viernes, junio 29, 2012

Movilgrafías: Los peligros del tabaco

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Uno de los laterales del ascensor del edificio que habito vuelve a convertirse en tablón de anuncios donde los vecinos exponen abiertamente sus cuitas. Si hace unas semanas se trataba de un anónimo orinador el que traía a mal traer a nuestro abnegado Presidente, es en esta ocasión una madre la que viendo en peligro la vida de sus hijos y de sus enseres avisa de los malos comportamientos de algún habitante de las plantas altas.

El llamamiento angustioso de esta mujer hace que nos solidaricemos con ella y olvidemos de inmediato las carencias de buena sintaxis y puntuación muestra su mensaje.
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martes, junio 26, 2012

Solución al Damero Mardito, nº 38 (junio)

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A continuación, pasamos a desvelar la solución al último Damero Mardito (nº 38, junio), aprovechando como siempre el momento para enviar un afectuoso saludo a nuestros distinguidos seguidores. Muchas gracias.

"Era una habitación vacía en forma de tumba grande. Las paredes estaban cubiertas de algo que parecía papel grueso sujeto con estaquillas de madera clavadas en la tierra."

A. Paquete
B. Esbelta
C. Trombón
D. Estampad
E. Rijosa
F. Suegra
G. Trébedes
H. Ridículo
I. Avecrem
J. Unívoca
K. Sandía
L. Suquet
M. Ladean
N. Arepa
Ñ. Garrafa
O. Apenas
P. Racha
Q. Gélida
R. Acceso
S. Nade
T. Tallin
U. Abuela

Acróstico: Peter Strauss, "La garganta".
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viernes, junio 22, 2012

"Violeta, la hija del enterrador", 4. Final

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Las moscas, indiferentes como el cosmos a lo humano y sus pasiones, seguían revoloteando sobre algún cadáver.
(del capítulo anterior).


4.


Durante algunos años se fueron sucediendo aquellas prácticas, atenazados sus protagonistas por una de las mayores fuerzas que se conocen, la de la costumbre. Pero a esta fuerza, con ser poderosa y estar aliada con un tácito acuerdo que beneficiaba a todos, supo hacerle frente, desarmarla y vencerla otra fuerza aún mayor, la del amor.

Fue así que apenas cumplidos los quince años (atrás quedaron sus compañeros de juegos, hospedados en ese espacio que la mente destina a los recuerdos entrañables) y secretamente embarazada de dos meses, a Violeta le atrapó por vez primera el torbellino que hace girar el mundo y entre sus espirales le fue dada a probar la miel de locura que a todos desboca el corazón, mas como no podía ser de otra forma fue la casualidad quien trajo a su vida al destinatario de sus suspiros.

Claro que Violeta, en la distancia,  había conocido a jóvenes de su edad, pero eran muchachos que formaban parte de la comitiva que acompañaba algún sepelio; muchachos tristes a los que el dolor anegaba en lágrimas, muchachos taciturnos a los que la soledad próxima les prestaba rictus de amargor. Fue por eso que cuando descubrió el semblante tranquilo de Thomas, con ese perfil que parecía irradiar la paz más completa, la niña quedó rendida de amor a los pies de la mesa. Porque fue allí, en la mesa de autopsias donde Violeta encontró al que consideró dueño de su persona y de su voluntad.

Era una soleada mañana de otoño, de esas que consiguen derretir las primeras nieves sin mucho esfuerzo. Violeta, ocupada en limpiar los cristales de la vitrina donde se guardaba el instrumental forense, tarareaba una canción mientras el fiel “Nicho”, ya ciego por la mucha edad, olisqueaba por los rincones en busca de cualquier restillo que pudiera echarse a la boca. Acostumbrada como siempre estuvo a todo lo relacionado con la muerte, Violeta no reparó en el nuevo inquilino que esperaba su turno hasta que una mano que asomaba bajo la lona que cubría el cuerpo llamó su atención. Una mano delicada a pesar de cerrarse en un puño que sugería fuerza y decisión. Violeta dejó su labor y curiosa, levantó por completo la lona de gutapercha descubriendo así al más bello mancebo que todas las imaginaciones del mundo puestas a imaginar a la vez la belleza, no consiguieran. Suspensa por la admiración, no pudo reprimir un hondo ay porque jamás en su corta como desgraciada vida se le había dado el contemplar tanta maravilla junta. Y es que el galán, aunque cadáver, conservaba todas las gracias que pudiera exigir una muchacha en edad de enamorarse. Sólo estropeaba un poco la visión el amoratado collar que le ceñía el cuello, señal inequívoca del origen de su muerte; pero por la misma circunstancia, para Violeta, hecha ya a los hábitos del doctor Sandbuch, este doncel presentaba la ventaja de ofrecer a la vista un “caramelito” (como ella llamaba a lo que a diario le ofrecía el doctor) de unas dimensiones y turgencias que solo el efecto vasoconstrictor que proporciona una soga en torno al cuello y un salto, pueden conseguir.

Un rato después, Violeta conocía la noticia de boca de su madre.

Pobre muchacho y pueblo maldito este, verdadero culpable de que tras años de rechazo tomara la fatal decisión. (Helga leía por aquellos días el Werther).

¿Qué ha ocurrido, mamá?— recabó una llorosa Violeta.

Thomas Seil. Tú no lo conociste. Volvió a Cainsdorf creyendo que la gente lo habría olvidado o que al menos habría perdonado su condición de ser hijo del antiguo verdugo. Pero no fue así. Ayer, cuando fue obligado a abandonar la cervecería de la Oca Roja, tomó el camino del bosque y se ahorcó de un roble.

¡Oh, mamá, cómo puede ser la gente tan cruel!… Pobre Thomas, lo siento tan cercano a mí.

Claro, hija. En cierta forma habéis sido almas gemelas. Desgraciado muchacho. Esta tarde vendrá el doctor para efectuarle la preceptiva autopsia (¡cuánto aprovechaba Helga sus lecturas!)

¡Y cuánto alarmó aquel anuncio el ánimo de Violeta! Tanto que, desatendiendo sus tareas, pasó el resto del día velando el cuerpo amado, intentando aprovechar la belleza intacta antes de que fuera destrozada por los artilugios del doctor Sandbuch. Decidida, Violeta depositó un beso en los yertos labios del muchacho. Su primer beso de amor. Fueron luego incontables los que siguieron.

Horas más tarde el doctor, que entró en la sala silbando despreocupado a la vez que se subía las mangas de la camisa dispuesto a comenzar su trabajo, sorprendió a la niña acariciando el negro pelo del cadáver en medio de débiles sollozos. Una descarga eléctrica, magnética, telúrica incluso, le recorrió la espina dorsal y, nublada la vista, tuvo que apoyarse en una silla para no desplomarse. El impacto recibido no fue tanto el no haber advertido aquella presencia, sino algo más terrible, la certeza de que Violeta ya no le permitiría nunca más la entrada a su alma por muchos que fueran sus desvelos ensayando ortopedias, y la constatación de que a sus ojos se había convertido en un anciano vencido de repente por el enemigo más temible en asuntos de amor: la juventud, aunque esta se manifestara en un cadáver. Así que después de recuperarse de la impresión, tanta fue la rabia acumulada en el estómago que estalló en su boca disparando formidables maldiciones a la vez que amenazaba a Violeta blandiendo el bastón. La pobre niña huyó despavorida de la sala de autopsias para abandonarse al llanto en el refugio de su propia cama. Más tarde y aleccionados por el médico, que dotó al episodio de características monstruosas, Helga y Leopold no solo no prestaron consuelo a su hija sino que por el contrario la obligaron a mantener su encierro en tanto Sandbuch no acabara con el asunto de Thomas Seil.

No había nada, no podía existir nada que pudiera paliar el dolor de Violeta, la noche se le antojaba eterna y el sueño ni era ni podía ser tampoco remedio a su locura. Mas todo llegó a tal punto que Violeta, desobedeciendo los dictados de la prudencia y decidida a eliminar cualquier otro valladar que se le hubiera puesto por delante, abandonó la cama impulsada por el enérgico resorte al que el amor presta toda su fuerza, y echando sobre sus hombros las propias mantas del lecho se dirigió donde reposaba el propietario de su corazón.

Thomas Seil, aserrada la bóveda craneal y descerebrado, con una enorme i griega pespunteada con cordel de coser sacos marcando su torso y abdomen, presentaba además un limpio tajo en el pubis, el que le había practicado un doctor Sandbuch que presa de los celos, resolvió cercenar la tersa masculinidad del muchacho. Ninguna de tan espeluznantes circunstancias alteró un ápice el ánimo ni los propósitos de Violeta. Las lágrimas que se deslizaban por las rosas de sus mejillas no advertían de una pasajera debilidad. Eran purísimas lágrimas de amor.

Se desnudó por completo y estremecida primero por el frío de la estancia y por el contacto con el mármol después, se tendió junto al cuerpo de su amado, abrazándolo y llenando de besos la terrible herida de su cuello. Después, como amante que buscara mayor intimidad a su relación, encontró cobijo en su hombro apoyando dulcemente en él su radiante cabellera. Acto seguido, deslizó sobre ellos la lona hasta que los cubrió enteramente.

A la mañana siguiente, alarmados por la ausencia de la niña, Leopold, Helga y el propio doctor Sandbuch que llegó a primera hora, entraron en la sala de autopsias. Bajo la marmórea mesa, lo primero que llamo su atención fue un botecillo de cristal azul cobalto que reflejaba el rayo de sol que penetraba por el tragaluz.

¡El preparado de arsénico para los embalsamamientos! —informó el médico cuando Leopold, asaltado por el más negro de los presentimientos, procedió, con un gesto resignado pero decidido a la vez, a alzar la lona. Ante los ojos de todos quedó al descubierto el conjunto que formaban los jóvenes amantes. El horrísono grito de Helga precedió al desmayo de su marido y al ataque de apoplejía que finalmente acabó con la vida del doctor Sandbuch.

A la misma vez que se desarrollaban estos sucesos, a los pies del roble donde Thomas se ahorcó, abonada la tierra con su líquida y viril juventud, desplegaba sus primeras hojas una planta de mandrágora.

F    I    N


© Sap, 11/11/08
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lunes, junio 18, 2012

"Violeta, la hija del enterrador", 3

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Iluminadas por la lámpara de carburo, también aparecieron impolutas sus mantillas blancas y fresco aún el colorete que habían aplicado a las mejillas.
(Del cap. anterior).


3.


No puede describirse el contento de Violeta cuando a la mañana siguiente su padre le hizo entrega del regalo aunque bajo la rigurosa promesa de no decirle nada al doctor, que tal vez no llegara a entender las necesidades de la niña. Por fin tenía el compañero de juegos que tanto anhelaba sin importarle su mudez ni su frialdad. “Le llamaré Chip” anunció Violeta a unos padres que contemplaban con arrobo el trío formado por su hija, el perro y Chip.

Ni que decir tiene que aquel primer amiguito, no pudo cumplir sus funciones más allá de cuatro o cinco días, por mucho que Violeta —sustituyendo el agua de colonia— lo rociara con el formol que guardaba el doctor Amelius en la sala de autopsias. Acostumbrada tanto por las lecciones del galeno como por sus incursiones en los gélidos dominios de éste y el conocimiento de sus huéspedes, nunca le dio importancia a la especial condición de Chip y mucho menos le causó aprensión. Mas con todo, cuando al rigor mortis sucedió la laxitud, la cianosis generalizada y los evidentes síntomas de descomposición, el desconsuelo de Violeta sólo encontró fin cuando Leopold, mientras volvía a enterrar al pequeño, le aseguró que en días sucesivos, nuevos amiguitos ocuparían el puesto dejado por Chip.

Así fue. Y a Chip le siguieron Chop, un niño de dos años gordezuelo como un lechón, Chap, Chup y Chispita, una chiquitina de rubios tirabuzones que por extrañas condiciones de su naturaleza consiguió permanecer casi una semana en compañía de Violeta. A todos los vestía y los desvestía, intercambiaba ropas, les cantaba nanas o los regañaba con esa diligencia que muestran las niñas cuando juegan a las mamás. Pero nada gustaba más a Violeta —cuando coincidía tener a varios de aquellos muñecotes juntos— que apoyarlos en un muro y jugar a la maestra imitando las actitudes del doctor Sandbuch, o darles de comer papillas de tierra y agua hasta que se les salía por entre los dientecillos de leche. Incluso para dotar de mayor realismo a su pandilla, aprovechó sus conocimientos botánicos y poniendo sobre los párpados de cada niño un poco de la resina que rezumaban los cipreses, quedaban pegados, consiguiendo de esta manera que permanecieran con los ojos abiertos, aunque eso sí, con expresión espantada, mirando sin mirar pero, lo que era mejor, sin importarles la cojera de la niña y su procedencia. Cuando el sol les daba de cara en la primavera maravillosa en que Violeta cumplió sus diez años, nada hubiera deseado más que inmortalizarlos en un daguerrotipo.

Por supuesto que resultaba doloroso deshacerse de sus compañeros en cuanto comenzaban a estropearse, pero quiso la suerte que la epidemia de gripe española que se extendía por Europa cubriese con su velo negro la región de Zwickau. Aquella circunstancia, que en tantos hogares sembró e hizo germinar la semilla de la desgracia, proporcionó a Violeta una inagotable fuente de amiguitos muertos. Curiosamente, el doctor Sandbuch jamás estuvo al tanto de aquellos esparcimientos puesto que en cuanto se anunciaba su visita y tal como sus padres le habían ordenado, Violeta escondía los cuerpos en la caseta del fiel “Nicho” (que no dejó de protagonizar varios estropicios), y pasaba con el doctor a la sala de autopsias a recibir sus lecciones.

Fue por aquellos días de lluvia incesante cuando el buen galeno realizó los primeros intentos por corregir la cojera de Violeta. Un prestigioso colega suyo de Frankfurt, abundando en una larga relación epistolar, pudo proporcionarle los planos para fabricar un aparato ortopédico de avanzado diseño. Con la colaboración de uno de los herreros del pueblo y del viejo Hausschuh, el competente zapatero de la Birnestrasse, consiguió realizar un prototipo que sobre lo artesanal era de basta apariencia, pero suficiente como para probarlo sin descanso en el pie de Violeta. La niña daba unos pasos arriba y abajo de la sala, era observada y volvía a sentarse para que el doctor procediese a ajustar la tornillería, el correaje o el ángulo de las pletinas. Muchos de estos ensayos tuvieron como espectadores a unos embelesados Leopold y Helga, que contemplaban los progresos de su hija con los ojos empañados por la emoción y con un agradecimiento hacia Sandbuch que llevaba a ambos a besarle las manos. Luego, cuando marchaban a sus labores y después de largo rato de prácticas, el doctor quitaba el zapato con arneses y teniendo a la niña en sus rodillas aprovechaba la soledad para dar paso a una conversación que se venía repitiendo desde hacía semanas:

¿Quieres un caramelito, Violeta? Ya sabes que tengo muchos caramelitos para ti si te portas bien —, le preguntaba acercando mucho su cara congestionada por el aguardiente a la carita de porcelana de la niña.

¡Uno de fresa, quiero uno de fresa Herr Sandbuch! —exigía Violeta agitada por la impaciencia.

Mientras la niña desenvolvía la golosina de su papel encerado, el médico, que a duras penas podía contener una respiración convulsa hecha de pequeños estertores, acariciaba el aparato ortopédico y seguía más arriba, más arriba, palpando bajo la falda los muslos de Violeta que, a su edad, comenzaban a adquirir formas definitivamente femeninas.

No le habrás dicho nada a tus papás de los caramelitos, ¿verdad? Ni de los masajitos que te doy para fortalecerte las piernas y lo demás, ¿verdad, pequeña?—, continuaba el doctor al que el acaloramiento había obligado a desprenderse de la chaqueta y a desabrocharse el cuello de celuloide.

No, no les he dicho nada —decía la niña pasándose con gusto el caramelo de un lado a otro de la boca, mirando distraída y quieta las moscas que revoloteaban sobre algún ocupante de la marmórea mesa de autopsias.

Así, así me gusta, Violeta. Ya sabes que también he descubierto el secreto de tus amiguitos, ¿verdad? Y que podría quitártelos y meterían a tu padre en la cárcel por insensato, ¿verdad?—, seguía el médico, entrecortando con pequeños jadeos su discurso—. Y ahora, verás, verás… tengo una sorpresa para ti, un caramelo nuevo… bueno, no es exactamente un caramelo, pero estoy seguro que te va a gustar mucho…

Y el doctor, ponía a la niña en pie y él mismo se levantaba de la silla resoplando y pasándose su enorme pañuelo por la frente que exudaba fuego. En el mismo momento de meter el pulgar en la cintura del pantalón, un oyente atento podría haber entendido las palabras que nacían temblorosas y salían sordamente atropelladas entre sus dientes:  “A ver si van a creer ese palurdo de Leopold y la redicha de la madre que mis desvelos para con su hija, mis clases y mis experimentos van a salirle gratis. Están listos”.

Cuando el doctor Amelius Sandbuch abandonaba minutos después la sala de autopsias con la chaqueta echada al brazo, terciada la chistera, un habano recién encendido en la boca y haciendo molinetes con el bastón, Violeta quedaba planchándose la falda con las manos, arreglándose los lazos de las coletas y deseosa como nunca de volver a la caseta de “Nicho” a recuperar a sus amiguitos. Las moscas, indiferentes como el cosmos a lo humano y sus pasiones, seguían revoloteando sobre algún cadáver.

(Continuará...)
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viernes, junio 15, 2012

"Violeta, la hija del enterrador", 2

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el doctor Sandbuch sabía que ante la cerrazón de los habitantes de Cainsdorf, la existencia de Violeta iba a ser muy difícil. 
(del cap. anterior)





2.

Así fue, y tanto las sospechas del buen doctor como la de los padres se cumplieron en los más crudos términos, pues llegado el momento de buscar escuela a Violeta, debieron vencer un sinnúmero de reticencias hasta que Fräulein Dunkel la admitió como alumna en su parvulario. Una vez allí y desde el primer día, Violeta dio muestras de poseer una singular inteligencia, lo que unido a su carácter bondadoso y a su simpatía, hizo que la maestra se decidiera a defenderla cuando a la hora del recreo era víctima de las crueles burlas y contundentes palizas de sus compañeros. La consecuencia de estos comportamientos no fue otro que, por un lado, el continuo ir y venir de Leopold y Helga a la escuela para expresar sus protestas por el trato que recibía su hijita y por el otro, sus auxilios casi diarios por restañar las heridas y hematomas con que cada tarde se presentaba Violeta en el cementerio. Todo fue inútil. Fräulein Dunkel se mostró impotente para gobernar a aquellos pilluelos al frente de los cuales se encontraba Joachim, el hijo del burgomaestre, en cuyas amenazas proferidas en el recio dialecto de la tierra se podía resumir el calvario de la despreciada:

—Pus comu a mí me toque un pelu esa coja piojosa, le arreu un sopapu que la descabezu…

Un par de semanas fueron suficientes para que Leopold y Helga se resignasen a la evidencia, tomaran la decisión de mantener con ellos a Violeta y asumiesen la tarea de su educación entre los muros del camposanto. Para tal fin, la ayuda del doctor Sandbuch fue inestimable, pues siendo hombre de muchos y curiosos saberes, aplicó a sus paseos con la niña la máxima de enseñar deleitando y desde la botánica a la entomología, todas las disciplinas encontraron en la despierta inteligencia de la pequeña una receptora ideal.

Sin duda, el cementerio era un envidiable campo de trabajo, no sólo por la profusión de plantas y animalillos que servían de ejemplos vivos a las clases de ciencia natural, sino que las esculturas y bajorrelieves que adornaban tumbas y panteones se prestaban como ideales muestras para imbuir en la niña el amor a las artes. Con total simpleza pero con efectividad, el bastón del médico se convirtió en el cálamo con que se ayudó para las clases de escritura haciendo de la tierra encerado, una práctica para la que Violeta demostró asombrosa capacidad. Algo similar ocurrió con la lectura, donde las inscripciones de las lápidas sustituyeron con ventaja las toscas cartillas de cualquier escolar al uso. Con no poca paciencia en un principio —paciencia que se vio recompensada en pocos meses— el doctor supo guiar a su alumna en el aprendizaje de la lectura aprovechando cualquier epitafio a los que les llevaba su peripateia sin importar que interrumpiera, por ejemplo, una sencilla exposición sobre la vida de las abejas. El bastón del galeno señalaba y Violeta se aplicaba en la labor:

—Ma.. ria Bächle fa… fa... falle… fallequió…
—No, no, Violeta, no es fallequió, es falleció. La ce con la i es ci, no qui.

Y la niña continuaba tras la corrección con el buen talante de siempre:

—Tu… hi…go… Tu higo…
—No, no, Violeta, no es tu higo.
—Tu… ¿Tu jigo?
—Tampoco es jigo, Violeta. Es “tu hijo”… “tu hijo no te olvida”… la jota con la o es jo, no go y la hache no se pronuncia.

Transcurrían así los días, con paseos bajo los sauces o al abrigo de la chimenea cuando el mal tiempo imposibilitaba la enseñanza al aire libre, aunque tampoco desdeñaba el doctor el tomar como escenario docente la sala de autopsias y aun el depósito. De todo ello se sirvió para insuflar en Violeta el soplo del pensamiento más racional; siendo así que desde sus primeros años la niña aprendió a convivir con la muerte con toda naturalidad, observándola y asumiéndola sin rastros de miedos ni de trascendencias. Tanto es así que cuando “Nicho”, el viejo perro de aguas de la familia, escapaba despavorido de las amenazas de Leopold llevando entre los dientes el páncreas o un trozo de hígado o un riñón de los autopsiados, Violeta daba rienda suelta a los cascabeles de su risa y protegía al perro tras sus faldas:

—¡Demonio de perro! ¡Un día te voy a partir el alma, maldito!— rugía Leopold levantando el azadón sobre su cabeza. Acción que de inmediato detenía la niña respondiendo con candor:

—No es nada, papá… Ven, “Nicho”… aquí, “Nicho”… ¿Ves? Ya se la he quitado…—, y en efecto, entre juegos con el perro, devolvía la víscera al cubo de cinc del depósito con una naturalidad que desarmaba a un padre que, pensativo, se pasaba la mano por la barbilla hirsuta y daba grandes chupadas a la pipa. Luego, por la noche, en la cama con su esposa, le comentaba a ésta sus inquietudes:

—No sé Helga si le estamos dando a nuestra hija la educación apropiada. Se encuentra tan sola… y este doctor Amelius que tal vez le esté llenado la cabecita de pájaros, de herejías…

—No, Leopold. Las enseñanzas del doctor serían un privilegio para cualquier niño, pero por otra parte considero que no son suficientes para cubrir su principal carencia: Violeta, más que otra cosa, necesita amiguitos—, concluía Helga con preocupación (Helga, como se ve, era una mujer muy bien hablada porque leía mucho y provechosamente a Goethe).

Así era. Salvo por la compañía de “Nicho” y del doctor Amelius, Violeta crecía como el más bello de los crisantemos y la más fragante rama de ciprés… pero sola. Mas tal privación la supo solventar Leopold la tarde que decidió exhumar el cadáver de un bebé de apenas unas semanas y que le había parecido un sol dormido cuando abrieron por un momento la cajita para dedicarle el último adiós. Aquella misma mañana, mientras procedía a darle sepultura entre los miembros de una acongojada familia deshecha en llanto, fue fraguando la idea. “Total”, pensó, “ya que no va a ir al cielo por no estar bautizado, bien podría servirle de juguete a mi Violeta”. Horas después, ayudado por el negror de la noche, llevaba a cabo su proyecto tras haberlo consultado con su esposa. No le costó mucho esfuerzo deshacer el trabajo efectuado por la mañana y descerrajar la tapa del pequeño ataúd con el filo de su azadón. De entre las tablas extrajo entonces a aquel niño que parecía dormir. Iluminadas por la lámpara de carburo, también aparecieron impolutas sus mantillas blancas y fresco aún el colorete que habían aplicado a las mejillas.

(Continuará...)


miércoles, junio 13, 2012

"Violeta, la hija del enterrador", 1

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Introducción:

El poco conocido autor muniqués de literatura fantástica Gustav Schweinsgesicht (1876-1938) incluyó en su libro “Der grüne Hund und andere Horrorerzälungen”, (Unrast Verlaghaus, Münster, 1921) el relato que presento a continuación: “Violeta, la hija del enterrador” (“Violett, die Tochter des Totengräbers”). Con posterioridad y a ruego de los editores, el relato fue eliminado en la siguiente y última edición de la obra. La crítica literaria de entonces justificó la ausencia señalando la nula calidad del mismo. Por el contrario, la crítica actual ha extendido el calificativo de “nula calidad” a toda la producción de Schweinsgesicht. Sin excepción.

Sea como fuere y sin entrar en consideraciones que ahora no vienen al caso, entiendo que “Violeta, la hija del enterrador” no deja de tener interés para el aficionado al género, ya sea por su condición de rara avis como por ser un relato nunca vertido a nuestra lengua. Alentado por los seguidores de este ilustre blog lo presento en varias entregas, señalando a este respecto que la traducción al castellano es mía, así que Vds. perdonen.
Sin más dilación, ahí va el resultado de mi trabajo:




VIOLETA, LA HIJA DEL ENTERRADOR
(Cuento de miedo)

1.

Cuando el cielo premió a Leopold Sarg, enterrador de Cainsdorf en la región de Zwickau, y a su esposa Helga con la llegada de su primera hija, ambos tenían edad suficiente como para ser abuelos, y aun bisabuelos si apuran un poco. Hasta entonces habían sido tantos los rezos que dedicaron a Santa Beatriz, a San Ramón Nonato e incluso a la vieja diosa Frigg y durante tantos años, que éstos no tuvieron más remedio que compadecerse de ellos, y admirando la paciencia y la fe inquebrantable del matrimonio, no solo les concedieron el favor que perseguían sino que el fruto de aquel amor ya invernal fue la criatura más preciosa que pueda imaginarse. Tanto, que decidieron ponerle por nombre Violeta, pues la belleza de la niña sólo a las violetas cuando se perlan del rocío matutino podía compararse.

A partir de entonces, la humilde morada de los Sarg se convirtió con este ingrediente deseado en un verdadero hogar, pleno de la dicha que proporcionaba Violeta con sus balbuceos, sus risas, sus juegos y, a los pocos meses, con sus primeros gateos. Nadie pudo extrañarse que el otrora sombrío Leopold —sempiterno azadón al hombro, sempiterna pipa en la boca— atendiera su labor con la alegría que siempre faltó a su rostro. Hasta parecía tener que esforzarse para no dejar escapar una melodía silbada, cuando entre los deudos de algún fallecido, se echaba el sombrero a la nuca y paleteaba tierra a la fosa a la par que el sacerdote mascullaba un responso.

Otro tanto ocurría con Helga, solícita madre, a la que la pequeña Violeta no dejaba de colmar de satisfacciones. Pocos hubieran podido imaginar que la triste casilla que el matrimonio habitaba y que estaba situada dentro del propio cementerio, se ornaría con petunias en las ventanas, que el maderamen de su estructura refulgiría de barniz y que los paños de fábrica parecieran estar siempre recién encalados. Y es que si hubiera sido por Helga, hasta las dependencias anejas a la casilla, esto es, el depósito de cadáveres y la pequeña sala de autopsias, se habrían llenado de alegres cortinas bordadas y búcaros con rosas silvestres.

Mas como es universalmente sabido que la felicidad dura poco en casa del pobre, sucedió que apenas cumplido su primer año y durante sus tempranos intentos por echar a andar, Violeta dio muestras de una incipiente cojera a resultas de una malformación de su pie derecho hasta entonces no detectada. A este respecto la consulta con el doctor Amelius Sandbuch, médico forense de la zona de Zwickau y aun de otras aledañas, pero vecino de Cainsdorf y por lo tanto, visitante continuo del cementerio y usuario de sus dependencias, dejó las cosas claras. Con la niña sentada en las rodillas y tras un meticuloso examen del piececito, el doctor emitió un diagnóstico que cayó como una lápida sobre los hombros de los atribulados padres:

—Queridos amigos míos, no quisiera ofreceros falsas esperanzas. Como facultativo me obligo a la verdad, y ésta es que hoy por hoy la ciencia médica se ve incapacitada para corregir el defecto de vuestra hija. A pesar de los muchos avances, la moderna cirugía y aun la ortopediatría deben considerarse inútiles ante casos como este…

Muchas y amarguísimas fueron las lágrimas derramadas por Leopold y Helga tras escuchar la noticia. Ganados por la desesperación, el futuro de su hijita se les antojaba oscurísimo, y es que al rechazo que ya venían observando hacia Violeta por parte de los habitantes del pueblo por el simple hecho de ser hija del enterrador, se sumaba ahora este contratiempo que si en otras latitudes no revistiera gran importancia, allí, en Cainsdorf, se convertía en enorme desgracia.

En efecto, por una parte, ya habían observado que pese a los disimulos de los habitantes de Cainsdorf, Violeta no era tratada con la deferencia que en general se trataría a una criatura de tan excepcional belleza. Su natural simpatía, sus admirables ojos, tampoco parecían ser suficientes arietes para derribar la muralla, que por su condición de ser hija del sepulturero del pueblo, se alzaba indestructible ante ella. Algo similar, aunque desde luego manifestado el rechazo colectivo con mayor virulencia, había ocurrido años atrás con Thomas Seil, el hijo del verdugo de Zwickau, un desgraciado muchacho que acabó marchándose del pueblo, incapaz de soportar el aislamiento al que le habían condenado sus paisanos.

Mas a la circunstancia de Violeta había que sumar ahora lo de su cojera, algo aún peor que ser hija de quien era pues en Cainsdorf existía una arraigadísima superstición que veía en todo cojo o coja a propaladores de la desgracia, a heraldos de la tragedia, y ello por culpa del archiduque Urwald von Pfotefuss, un noble de horca y cuchillo que dos siglos atrás había dejado indeleble memoria de sus fechorías y de la desolación que todo sufría a su paso, un verdadero hijo de Satán al que no bastándole cometer las más deleznables sevicias colectivas, dejó impreso para siempre su nombre como sinónimo del horror, haciendo imperecedero el recuerdo de las mayores penalidades. La tradición apuntaba que el archiduque Urwald era cojo. Violeta, para su desgracia, también.

No es de extrañar por tanto la tristeza de aquellos padres al escuchar el dictamen del doctor. Ajena al sufrir de todos, Violeta esparcía los rayos de sol de sus ojos mientras jugueteaba con la alba barba del galeno, el cual, incapaz de contener las lágrimas de impotencia que le sobrevenían, sólo alcanzó a recomendarles persistencia en su fe y a ofrecerles el pequeño consuelo de los avances científicos.

—Quién sabe… De aquí a unos años tal vez surja una eminencia médica que… Existe en Zurich un sanatorio donde se están ensayando novedosos protocolos que…

Todo eran frases sin acabar. Las únicas posibles para un conocedor de las costumbres locales como el doctor Sandbuch que sabía que ante la cerrazón de los habitantes de Cainsdorf, la existencia de Violeta iba a ser muy difícil. 

(Continuará...)
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lunes, junio 04, 2012

Damero Mardito, nº 38 (junio)

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Saludando a la bandera


Nuestro amigo Fernando, aka Fernandito el Jari, tenía dos especialidades. Una, imitar a la perfección los bailoteos epilépticos del negro de Boney M. La otra, hacer experimentos con la errónea percepción que los humanos tenemos de la realidad.

De forma empírica se había dado cuenta de lo difícil que es alterar la visión de lo cotidiano, modificar la mirada acostumbrada a lo habitual. La praxis de su teoría se desarrollaba en el portal de acceso al edificio donde vivíamos. Fueron muchas las tardes que allí pasamos, uno frente a otro, en distendida conversación que las más de las veces trataba de nuestras futilidades de adolescentes. Pues bien, en medio de la charla y cuando le venía en gana, Fernandito se bajaba la cremallera del pantalón y sacaba un miembro que, dada la edad del propietario, era más que de regular tamaño. Impasible el ademán, El Jari continuaba con la cháchara apoyando los pulgares en las trabillas del pantalón como si orear el pito fuera lo más natural del mundo.

En efecto, recostados cada uno en su pared, pasaban entre nosotros vecinas y vecinos que entraban y salían a sus asuntos, nos saludaban y por respuesta dábamos las buenas tardes o hacíamos algún comentario cortés. En todo caso, y como culminación a su propuesta científica, nunca jamás se dio cuenta nadie de la actitud de Fernandito. Su aireado falo era ignorado sistemáticamente por los viandantes, ya que su actitud alteraba de tal forma la realidad, que los ojos y cerebros de los ajenos al experimento obviaban la extravagancia. ¡Oh, son tan pobres nuestros sentidos!

Qué tío, el Jari. Siempre fue una caja de sorpresas este muchacho. Luego, cansado del experimento, escuchaba lo de "Ra-Ra-Rasputin lover of the Russian Queen..." y era la debacle. Hace muchos años que no vemos a Fernandito. Sabemos que trabaja como conductor de locomotoras en la Renfe, pero ignoramos si continúa con sus prácticas. Así que, si alguna vez se encuentran en la estación de ferrocarril con un maquinista con el miembro fuera del pantalón, salúdenlo de nuestra parte. Es nuestro amigo el Jari.

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