viernes, noviembre 29, 2013

Placeres Mundanos, nº 30

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Tarta de piña... ¡a toda leche!

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Mi gran amiga, la Hermanita Bernardina, sabedora de mi carácter de cagaprisas y de mi compromiso de atender a unos invitados, me pasó la receta que a continuación muestro a mis alumnos. Se trata de una tarta de piña que se distingue por la rapidez de ejecución y lo sencillo de sus ingredientes; así que sin más dilación ¡zoooooooooooom! vamos a ella.


En la primera foto he dispuesto algunos de los elementos que vamos a necesitar, pero, siguiendo mi costumbre, no están todos, porque esta foto es más bien de adorno, como simple encabezado. En resumen, una chorrada (fig. 1). Así que dejándonos de tonterías, lo primero que vamos a hacer es engrasar un molde (fig. 2). Algunas personas acostumbran a hacerlo extendiendo un poco de aceite con un pincel, en cambio yo, prefiero utilizar la mantequilla y los dedos, pues así recuerdo aquellos veranos en los que Charlize Theron reclamaba en la playa mis servicios: “Sapristín, ven acá, y ponme crema Nivea en la espaldita, cariño” ¡Ah, qué veranos felices, qué masajeos interminables!

Diré que el molde que he empleado es redondo y con la base desmontable, ingenioso método que servirá posteriormente para desmoldar sin problemas. Bien, una vez engrasado, dispondremos sobre él una lámina circular de hojaldre La Cocinera o similar, cortando con el cuchillo el borde sobrante, aunque a mí me gusta hacer un doblez (fig. 3) . Es esta una labor muy agradecida pues parece devolvernos a aquellos tiempos infantiles en que jugábamos con la plastilina.


Siguiente paso: en un bol, jarra, vaso de batir o similar, pondremos: 250 gr de piña en su jugo, de piña de lata, vamos (que también podría ser en almíbar para los más golimbros), 4 huevos, 3 rebanadas de pan de molde –yo lo utilicé blanco y sin corteza- , 70 gr de azúcar, 150 ml de leche, 150 ml del jugo de la piña y para terminar una ampollita o cucharadita de aroma de vainilla. Yo utilicé las que vienen en monodosis de esa marca con nombre de médico de campo de exterminio, Dr Oetker  (fig. 4).

Una vez todo dispuesto en el recipiente, le pegamos un batidorazo hasta hacer de los ingredientes una crema que verteremos en su camita de hojaldre (fig. 5). Con el horno precalentado a 180 grados, introduciremos el cacharro a baja altura y lo dejaremos allí unos 20 minutos. Bueno, ya saben que esto de los tiempos de horneado funciona según el modelo y marca de los mismos, así que mejor nos fiaremos de nuestros ojos, siempre escrutadores desde el otro lado de la ventanita (fig. 6).


El caso es que extraeremos de su encierro la tarta y comprobaremos que la mezcla está lo bastante cuajada como para soportar en toda su superficie el peso de la almendra laminada con que la cubriremos (fig. 7). ¿No se hunden las escamas tal un barco de tela metálica? Pues sí es así, tras la cubrición, meteremos de nuevo la tarta en el horno otros 15-20 minutos (fig. 8) hasta que se ponga doradita como las mamas de una señora acostumbrada al top-less veraniego (fig. 9).

Realmente, es aquí donde se encuentra la única dificultad que podría tener esta receta, por lo que es aconsejable que de vez en cuando pinchemos nuestra tartita con un palillo, brocheta de pinchito o aguja de hacer punto hasta comprobar que sale seco tras la cata. De la misma manera, si notamos que la tarta se broncea más de lo preciso y el relleno no está cuajado del todo, podemos cubrirla con un trozo de papel de aluminio.

Terminado todo el proceso, sacamos definitivamente la tarta de su particular infierno, esperamos que se enfríe y pasamos a decorarla con algún perendengue. Servidor lo que tenía a mano fueron una especie de bolitas de anís -recuerden, el alimento base del ratón de Susanita- y unos fideos de chocolate (aunque confieso que al principio me equivoqué de bote y esparcí pimienta negra en grano, ¡menos mal que no fue en polvo!).

El soberbio resultado final lo pueden contemplar en sus pantallas, así como el aspecto que adquirió el pastelazo una vez fue atacado por la carcoma de los invitados. Vale, las fotos son muy malas, pero no irán a exigirme que aparte de maestro confitero me haga émulo de Ouka Leele, ¿verdad? Es que Uds. son insaciables. 


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martes, noviembre 19, 2013

Historias Mínimas: El Juego del Gorila.

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A Marco


      Me encontré una cuerda muy larga, de plástico, de las de subir y bajar persianas. Quise darle una utilidad. La primera fue hacer con ella el nudo corredizo de horca que me había enseñado mi tío. Un nudo como los de las películas del Oeste. Me salió muy bien. Luego me inventé un juego. Era la hora de la siesta y en la calle no había niños. Con tanto calor muy pocos nos atrevíamos a salir. Bien. Allí solo, nadie me molestaba. Até la punta de la cuerda a la reja de una de las ventanas de la Pepa, una vecina que vivía en un bajo. La otra punta, el lazo corredizo, me lo pasé por el cuello. Luego, con un palo y haciendo de la cuerda radio de una circunferencia, tracé sobre el suelo de albero del patio, un semicírculo. El interior de ese semicírculo sería mi territorio. El de fuera el de los amigos que quisieran jugar.

    Cuando se fue el calor y los niños del bloque comenzaron a salir a la calle, les conté a mis amigos que me había inventado un juego. “¿Cómo se llama el juego?”, me preguntó el Luis. “El juego del Gorila”, le contesté. Luego les enseñé las reglas e hicimos un ensayo. Aquella primera vez yo haría de Gorila. Mis amigos, seis o siete, entrarían en mi territorio dispuestos a molestar al Gorila dándole pellizcos o burlándose de él. La misión del Gorila era atrapar a alguno de ellos para sustituirlo en su puesto. Me di cuenta que era muy difícil atrapar a nadie. En cuanto se sentían perseguidos, se ponían a salvo pasándose al otro lado del semicírculo. Poco a poco el Gorila, o sea, yo, se fue enfadando. Y cuanto más se enfadaba, más aumentaban las burlas de mis amigos. “¡Gorila, gorila, gorila!”, gritaban a coro, moviéndose como un enjambre de abejas molestas. Entre los pellizcos y las burlas que me hacían, me fui llenando de ira. Me convertí en un Gorila furioso. En un pequeño gorila de verdad. Uno de mis amigos, el Eduardín, me dio una patada en el culo y aquello fue más de lo que pude aguantar. Rabioso, me fui para él. Era tanto mi enfado que me cegué. Olvidé la línea de demarcación, la frontera tras de la cual se puso a salvo aquel maldito. 

    El efecto de mi violenta carrera se produjo. La larga cuerda se tensó -¡toinggg!-, el nudo se estrechó en mi cuello y, por inercia, gravité un segundo formando un plano horizontal con respecto al suelo. Caí de espaldas. Todas las leyes de la física se aliaron para que el golpe fuera muy fuerte y la cuerda dejara su marca en mi cuello. Mis amigos dejaron de burlarse y me liberaron de aquella prisión de plástico que me ahogaba. Luego, cuando comprobaron que no había ocurrido nada grave, pretendieron retomar el juego. Pero yo no tenía ganas. Y como era el dueño de la cuerda, la desaté de la reja, hice un ovillo y enfurruñado, me la llevé a mi casa. Me quedé allí a merendar y a ver la tele y no salí en varios días. El Juego del Gorila jamás pasó de aquel ensayo.
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miércoles, noviembre 13, 2013

Damero Mardito, nº 54 (noviembre)

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La alegría de la tuerta. 

    Cuando don Francisco “el Labioso”, nuestro maestro, murió, la clase en pleno tuvo que asistir a su misa funeral. Teníamos once o doce años y era la primera vez que íbamos a un ceremonial tan de personas mayores. En la misa estuvimos muy formalitos, pues el tener tan cerca de nosotros el ataúd donde habían encerrado a don Francisco, nos impresionaba mucho. Luego, cuando el cura terminó el responso, desfilamos ante la viuda para darle el pésame. Nadie sabía qué decirle a aquella mujer que parecía nuestra abuela; menos mal que el Prieto Gallardo, que era uno de los grandullones de la clase, me susurró al oído: “Tú dile, ‘la acompaño en el sentimiento’ y ya está”. Me encargué de repetir el mensaje entre otros compañeros y al rato, todos estuvimos informados. Uno a uno, le fuimos dando la mano a la mujer —¡cómo imaginar que en la misteriosa vida de maestro de escuela de don Francisco, cupieran una esposa y unos hijos!— mientras repetíamos la fórmula que resultó ser mágica porque al final, hasta don José, el director, nos felicitó por nuestro buen comportamiento y nuestra buena educación al decir “La acompaño en el sentimiento”. 

    Nunca supimos de qué murió don Francisco a no ser que la causa fuera la pura vejez. Cuando cayó enfermo ya no daba clases y solo se encargaba de la logística del comedor; era, en sus palabras, ecónomo. De todas formas, de vez en cuando abría la puerta de nuestra clase interrumpiendo la lección del joven don Carlos o don Julio con la prerrogativa de una soberbia veteranía, asomaba su cabezota de ogro, se alzaba las gafas dejando sin defensa sus ojos de camaleón y nos barría apuntándonos con su dedo índice como si fuera una ráfaga de ametralladora: “¡Me estoy muriendo… Pero que sepan todos ustedes que me han matado, que son los culpables de mi muerte!, ¡que quede en sus conciencias esta muerte!”, tronaba con su voz de acatarrado crónico. Seguidamente carraspeaba, arrancando de la profundidad de sus bronquios y bronquiolos, materia suficiente para formar en el discurrir ascendente por la tráquea, uno de sus célebres salivazos, un gargajo desaforado que, como era costumbre inveterada, escupía sobre un pañuelo gigante. Aquella casi sábana lo albergaba no sin que antes don Francisco lo inspeccionara con sus ojos de sapo para, a continuación, envolverlo entre pliegues y devolverlo a su pantalón. 

    Yo no se lo dije nunca a nadie, pero cuando me enteré que don Francisco “el Labioso” había muerto, me alegré un poquito. Yo era un niño. Ahora me levanto las gafas como se las levantaba don Francisco, pero tendré pañuelos de papel. 
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¿Que dónde conseguir el Damero Mardito de este mes? Pues como siempre, en su kiosco habitual y gratis total, pinchando aquí: El Damero del Vecind(i)ario.

Solución al Damero anterio (nº 53):
A. Jengibre, B. Áptera, C. Viruela, D. Insectos, E. Edad, F. Rayan, G. Narrase, H. Elíseos, I. Gozque, J. Retícula, K. Erales, L. Trampa, M. Esteras, N. Acidular, Ñ. Tonel, O. LSD, P. Apabullar, Q. Nidal, R. Talio, S. Ímprobo, T. Derrama, U. Ardiente.
Acróstico: Javier Negrete, "Atlántida".
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