadero / para hacer pan", moví los dedos de una manita como si descascarillara un puñado de granos de trigo ("el salvado se abre...") o como si amasara la harina a cámara lenta ("la harina comienza a brotar / y se la dan al panadero..."), deleitándome.

El éxito fue tan completo que cuando concluí mi rapsodia se hizo el silencio. Todos quedaron boquiabiertos, ¡tenían en casa a un niño poeta y lo mismo dejábamos de ser pobres! El primero que habló fue el tito Pepe para decir que aquello era imposible, que les había engañado, que lo que había recitado lo había copiado de algún libro. Aquello, claro está, me enfadó en la misma medida que me halagó (¡ay, qué desvalido se encuentra el hombre frente al halago!, como dijo Kundera). Pero fue mi padre el que sin salir de su asombro, balbuceó estremecido los cuatro célebres versos: "el salvado se abre / la harina comienza a brotar / y se la dan al panadero / para hacer pan", tras lo que decía, "qué bonito, qué bonito lo que ha escrito mi niño"... Sí, qué bonita fue para todos aquella noche mágica que aún llena de luz alguno de mis rincones cerebrales.

Y pobre mi padre, pobre papá, que murió sin llegar a conocer que muchas décadas después, el propio Antonio Muñoz Molina me concedería el alto título de Tercer Poeta Oficial de su blog personal. Seguro que, de saberlo, el dato lo hubiera llenado de emoción. Un beso, papaíto.
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Solomillo

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Existe, casi en el centro geográfico de Egipto, una población llamada Solomillo. No me pregunten por el origen de esta extravagancia toponímica porque no lo sé; el caso es que así aparece en los mapas.

Fue en Solomillo, asistiendo a sus XVII Jornadas Arqueológicas, dedicadas en esa convocatoria al reinado del faraón Hepset III, donde conocí a la que luego fue mi esposa, la profesora de la universidad Central de El Cairo Shamila Abdul Adkhani que, a la sazón, había participado en una ponencia de las citadas jornadas. Lo que me resultó curioso es que ella, natural de Solomillo, tampoco supiera explicarme el porqué de ese nombre.

Shamila era musulmana, aunque su observancia del Islam era de muy mediana intensidad. Entre otras cosas, me confesó que se pirró por el jamón y por el solomillo de cerdo cuando estuvo en Madrid reordenando el templo de Debod. Y digo que Shamila era, pues falleció hace dos años, dejándome desolado y tratando cada minuto de recuperar el recuerdo de nuestras noches en Solomillo, cuando fuimos tan felices bajo las palmeras del oasis, iluminados cuando hacíamos el amor por la luz mágica de la luna creciente.

En realidad, Solomillo no tiene ningún atractivo que ofrecer al visitante, a no ser su pequeño museo de arte egipcio, llenos siempre de moscas sus expositores que no guardan mas que unas pocas piezas sin interés y desportilladas. El laberíntico trazado urbano contiene una mezquita y una diminuta iglesia copta. A pocos kilómetros, el oasis que cité, el Wad-Akham, alivia lo tórrido de los días. Fue allí donde el camellero Mahmut, un hombre sabio, no supo responder a mi pregunta de por qué lo de Solomillo. Se aventuró a hablar de  la ocupación napoleónica del territorio, pero no entendí ni sigo entendiendo qué conexión puede haber entre una cosa y otra.

¿No será lo de Solomillo una deformación? ¿Tendrá algo que ver con el rey Salomón, habitante del cercano reino de los judíos? Salomón, Solomón, Solo-Nilo... ¿Y con Ptolomeo? Ptolomeo, Tolomello, Tolomillo... Ni idea. Tal vez alguno de ustedes pueda lanzar una hipótesis. Le quedaría muy agradecido (mi correo pgili52@gmail.com)
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sábado, agosto 26, 2023

La caña

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Siendo niño, recibí en una ocasión un regalo incongruente: una caña de pescar. El pequeño artefacto era todo de plástico y se componía de dos tubos huecos de color crema por los que discurría un sedal rojo, un mango forrado de tiras igualmente de plástico y una especie de carrete parecido al del esparadrapo con una protuberancia que hacía funciones de manivela. Lo mejor de la caña era sin duda el anzuelo, porque era un anzuelo de verdad. 

Esta caña, que me acompañó en un par de ocasiones durante nuestras dominguerías familiares en una ribera pueblerina, se mostró por completo inoperante. Sentado sobre una piedra del arroyo y cebado el anzuelo con un trozo de pan, me llené de una frustración que crecía por minutos, una frustración que se completaba con los sarcasmos que me dedicaban mis familiares, alrededor todos ellos de la paella, cuando me veían aparecer caña al hombro, con expresión sombría y sin nada en las manos.

Decidí no volver a intentarlo. Fue así que en vez de pescador de peces, me hice pescador de toallas. Y es que, sentado en la taza del wáter mientras efectuaba mis deposiciones, entretenía el momento arrojando al suelo lo más lejos posible la toalla del lavabo, la del bidé y hasta una de baño (nuestro baño familiar era estrecho y muy largo, como un estuche de estilográfica). Entonces, desde mi puesto privilegiado, lanzaba el hilo, el anzuelo se enganchaba en alguna de ellas casi siempre y arrastraba hasta mí la pieza capturada. Conseguidas las tres toallas o las que fueran, el juego daba comienzo de nuevo.

Es cierto que con esa caña de juguete no pesqué ni un maldito pez; pero un rápido cálculo me hace estimar en 824 el número de toallas conseguidas. Me extrañaría muchísimo que haya habido o siga habiendo en el mundo un solo habitante que superara, o al menos igualara, este récord que sigo detentando. ¿Conocéis a alguien?, ¿a que no?

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martes, agosto 22, 2023

El bombazo

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Hola, buenas tardes, señores. Me llamo Uzo Katawaka y soy un hibakusha, un superviviente del bombardeo de Hiroshima, y por lo tanto, una persona rechazada por mis compatriotas, que veían en mí un peligro de contagio, de transmisión de malformaciones además de representar para ellos un recuerdo amargo de nuestra derrota. Sobrevivir me hizo un desgraciado, así que un día decidí abandonar Japón.

Tras muchas peripecias y tribulaciones que serían muy largas de contar, acabé en España, extraño país, donde formé parte del elenco de artistas del Teatro Chino de Manolita Chen. Allí, y gracias a las úlceras, cicatrices y bulbosidades que marcaban mi cuerpo, fui conocido como "Chin-Chong, el monstruo venido de la China".

Salía al escenario tras la actuación de una pareja de humoristas disfrazado de falso chino, con sombrero cónico, largos bigotes y no menos larga coleta. Me desplazaba a todo lo largo del escenario a pasitos cortos, de un lado a otro, moviendo acompasadamente los índices de las manos arriba y abajo mientras sonaba una música de xilófono y platillos. Pasado un rato, me detenía en el centro del escenario y me abría el kimono, me quitaba los pantalones de imitación seda y me exhibía de frente y de espaldas. El grito de horror que emitía entonces el público era indescriptible. Y es que el famoso Hombre Elefante a mi lado, hubiera quedado a la altura de un tabi.

Charla entre Uzo Katawaka y el señor Chen, empresario del Teatro Chino y esposo de Manolita Chen:

Sr. Chen: Yo sel astuto como sol.lo, honolable Uzo. Tlas el susto, el público lesibil a las señolitas vedetes con muchísimo aglado, con un aglado redoblado, ¿me entiende? Y salil del teatlo muy felise tlas la apoteosis de las pluma y las tetita y los culito.

Uzo: Pero tal éxito redundará en mi sueldo semanal, ¿no es cierto?

Sr. Chen: Clalo que sí, honolable amigo. Yo pagal 7000 mil peseta en metálico y 5000 peseta de whisky cada vielnes. Solo Manolita cobla más que usted.

Fue así que, repentinamente, me convertí en la estrella que llenaba el teatro de un público ávido de morbo y sexo y al que apenas interesaban ya los números de Emilio el Moro, los Hermanos Calatrava o Manolo Puentegenil, ídolo de la canción española. Gané mucho, mucho dinero.

Tanto dinero gané que hasta una de las coristas, Pepita, se enamoró de mí y no le importó casarse conmigo cuando abrí la puerta del chalet en Torrevieja que pude adquirir para pasar allí los templados inviernos, que era cuando el Teatro dejaba las giras. Y no solo eso, sino que Pepita (¡qué tipazo tenía entonces mi Pepita!) me hizo padre de Magdalena y de Hiroki, nuestros hijos, la parejita, que nacieron sin haber recibido herencia alguna de mi sometimiento a la radiación nuclear. Eso sí, para mi sorpresa, ambos tenían rasgos chinescos en vez de nipones. Al igual que en nuestra boda, sus padrinos de bautizo fueron el señor Chen y la propia Manolita Chen.

Lo demás, ya lo pueden imaginar. Me adapté a la perfección a este extraño país, me interesé por su cultura y su idioma y hasta, durante más de veinte años, fui socio del Real Betis Balompié. También hace veinte años que me jubilé. Puedo decir que he sido feliz.


Petor Calamocha. "Cuentecillos atómicos". Ed. Puskas, Budapest, 1971
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Tormento

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Me han trasladado desde el Cilindro y he sido condenado al castigo más cruel que se contempla en nuestro Código. Tras el proceso de reducción seré anclado a un neutrón de einstenio y obligado hasta la muerte a escuchar el zumbido perpetuo de su nube de electrones.

Petor Calamocha. "Cuentecillos atómicos". Ed. Puskas, Budapest, 1971