lunes, agosto 17, 2020

"Luna de agosto" (microcuento veraniego)

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LUNA DE AGOSTO

(microcuento veraniego)


La luz de la luna iluminaba la calleja de los faroles rojos y rayó con sombras horizontales el blanco de mi chaqueta en cuanto me situé tras las persianas de bambú del "Bayuè Yuèhang". La última vez que estuve en el establecimiento del señor Wu fue seis años atrás, cuando fui sacado de él a patadas por uno de sus sirvientes. Ahora, volvía a Singapur acompañado por el fiel Kap'ng, un dayak de Borneo que dominaba varias disciplinas muy necesarias a la hora de negociar con tipos como Wu.

No fui reconocido cuando abrieron el ventanuco de la puerta lacada. Poco tenía que ver ya con aquella especie de mendigo desharrapado en que me convertí por el amor al opio y por el amor a Yasmine. Por fortuna, todo había cambiado. Antes de acceder al fumadero, fui agasajado con un cuenco de té de jengibre. Nada predispone más a la bienvenida que un traje de lino, unos zapatos lustrosos y un peinado de estrella de cine. Al menos eso debió pensar el sicario que ordenó a una muchacha que me lo sirviera. Kap'ng quedó fuera, en la noche. Atento.

Todo estaba en silencio en el interior a pesar de que todas las habitaciones debían estar ocupadas. En el momento en que me interesé por una de ellas, una orden seca, de una sola palabra, hizo que expulsaran con rapidez al que la ocupaba. Era un esqueleto humano bien vestido, que ni siquiera protestó. Antes de entrar en la habitación, observé que la luz roja se escapaba a través de las rendijas del despacho de Wu. Luego, me quité la chaqueta y los zapatos y me tendí en la chaise longue reservada a los occidentales. Otra muchacha distinta, pero igual de bella que la que me sirvió el té, comenzó a preparar una pipa de opio. Abrió mucho los ojos cuando le pregunté por Yasmine. "No estar", fue cuanto me dijo. Imaginé que estaría con Wu y con ese pensamiento comencé a adormecerme en cuanto dí las primeras caladas. La muchacha se sentó a mi lado. Había encargado a Kap'ng que no comenzara su trabajo hasta pasada una hora. No se puede desperdiciar, así como así, una pipa de opio del "Bayuè Yuèhang" y mucho menos la compañía de una mujer como aquella. Sentada a mi lado, la acaricié íntimamente hasta alcanzar su secreto de tibio metal. Era, en efecto, una de las muchachas de Wu. Tal como me había contado Yasmine, todas y cada una de ellas, llevaban cosidos los labios de la vulva con un cordón de oro que impedía cualquier clase de penetración.

Cuando mi reloj marcó las doce, el silencioso Kap'ng entró en la habitación. Era de una eficacia admirable. Había cercenado los cuellos del portero y del vigilante y llevaba sus cabezas agarradas de las coletas. La ancha hoja de su cuchillo curvo refulgía limpia a la luz de las velas perfumadas. No hizo falta preguntarle: la muchacha de Wu, aterrorizada, señaló el camino del despacho. El sicario que intentó impedirnos el paso, corrió la misma suerte que sus compañeros. Kap'ng se echó las tres cabezas a la espalda e irrumpimos en el despacho de Wu. Lo sorprendimos tendido en un diván. Yasmine le masajeaba los pies. La muchacha me reconoció de inmediato y se llevó una mano a la boca ahogando un grito. Wu se incorporó y sacó un revólver de la sobaquera a la misma vez que Kap'ng sacó una pequeña cerbatana de la suya. A iguales tiempos, mi dayak siempre gana. Un dardo envenenado se clavó en la tráquea de Wu, que acabó como lo encontramos: tumbado en el diván. A Kap'ng es difícil convencerlo de que haga descansar a su cuchillo una vez puesto en movimiento. Depositó las cuatro cabezas sobre la lujosa mesa de teca. A la vista de ellas, pareció que los dragones que decoraban las paredes del "Bayuè Yuèhang" iniciaran una danza entre volutas de opio y sándalo.

Como había ordenado a Kap'ng, un rickshaw nos estaba esperando en la calleja trasera. Tomamos la dirección del puerto bajo la llovizna perpetua de Singapur. En el trayecto, besé largamente a Yasmine. "Tú sacar a mí de Wu", me había pedido la última vez que nos vimos. Y yo se lo prometí. En pocos minutos, estaríamos a salvo a bordo del Cephalonie. Ella, mi maestra en las más sofisticadas artes del amor, me había enseñado que el cordón de oro solo era necesario cambiarlo una vez al año, durante la luna de agosto. Recordándolo, pedí a Kap'ang la bolsita de seda, la desaté y deposité su contenido metálico entre las manos de Yasmine. "Es mi regalo de compromiso", le dije, y ella sonrió emocionada. En sus manos, blanca flor de loto abierta, un largo cordón de oro, arrollado en círculo, brillaba como una fúlgida serpentina.

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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 15

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15

Cuéntase, que, dado el carácter itinerante de su puesto de trabajo en Telefónica, un joven Julián de Capadocia se vio un día en Málaga con la misión de establecer unos nodos de comunicaciones de doble filamento. Siendo que terminada su labor y con la caja de herramientas al hombro, decidió caminar hacia el hostal Victoria donde pernoctaría. Fue cruzando la calle Larios, la populosa arteria de la bella ciudad mediterránea, cuando se topó con un grupo de gente reunida en torno a un individuo que peroraba a grandes voces subido en una caja vacía de botellines de Cruzcampo (detalle este que no acababa de gustar a los nativos que le escuchaban, según le informaron más tarde). "¡Yo soy la voz que clama en el desierto!" —decía aquel hombre, brazo en alto, que se vestía con una piel de camello a modo de faldellín— "¡Aliviaos de vuestros pesares porque la muerte no existe; solo estamos sometidos a un proceso continuo de dispersión y concentración!"

Aquella persona y aquella disertación interesaron muchísimo a Julián, hasta tal punto, que esperó a quedarse a solas con el orador, dispuesto a asaetearlo a preguntas. Se encontraba fascinado.

Me llaman el Zacarías, o el Profeta; pero ya ves, hijo mío, mis admoniciones caen en saco roto, porque en cinco horas que me he pasado subido en la caja, dale-que-te-pego, solo he conseguido un puñado de pesetas cuando he pasado la gorra.

Si usted me permite, yo tendría mucho gusto en invitarle a algo —dijo Julián con la voz turbada por la admiración—, y así me explica algunos conceptos que no me han quedado claros.

Nada me agrada más que un convite, muchacho, acostumbrado como estoy a alimentarme de raíces y miel silvestre; así que voy a ponerme la camiseta y voy a dejar que me agasajes en un sitio que conozco, que ya me encargo yo de aclararte todo lo que quieras que te aclare.

Sí, sí, por favor, señor Zacarías; me interesa mucho lo de la dispersión y la concentración, pues es algo a lo que vengo dando muchas vueltas desde hace una temporada —dijo Julián, que iba cargado con la caja del Profeta como un privilegio y haciendo cuentas mentales de cuánto podría costarle un platito de chanquetes y dos cervecitas en cualquier taberna, porque sus dietas eran muy limitadas. Pero no fue a ninguna taberna donde el Profeta lo introdujo, sino al Chinitas, célebre restaurante donde nada más sentarse ambos a una mesa (el Profeta era tratado allí con tanta deferencia como guasa), el orador comenzó a encargar platos de frito variado en variadas cantidades.

Verás, muchacho —comenzó a explicar aquel visionario mientras consumía boquerones a puñados y trasegaba copas de Barbadillo a rebosar—, ante todo, debemos alejar de nosotros toda idea de trascendencia, ¿estamos o no estamos?... Ah, perdón, disculpa, que llegan los calamares... ¿Sabes?, lo que debemos considerar es que la muerte es solamente, ¡ay, qué ricos los calamares, por Dios!, un punto de inflexión, el comienzo de una dispersión de la materia, ¡porque, oído al parche, no hay nada más que la materia!... ¡Anda, mira quién entra por la puerta!, ¡mi amigo Gregorio!, ¡Gregorio, ven, tómate una copita con nosotros, anda!

A la misma vez que un camarero ponía en la mesa un platazo de salmonetes y una segunda botella de vino, el tal Gregorio, un tipo bajito, un poco calvo, patilludo, y que al andar daba saltitos como de gorrión, se acercó a ellos: "¡Norl, norl, Sacaría', que hoy me hase pupita er fistro diodenarl, ¿te da' cuén?", dijo aquel personaje estrambótico que se marchó tal como había llegado, andando con la punta de los pies y con una mano puesta en los riñones, no sin antes haberse llenado los bolsillos de croquetas.

¡Jojojo! —rio con ganas el Profeta acercándose una fuente de papas aliñás —¡qué gran tipo este Gregorio! Es un flamenco chusmeta, pero hasta ha estado en Japón, el tío... Seguro que un día se hace famoso, ya verás... Bueno, ¿por dónde íbamos? Ah, sí, por lo de la materia... Pues verás, lo maravilloso de este proceso, y aquí tienes que estar atento, ¿eh?, es que cabe la posibilidad, ¡pero qué adobo más magnífico!, de que ahora mismo tu cuerpo albergue un átomo de silicio que antes estuvo en el pezón izquierdo de Marilyn Monroe. ¡Esa posibilidad es la que en realidad nos hace inmortales!, ¿tú me entiendes lo que te quiero decir? (y aquí soltó un mal disimulado eructo) ¡Inmortales!

A estas alturas de la charla, y siendo hombre de palabra, Julián de Capadocia debió excusarse un momento (dejando como prenda al metre su caja de herramientas y el anillo de la Comunión) para acercarse al hostal y extraer del doble fondo de su macuto varios billetes de mil pesetas. Con ellos pagó (con gusto, como declaró más tarde, por haber recibido aquellas enseñanzas que lo deslumbraron y que luego desarrollaría en varios opúsculos de su primera producción) el opíparo banquete del que estuvo excluido por falta de velocidad. En la puerta del Chinitas se despidieron y Julián, por primera vez, se vio obligado a irse a dormir a un parque. En concreto en un banco cerca de un burrito de bronce.

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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 14

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14

Julián de Capadocia, qué duda cabe, resulta muy temible para muchas personas en cuanto, por ejemplo, saca de su Pera alguno de sus "objetos de meditación" con la intención de entablar un diálogo con cualquier prójimo que se le ponga a tiro. Otras personas, en cambio, encuentran muy agradable su compañía. Es lo que le sucedió a Teófilo Migrañas cuando coincidió con Julián en la consulta del veterinario. Ambos, Teófilo y Julián, llevaban a sus respectivos perros a que los examinaran, aquejados los dos de diversas patologías. A Zaratustra, el mestizo de labrador de Julián, le habían salido unos orzuelos supurantes; Piticlín, el chihuahua de Teófilo, sufría de hemorroides y convulsiones.

—Hay que ver, don Julián, lo distintos que son nuestros chuchos en tamaño, carácter, color, raza... y, sin embargo, a los dos los llamamos perros.

—Así es, amigo Teófilo. Nuestro mundo sensible, sujeto a toda clase de cambios, admite tal paradoja; pero en el mundo ideal, todos los perros responden a la idea de perro, que, aparte de perfecta, es inamovible. En ese mundo, todo es estático y como digo, perfecto.

A estas alturas de la conversación, varios propietarios de mascotas que también se encontraban en la consulta, cambiaron rápidamente de asientos, agolpándose en un rincón de la sala de espera como en un refugio atómico.

—Y lo mismo que sucede con los perros, sucede con todo —continuó Julián—. Con los árboles, los muebles-bar, los triángulos, el amor, la amistad...

Ay, sí; qué bonitos el amor y la amistad, don Julián, ¿hay algo más bello, más grande? —dijo, soñador, Teófilo, a la vez que acercaba una golosina al hociquillo de Piticlín. —Ahí sí que existe una correspondencia exacta entre lo sensible y lo ideal, ¿no es cierto? (dicho lo cual, emitió un tierno suspirito).

¡Cómo que "correspondencia exacta", señor mío! —llegado a este punto, Julián de Capadocia se sulfuró, porque se sulfura mucho cuando alguien se desvía del camino que pretende mostrarle—. ¡Eso es exactamente lo más terrible de la vida, señor Teófilo, el que no haya correspondencia alguna!... Saber que el amor eterno en todas sus manifestaciones puede ser perecedero y que la amistad, por muy íntima y prolongada en el tiempo que sea, siempre puede romperse por cualquier fruslería, hace de este mundo, un mundo ingrato. ¡Esa posibilidad lo derrumba todo!, ¡todo! ¿Es que no lo entiende? ¿Qué nos queda, a qué podemos asirnos cuando asumimos esta certeza? No nos queda nada porque nada puede quedar en esta transitoriedad en la que vivimos sumidos...

Una llamada, surgida del altavoz, vino en ayuda del contertulio de Julián de Capadocia:

"Señor Migrañas, ya puede pasar a consulta con Piticlín"

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miércoles, agosto 05, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 13

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13

Son varias las fechas que, de manera infructuosa, se han barajado hasta ahora para fijar el momento en que Julián de Capadocia pronunció su famoso discurso conocido como "el sermón de la Peña" (llamado así, no porque lo expusiera desde alguna elevación natural del terreno, sino porque lo hizo subido a una silla en la Peña Deportivo-Cultural de la que es socio).

Sin entrar ahora en detalles, nos limitaremos a consignar que entre los ruidos que producían los jugadores de dominó de una mesa, con profusión de gritos, juramentos destemplados y fichazos sobre el mármol, se escuchó la voz de uno de los participantes, que enfadado por no ganar una sola partida en toda la mañana, preguntó al aire: "¿Pero qué sentido tiene la vida?", momento que aprovechó Julián para, como decimos, encaramarse a una silla, elevar el brazo derecho y con el índice extendido, pronunciar las primeras y célebres palabras de su sermón, aquellas que fueron: "La vida no tiene sentido alguno, es por completo absurda, señor mío", lo que provocó que los jugadores de dominó guardaran embobado silencio y que Zaratustra, el fiel perrazo de Julián, se tendiera a sus pies, dispuesto a continuar su siesta perpetua.

"La vida no tiene sentido alguno, es por completo absurda, señor mío. Somos nosotros, en último caso, los que debemos darle sentido. ¿Cómo? Pues entiendo que completando diversas etapas; la primera de las cuales, podría ser ir descargando de piedras esa mochila que llevamos a la espalda y que nos colocaron a poco de nacer. Carga onerosísima formada por piedras de diverso tamaño y peso que hemos ido acumulando durante años: prejuicios, información interesada, deseos, miedos, bulos... Solo librándonos de ellas, podremos transitar por la vida con el objetivo de darle el sentido que perseguimos, que no es otro que gozar de la belleza, tanto la natural como la producida por el hombre, aprender de todas las disciplinas, y procurar que el queso y el vino, de todo poquito, pero de todo bueno, lo compartamos con uno o varios amigos y con la persona amada. Llegados a este estado, poco nos costará alcanzar el objetivo final: darnos a los demás, aliviar los sufrimientos de los que sufren y, si es posible, aspirar a la santidad laica, cuando no al misticismo. Este es el sentido de la vida, señores. Un sentido, que podemos resumir en un sencillo precepto: amaos los unos a los otros".

Cuenta Pascual, el camarero de la Peña, que en cuanto acabó el sermón, cayó en la cuenta de que el vino Don Simón, con que, a escondidas, rellenaba las botellas de tinto del Mercadona mientras Julián de Capadocia peroraba, se había convertido en un gran reserva de Ribera del Duero.
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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 12

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El hecho que precipitó la prejubilación como empleado de Telefónica de Julián de Capadocia, fue un accidente de tráfico (lo atropelló un ciclista) que, aparte de producirle lesiones irreversibles en una pierna, lo mantuvo ingresado en el hospital durante una veintena larga de días. Fue allí, en el hospital, donde el grupo de compañeros de trabajo que vino a visitarlo, le hizo entrega de un regalo que lo puso muy contento: nada menos que una esfera de cristal. "Como siempre nos estás dando el latazo con lo del Ser y el Todo y las dichosas esferas, pues los muchachos y yo habíamos pensado que...", dijo Gutiérrez.

Nada más tenerla en sus manos, Julián comenzó a acariciar aquella esfera de cristal incoloro y purísimo —pues no se observaba en ella la mínima mácula en la superficie, ni siquiera una burbujita de aire aprisionada en su interior— con un placer que transmitió a los visitantes e incluso a su compañero de habitación (un señor operado de escoliosis llamado Gregorio). "Es el mejor regalo que podríais haberme hecho, amigos. Seguro, que con un poco de práctica, hasta podré escuchar la música que desprende...", dijo Julián mientras algunos de ellos se daban con el codo y sofocaban risitas. "Venga, Julián, deja ya la bola, que te pareces a Rappel. Nosotros nos marchamos, que ya está aquí la enfermera con la cena... Pero qué guapísima es usted, señorita enfermera" (Gutiérrez era y sigue siendo un hombre anclado en el pasado).

Aquella misma noche, y de cama a cama, Julián de Capadocia entabló una interesante charla con su vecino, teniendo la bola en su regazo: "Mire, amigo Gregorio, esto es la perfección de la forma —y cuando decía esto, elevaba la esfera sobre las puntas de los dedos extendidos de su mano derecha—. Una bella metáfora del Ser que se lleva representando desde los tiempos pitagóricos y la escuela eleata, aunque luego se comprenda que el Ser no pudiese contenerse en una esfera en tanto que es la totalidad, porque si la Nada no es, está imposibilitada para rodear algo ¡y mucho menos el Ser!, por lo que la teoría del Big Bang debería ser desechada; pero, ojo, ello no resta la más alta belleza a esta geometría sin caras, sin posible perspectiva, el más adecuado objeto de meditación que pod...". Para cuando llegó a lo del objeto de meditación, hacía ya rato que su compañero de habitación se había quedado frito, borracho de oxígeno y sedado de valium.
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