miércoles, diciembre 30, 2015

2015: Resumen del año lector.

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Para algunos ojos ajenos, pertenezco a ese grupo de codiciosos que anota en un cuaderno las lecturas que se van sucediendo en el año y escribe junto al título del libro y el nombre del autor, si se trató de una relectura, si el libro lo saqué de la biblioteca, si lo leí en formato electrónico… Pero no creo que nada de esto lo haga por codicia (aunque en la compulsión lectora se adivine una neurosis de coleccionista, una neurosis más que podría corregir un psicólogo competente) sino como constatación de cuán frágil es la memoria y, hasta llegado el caso, cómo lo trastabillea todo.

Leyendo listas de años pasados, el asombro no cesa al advertir que de la mayor parte de lo leído no recuerdo nada. Libros enteros quedan resumidos en una escena, en el gesto de un personaje o en una línea de diálogo. ¿Dónde queda lo demás, se almacena en algún sitio? Confío en que toda esta sustancia que no recordamos —que se va depositando como una especie de limo en el fondo de un charco— sea la materia de la que estamos formados.

Hala, pues a ver quién tiene estampitas repes...





  1. “Como la sombra que se va” Antonio Muñoz Molina
  2. “Apología de Sócrates - Critón - Carta VII” Platón
  3. “Historia de los griegos” Indro Montanelli
  4. “Háblame, musa, de aquel varón” Dulce Chacón
  5. “Gorgias - Fedón - El Banquete” Platón
  6. “Luna de lobos” Julio Llamazares
  7. “Inventario general de insultos” Pancracio Celdrán
  8. “Trilogía de la ocupación” Patrick Modiano
  9. “Diarios, 2” Iñaki Uriarte
  10. “Informe del interior” Paul Auster
  11. “Historia de la filosofía sin temores ni temblores” Fernando Savater
  12. “Oficio de lector” José Manuel Caballero Bonald
  13. “Catálogo de ausencias” Juan Luis León
  14. “Las viudas de los jueves” Claudia Piñeiro
  15. “El secreto de Christine” Benjamin Black
  16. “El libro vampiro” Manuel Sánchez Chamorro
  17. “La música de las letras” Fernando Savater
  18.  “Lo que Sócrates diría a Woody Allen” Juan Antonio Rivera
  19. “Justine” Lawrence Durrell
  20. “Con la noche a cuestas” Manuel Ferrand
  21. “Campo de Agramante” José Manuel Caballero Bonald
  22. “Balthazar” Lawrence Durrell
  23. “Julia” Victoria Broch
  24. “Mountolive” Lawrence Durrell
  25. “El lupanar del olvido” Mariano Mejías
  26. “Las preguntas de la vida” Fernando Savater
  27. “¿Y cómo eran las ligas de Madame Bovary?” Manuel Vicent
  28. “Un día en la vida de Iván Desinovich” Alexandr Slozhenitsyn
  29. “El faro del fin del Hudson” Antonio Muñoz Molina
  30. “Clea” Lawrence Durrell
  31. “El otro nombre de Laura” Benjamin Black
  32. “La dudosa luz del día” Fernando Arrabal
  33. “El impostor” Javier Cercas
  34. “Sumisión” Michel Houellebecq
  35. “Ensayos, I” Michel de Montaigne
  36. “La puerta de la infamia” Antonio Muñoz Molina
  37. “Desvío a Santiago” Cees Nooteboom
  38. “Los mejores relatos de ciencia-ficción” Brian Aldiss


De todos los títulos y dejando aparte las relecturas, el podio de este año lo ocuparían:

“El cuarteto de Alejandría" Lawrence Durrell
"Ensayos, I" Michel de Montaigne.
"Campo de Agramante" José Manuel Caballero Bonald.

Por contra, el premio "Babuchazo de Muermo Triple Cero" va dirigido aaaaa:

“Háblame, musa, de aquel varón” Dulce Chacón

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viernes, diciembre 25, 2015

La luna de don Raimundo (cuento de Navidad)

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LA LUNA DE DON RAIMUNDO
(Cuento de Navidad)


Para Hermi, Sr. Cualquiera, Ángela, Carmela y Albertiyele.


De la Navidad que, fuera de los años infantiles, guardo un recuerdo más claro es sin duda la de 1991, la más precisa en la memoria aunque sólo sea porque la revivo cada vez que miro a la luna.

Comenzó y terminó al tener la charla más mustia de mi vida ya que como interlocutor tuve a don Raimundo, el hombre más triste que he conocido jamás. Será difícil repetir la experiencia pues las especiales circunstancias que se dieron cita aquella noche son ya imposibles; era Nochebuena como dije, yo me encontraba inmerso en un proceso de divorcio que me había arrojado a una soledad impensable y sobre todo, porque don Raimundo ya no está entre nosotros. Pero antes de continuar y para dejar clara la personalidad singular de aquel hombre debo retroceder, por ejemplo, al día posterior a su desaparición y rememorar aquella oficina de donde don Raimundo fue virrey arrinconado.

Verán. Para cuando decidimos que la naturaleza de don Raimundo era inmortal, y que su presencia en el departamento no sólo provenía de aquel pasado remotísimo al que por edad no podíamos pertenecer sino que además se prolongaría hasta que todos y cada uno de nosotros hubiéramos pasado a la categoría de jubilados, el hombre falleció.

Fuimos muchos los que sentimos su muerte, claro está; pero en cambio otros no tardaron en celebrar, primero de manera discreta y luego abiertamente, el final de aquella presencia que parecía contagiar la pesadumbre del luto y el mal fario de un vuelo de murciélago. A Gómez Roca, por ejemplo, no le costó mucho olvidar a don Raimundo, pues con la ayuda de unos cuantos amontonó en el patio de Contribuciones su viejo mobiliario ya inútil. Ante el remedo de meterle fuego convirtiéndolo en una falla oficinesca, Sanrromán y yo mismo le paramos los pies de inmediato, porque ya sabemos todos cómo se las gasta Gómez Roca. Es de ésos que la dan a la entrada o a la salida. Así que con la fiesta aguada, aquel bobo tuvo que admitir que los conserjes se lo llevaran todo: la mesa, la vetusta butaca giratoria, el archivador y el lote de cachivaches anticuados entre los que don Raimundo se había encastillado en cuarenta y cinco años de trabajo en la oficina. Luego que hicieran lo que fuera; venderlo a los traperos, regalarlo a los ex-drogotas recicladores o donarlos a un museo de antigüedades burocráticas si tal cosa existiese.

El caso es que cuando retomamos la normalidad y a pesar de que el rincón de don Raimundo fue ocupado por Marimar, una jovencita con contrato temporal que era como si cada mañana a las ocho penetrara por la puerta un anuncio de colonia de baño, llegamos a echar de menos la costumbre diaria del saludo a don Raimundo, el hombre que siempre era antecedido por los espejos de sus zapatos cuando entraba en el despacho. El brillo del betún lustrado era la única concesión que se permitía a lo mate de su persona, la única osadía luminosa a la oscuridad de sus jerséis y de sus trajes, "Yo siempre como De Gaulle", decía, "trajes gris carbón. Mi color preferido". Hasta entonces nunca había escuchado definir la tristeza con tanta precisión textil.

Cuando llegaron al departamento los primeros ordenadores, don Raimundo aún andaba embelesado con su maquinita Dymo de hacer rótulos, la que grababa palabras en tiras de plástico adhesivo de colores. Años después de su adquisición todavía encontraba expedientes que marcar y carpetas que clasificar con aquel invento. A ello lo ayudaba Gómez Roca, que aguantando la risa que a él mismo provocaban sus bromas, le acercaba toda clase de  objetos para ser identificados sabiendo el gusto de don Raimundo por tener la oportunidad de confeccionar un nuevo letrero. "Por favor, don Raimundo... ¿le importaría hacerme un rotulito para mi grapadora para que no se la apropien estos canallas?", "En qué color lo prefiere, joven, ¿verde, rojo, marrón?", "Esa decisión la dejo en sus manos, don Raimundo. Escoja usted el que considere adecuado". Y se marchaba con la mano puesta en la boca.

Fuera de estas burlas de las que no parecía percatarse, para poco más podíamos contar con don Raimundo, pues voluntariamente se exilió en el rincón donde se situaba la percha de brazos sin que nadie recordase haberlo visto alguna vez en el bar compartiendo el café mañanero o las cervezas de la hora del aperitivo. Allí se hizo organismo arqueológico y construyó su inexpugnable virreinato al que, fuera de Gómez Roca y sus bromas, era difícil acceder. El tiempo y la tecnología se detuvieron en aquel rincón porque, como dije, cuando a nosotros empezaron a hipnotizarnos las pantallas de ordenador a las que la fosforescencia verde de los textos y contabilidades convertía en acuarios negros con pececillos de neón, don Raimundo seguía dando uso a sus grises gomas de borrar tinta y al sacapuntas metálico de sobremesa, el aparato que llevaba funcionando un siglo y que continuaba impregnando el ambiente con la fragancia de cedro de su lápiz azul y rojo cada vez que lo afilaba.

A pesar de todo, la naturaleza triste de aquel hombre me resultaba llamativa por lo misteriosa y entendí que podía ser una de esas personalidades anodinas que luego, en su vida privada, despliegan una actividad interesante. Tal vez don Raimundo fuera un pintor excepcional al que la timidez obligara a esconder el mérito de su obra, o uno de esos escritores cuya muerte descubre en un cajón una novela genial, o siquiera practicara una filatelia meticulosa. El que nadie tuviera dato alguno de su vida fuera de la oficina multiplicaba tanto el misterio como las ganas de desvelarlo. Pero no fue, como dije al principio hasta el 24 de diciembre de 1991 cuando una serie de circunstancias favorables me permitieron acercarme a él.

Sería prolijo explicar el qué hacíamos todavía ambos en la oficina a las nueve y pico de la noche en vez de estar cada uno en su casa con su familia. Diré que concluíamos unos balances, una tarea que en principio sólo a mí correspondía pero para la que don Raimundo se había ofrecido a ayudarme. 
"Mire, García", me dijo, "estar aquí con usted no me causa disturbio alguno.Total, nadie me espera esta noche". Agradecí su ayuda, claro, pero constatando a la vez algo impensable apenas un año antes. Con dolor tuve que admitirlo: "A mí tampoco, don Raimundo". Fue así, sin sospecharlo, como se me presentó la oportunidad de poder intimar con aquel hombre al que iba cobrando afecto a medida que imaginaba para él, como antes dije, una existencia incluso admirable.

Cuando terminamos el trabajo, cerca ya de las once, y sin esperar a que don Raimundo concluyera su despedida, me ofrecí a acercarlo a su casa en mi coche. Le convenció la imposibilidad de encontrar a aquella hora un taxi a lo que se añadía una nevada que haría peligrosa y agotadora la caminata que parecía estar dispuesto a emprender. Al final, sentado a mi derecha, imperturbable mientras yo me refregaba las manos y resoplaba de frío esperando que el interior del coche se calentara, pensé en Gómez Roca que a esa hora celebraría el rito anual de la cena familiar, el Gómez Roca que manejaba la teoría de que la tristeza de don Raimundo era un mal contagioso y del que por tanto había que alejarse. ¿Se creería que en ese momento éramos compañeros de soledad, don Raimundo con su viejo maletín entre las piernas y yo, que proyectaba meterme en la cama y taparme la cabeza con el edredón en cuanto llegara a casa?

En el camino, don Raimundo quiso pagar con confidencias mi favor, y así, mientras cruzábamos las calles desiertas a las que la iluminación navideña hacía más solitarias aún, respondió a mis preguntas después de haber yo allanado el terreno con pueriles comentarios sobre la noche de perros que teníamos encima.

--¿Familia? No, no. Vivo solo. Antes, y después de morir mis padres, compartí la vivienda con una hermana soltera, pero ella murió el año pasado.

Con este resultado tremendo por respuesta quise arreglar la indiscreción de la pregunta, pero sólo conseguí aturrullarme en excusas que don Raimundo interrumpió agitando la mano.

--No se preocupe, García. Así son las cosas, mi sino. Siento haberle decepcionado porque supongo que usted, como otros antes, había imaginado para mí una existencia fabulosa, ¿verdad? Pues no. No hay más cera que la que arde, querido amigo. Vivo con tres gatos, y en ellos y con la ayuda del tiempo he sabido encontrar refugio a mi tristeza congénita y también a mi escepticismo.

--Bueno, yo creí que...

--No, no crea nada García. Por otra parte, siempre fui así. Es una enfermedad de nacimiento y, tal como supone Gómez Roca, contagiosa, ¿o es que cree que no estoy al tanto de sus comentarios en voz baja y de sus risitas? Le cuento una anécdota aprovechando estas fechas... ¿sabe lo que le pedí a los Reyes Magos de regalo cuando apenas tenía siete u ocho años? Un paraguas. Un paraguas negro. Por si llovía. Ya ve.

Por mi parte quise excusar a aquel bocazas de Gómez Roca pues yo mismo había participado algunas veces en aquellos conciliábulos donde se proponían nuevos motes para don Raimundo o se le adjudicaba el protagonismo de extravagantes leyendas.

--Mire, García, no quiero que se sienta obligado hacia mí; es más, usted es joven y a pesar de la desagradable situación que vive y de la que estoy informado, le aseguro que a la larga, el contacto con personas como yo puede perjudicarle. No alivio soledades y menos en una noche tan señalada como ésta.

--Pero bueno, don Raimundo --protesté--, me habla en unos términos que parecen una colección de supersticiones. Puedo asegurarle que entre los compañeros de la oficina se le tiene en gran estima a pesar de ese desapego voluntario que mantiene; pero de la misma manera le aseguro también que en ese papel de gafe con que usted se empeña en verse no se lo adjudica nadie.

--Lo agradezco, no crea. Pero imagino que a ello habrá ayudado mi retiro a aquel rincón donde sigo con mis rotulitos y mis garambainas inútiles. Fuera de ello, créame, no existe nada. Mi vida es la oficina porque todo lo demás es terrible. Verá cómo lo entiende con un simple ejemplo: tuve una novia, claro que sí. Durante un paseo con ella por un parque, y tal como hacen los enamorados, grabé en un tronco un corazón atravesado por una flecha. Sobre él puse las iniciales de Matilde, así se llamaba. Debajo escribí las mías. Salió huyendo de inmediato. No sé si sabe que mi nombre completo es Raimundo Izquierdo Peñas. Comprenderá que con unas iniciales como las mías, el amor me está vedado. Imagine el resto.

No encontré qué responder a aquello del corazón, así que conduje en silencio, empezando a sentir que la tristeza de todo lo que contaba aquel hombre me iba anegando como un aceite negro. Al final Gómez Roca iba a tener razón con su teoría del contagio. Don Raimundo pareció leer mis pensamientos:

--Por eso me va a permitir que no le invite a subir a mi casa, a tomar una copa como sería lo natural. Créame, García; ese don Raimundo para el que fuera de la oficina usted imagina una vida completamente distinta, no existe. Ese don Raimundo es una esfinge sin enigma. Así que hágame caso, déjeme allí, donde está el buzón de correos y continúe hasta su domicilio.

Así lo hice. Detuve el coche, don Raimundo se despidió cortésmente estrechándome la mano y alzando levemente su sombrero lúgubre:

--Ya le digo, siempre fue así. Como cualquier adolescente, al menos de los de mi época, tuve algunos escarceos poéticos. Dediqué versos a varias muchachas, entre ellas a Matilde, al otoño o a las gaviotas. También a la luna, no faltaba más. Pero cuando vi las primeras imágenes de la Luna, de la Luna de verdad, la que pisaron aquellos astronautas, no a la que yo hacía versos, se me quitaron las ganas de continuar con la poesía....

Se bajó no sin antes hacer un último comentario antes de cerrar la puerta:

--...Y es que García, yo lo veo así, la luna no es más que una piedra aburrida. Eternamente aburrida y triste.

Sin imaginarlo, aquella fue la última vez que hablé con don Raimundo; pero sin imaginarlo tampoco, aquella conversación marcó una impronta de la que desde entonces no he sabido desprenderme. Al llegar a mi casa, limpio el cielo navideño tras la nevada, la luna que miré acompañando a las estrellas 
fue ya para siempre una piedra aburrida. Y triste.


Sap, es.humanidades.literatura, 2007.

viernes, mayo 01, 2015

Damero Mardito, nº 67 (abril)

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MI ABUELITA

         Las primeras referencias que tuve en mi  ya lejana infancia de Henry Miller, Joyce, Proust y Faulkner, fueron a través de mi abuelita. De mi abuelita Carmela. Aún parece que la estoy viendo como solía contemplarla en mis años infantiles: vestida de riguroso luto (su hijo, mi tío Rafael, había fallecido al intentar atrapar un billete de mil pesetas del Monopoly que, volandero, se posó en un tejado), con su pañolón en la cabeza por el que asomaban las greñas canosas y calzada con unas alpargatas de cáñamo tan pretéritas como ella. Era una viejecilla arrugada, tal el escroto de una marsopa, y tenía en sus movimientos algo de simiesco, algo cercano a la actividad del chimpancé. Desde luego, no paraba nunca. Delgadita, amojamada, renegrida, era lo que conocemos por un manojo de nervios.

         Mi abuelita era la guardesa de un cortijo aislado en la inmensidad de la dehesa andaluza y siempre tenía cosas que hacer. Daba de comer a las gallinas, encalaba las paredes, conducía tractores e incluso, cuando se terciaba, se arremangaba las faldas y domaba potros fogosos soltando blasfemias que hacían avergonzase al más cazurro de los gañanes. Acciones como éstas y otras parecidas, por ejemplo marcar novillos bravos sin la ayuda de nadie salvo la de sus sarmentosas manitas, se las vi hacer muchas veces cuando me enviaban al cortijo durante las vacaciones de verano. Os aseguro que con ochenta y muchos años, que eran los que tenía mi abuela, era cosa de admiración.

          Yo era un niño de ciudad y mis padres habían decidido que sería la abuelita Carmela la encargada de ir haciéndome un hombrecito, por eso cada vez que acababa un curso en el colegio me ponían bajo su tutela. La verdad es que a pesar de su agrio carácter, conmigo siempre se mostró amable y cariñosa, aunque eso sí, era inflexible en cuanto a mi educación agropecuaria, ¡cómo olvidar aquellas interminables tardes ordeñando cabras! Vivíamos en una diminuta casilla situada a la entrada de la finca, separada varios kilómetros del edificio principal donde residía don Agustín cuando venía al campo, pero con el que apenas se mantenía relación. Privados de la luz eléctrica y aun del agua corriente, las noches en compañía de la abuela fueron amenizadas por la lectura de libros de variado pelaje. En efecto, mi abuelita poseía unos cuantos volúmenes que guardaba bajo el vetusto colchón de lana de su yacija, todos grasientos y sucios por el continuo manoseo. Eran producto de los mínimos hurtos que durante años había efectuado en la biblioteca del señorito Humberto, el hijo de don Agustín. Robaba a ciegas, afanando lo que primero se le pusiera a tiro y es por eso que la aparición de Salinger en su vida fue más que nunca fruto de la casualidad. La mangancia aleatoria llevó a sus manos también varias obras de Vizcaíno Casas.

         Debo reconocerlo, mi abuelita apenas sabía leer, pero a pesar de ello evoco con gozo sus lecturas en voz alta durante aquellas noches estivales a la luz titilante de la vela. "Manolito", me decía, "ven p'acá que te voy a leé er Trópico de Cánse". La pobrecita, desde que se quemó la lengua con una sopa demasiado caliente, había adquirido un tono gangoso que en ocasiones —cuando algún pasaje del libro la emocionaba— era ininteligible. Al leer silabeaba con lentitud y eran vanos sus esfuerzos por intentar que la lectura saliera de corrido. Curiosamente cuando bebía más de la cuenta (se pirraba por el tinto), su discurso fluía sin tropiezos, por lo que era yo mismo el que la animaba a empinar el codo. Tantas trabas no producían en ella ni en mí la mínima sombra de desilusión, muy al contrario, la lectura farragosa de los textos hacía que cada palabra se grabase en la memoria y nos deleitáramos con ella. Yo fui feliz en aquel cuchitril escuchando atento las cosas del "tío de la magdalena", que es como familiarmente llamaba la abuela a Proust o las vicisitudes de Holden, el personaje de Salinger. "El niñato éste lo que está es apapostiao", como decía la abuelita cuando me leía "El guardián en el centeno". ¡Cuánto disfruté aquella ocasión en que la abuela me leyó varios capítulos de "Santuario" rodeados ambos en la pocilga  por una piara de cerdos porque la casilla se nos había llenado de moscardones!

         Y sí, claro, llegó el momento en que años después todo acabó. Un telegrama, remitido por el propio don Agustín, trajo la noticia fatal hasta nuestro domicilio en la urbe: la abuelita Carmela había fallecido. De cuerpo presente aún, llegamos al cortijo una mañana ventosa para dar tierra a su cadáver venerable. Fueron escenas terribles para el adolescente en que me había convertido. Luego, la casilla y sus paupérrimos enseres fueron pasto de las llamas porque alguien adujo la necesidad de hacerlo toda vez que la abuelita había muerto víctima de unas fiebres perniciosas. Sólo conseguí salvar de la quema un ejemplar de "El sonido y la furia" de Faulkner. Al margen de una de las páginas, la abuelita había anotado con lápiz romo y caligrafía parvularia: "Vaya rollaso". Lo guardo conmigo.

Sap, febrero, 2001.
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Solución al Damero anterior (nº 66)
A. Papiamento, B. Adulón, C. Nuncio, D. Donoso, E. Endecha, F. Rábida, G. Suevos, H. Ósculo, I. Nueras, J. Lerdos, K. Arreglos, L. Esfinge, M. Suflé, N. Purrela, Ñ. Árbitro, O. Dejen, P. Arquero, Q. Retoces, R. Ojalá, S. Tendales, T. Allende.

Acróstico: P. Anderson, "La espada rota".
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viernes, marzo 27, 2015

Damero Mardito, nº 66 (marzo)

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  DESEO DEL NIÑO BRUGUERA

"¡Oh! Quedarse turulato
ser feliz como un calamar
disfrutar como un dromedario
darle a uno un soponcio,
defuncionarse
ser un merluzo
ser un berzotas
ser igualico
que el difunto
de su agüelico
y exclamar ¡sapristi!
antes de abandonar
este mundo cruel
dejando bajo los pies
una nubecilla de polvo
en la viñeta final".

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Solución al Damero anterior (nº 65)
A. Malilla, B.Sofoco, C. Pollazo, D. Inverness, E. Lagrato, F. Luchad, G. Arina, H. Nacer, I. Estrella, J. Recalces, K. Estéreo, L. Devanaré, M. Sangría, N. Inflamada, Ñ. Narrad, O. Intenso, P. Émulo, Q. Sayón, R. Tovén, S. Relles, T. Acudid.

Acróstico: M. Spillane, "Red siniestra".
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viernes, febrero 20, 2015

Damero Mardito, nº 65 (febrero)

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Continuidad de los niños de sexto

Viendo ayer junto a mi hijo mayor una magnífica biografía de Louis Armstrong en el canal televisivo "Beca", le comenté que el día que murió el genial jazzman yo tenía al igual que él, once años (igual que mi hijo, se entiende). 

El recuerdo de aquel domingo de julio es muy vivo. Era tarde-noche y la familia, como no podía ser de otra manera, se encontraba sentada frente al televisor, atentos los hombres a los resultados de la jornada futbolística con resguardos de quinielas en las manos (¿había Liga a primeros de julio? Seguro que me engaño). Llegada la hora, comenzó un Telediario y allí fue donde dieron la noticia del fallecimiento del gran "Satchmo", acompañada, imagino, de variada iconografía del finado. Mientras los televidentes de la casa permanecían ensimismados con la narración del locutor, a mí no se me ocurrió otra cosa que comenzar a dibujar en el margen de una página del periódico una caricatura de Armstrong. 

En 1971 yo aún poseía el talento dibujístico que luego el tiempo se encargó de desvanecer. Comencé dibujando una cabeza grande, de negro, con ojos redondos y saltones y una boca enorme que enseñaba unos dientes y unos labios igualmente enormes. Con el boli lo ennegrecí todo y luego dibujé el traje blanco y la mano que sostenía la trompeta y sujetaba un pañuelo. El resultado me llenó de satisfacción porque además el parecido era considerable. Pero luego decidí que mi Armstrong no llevaría pantalones, por lo que esbocé unas piernas negras que asomaban bajo la chaqueta. Muy ocurrente era yo. El caso es que mi idea me llevó a otra y ahí acabé con el cuadro: con trazos exultantes completé la caricatura dibujando entre las piernas un enorme pene que llegaba al suelo. Un pene gigantesco, de esos que como en el chiste, tienen prepucio, pucio y postpucio. Una tercera pierna que San Juan de la Cruz no hubiera dudado en calificar de pollón de mil demonios. 

Terminado el trabajo y lleno de gozo por tan divertido resultado no dudé en mostrar la obra a la familia. Quedaron desconcertados, claro. Sobre todo mamá y la tita. El único que se atrevió a romper el bochorno de tal silencio fue mi padre que con mano velocísima me arreó tal guantazo en la nuca que me hizo dar con la frente en la mesa. "¡A ver si aprendes a respetar a los muertos, niño!" me dijo haciendo pedacitos mi genial dibujo. 

Sap. 18 sept. 2003 
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Solución al Damero anterior (nº 64)
A. Soplar, B. Fideos, C. Orcadas, D. Roñoso, E. Tahona, F. Escudo, G. Sidecar, H. Eneldo, I. Loción, J. Anhielo, K. Melindre, L. Aliento, M. Nemo, N. Trigo, Ñ. Esculpo, O. Addenda, P. Linterna, Q. Boquete, R. Así, S. Nimios, T. Ellis, U. Sinecura.

Acróstico: S. Fortes, "El amante albanés".
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miércoles, enero 14, 2015

Damero Mardito, nº 64 (enero)

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LA EXPIACIÓN DE PARREÑO

Fueron al menos dos años los que dedicó Lorenzo Parreño a decidir qué instrumento musical aprendería a tocar en el Conservatorio de su ciudad, Jaramilla. A todos los que examinó les fue encontrando una pega: el arpa era aparatosa, el oboe necesitaba de mucho soplar, el violín era complicado, el pífano un poquito cursi... y él lo que quería, lo que necesitaba era algo contundente que le ayudara a aliviar sus tensiones y a aminorar la angustia vital que lo iba invadiendo día por día; así que finalmente se decidió por el bombo. "Un buen bombo y una buena maza es cuanto me hace falta” —se dijo— “Ah, y un frac para cuando me haga músico de verdad".

Fue así que matriculado en las clases de percusión, se especializó al cabo de un lustro en el aporreo del dichoso bombo, instrumento con en el que confirmó que había encontrado salida a sus pesares. Así que cuando, formando parte ya de la orquesta filarmónica de Jaramilla, emprendió por vez primera la partitura de la Novena de Beethoven, golpeó con tanto entusiasmo el bombo, que en cada nota vertió con creciente brío muscular su preocupación por el cambio climático del planeta, por los refugiados de las guerras, por la explotación laboral de los niños en el Tercer Mundo, por la trata de blancas por parte de las mafias eslavas... Cada golpe de la maza percutía en el parche con doblada fuerza y lo hacía congestionarse; la cara roja y la calva sudorosa fueron señales preocupantes de un próximo colapso, lo que obligó al director a detener la ejecución de la obra ante la estupefacción del público.

--¡Pero por favor, Parreño, aténgase a la cadencia que marca la partitura porque de seguir golpeando así el bombo se nos va a desgraciar!

--¡Calle, calle y continuemos, don Federico (don Federico fue el director invitado en la temporada de conciertos de 2027) se lo pido por favor! ¡Mi bombo y yo hemos venido al mundo a redimir los pecados de los hombres!

Y dicho esto y en vista de que Lorenzo no deponía su actitud, don Federico agitó de nuevo la batuta y la sinfonía se retomó con golpes de bombo cada vez más fuertes: "¡Por la codicia de muchos, por el egoísmo de los poderosos, por la injusticia de quien debería impartir justicia!" salmodiaba Lorenzo a grito pelado, llevando tanto a sus compañeros como al público por medio del ensordecedor aporreo  a una catarsis que acabó en aullidos de exaltación y que al terminar la obra de Beethoven, como en una sesión de santería caribeña, hizo que el bombo siguiera resonando a los compases de la "Marcha Radetzky" con el público enfervorecido, presa de la histeria colectiva y con un Lorenzo Parreño que con los nudillos descarnados y los ojos fuera de las órbitas, seguía gritando con cada golpetazo: "¡Yo soy la voz que clama en el desierto!, ¡yo soy el camino, la verdad y la vida!¡Bienaventurados los que tienen hambre porque ellos serán saciados!"

Cuando finalmente, el bombo quedó destrozado a mazazos y Lorenzo Parreño, víctima de una embolia, evacuado del escenario por los servicios médicos de urgencia, la interpretación del tema “El relicario” del maestro Padilla, tranquilizó a espectadores y ejecutantes y pudo seguirse el desarrollo del programa sin mayor contratiempo. Sobre el escenario, entre los contrabajistas y un señor que tocaba el xilófono, quedó el bombo de Lorenzo, que hecho astillas y con el parche ensangrentado como un tambor de Calanda, daba cuenta de lo acontecido durante aquella velada musical cuyo recuerdo se desvaneció como un sueño a los pocos minutos.


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Solución al Damero anterior (nº 63)
A. Derogan, B. Ondeas, C. Ungirás, D. Grafiosis, E. Lamparón, F. Alumbrar, G. Somera, H. Payazo, I. Ramplón, J. Efebo, K. Sordao, L. Tuyos, M. Óperra, N. Náyade, Ñ. Inglesia, O. Majorera, P. Payés, Q. Amanda, R. Chiclán, S. Turrón, T. Omisa.

Acróstico: Douglas Preston, "Impacto". 

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lunes, enero 05, 2015

2014. Resumen del año lector.

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Para algunos ojos ajenos, pertenezco a ese grupo de codiciosos que anota en un cuaderno las lecturas que se van sucediendo en el año y escribe junto al título del libro y el nombre del autor, si se trató de una relectura, si el libro lo saqué de la biblioteca, si lo leí en formato electrónico… Pero no creo que nada de esto lo haga por codicia (aunque en la compulsión lectora se adivine una neurosis de coleccionista, una neurosis más que podría corregir un psicólogo competente) sino como constatación de cuán frágil es la memoria y, hasta llegado el caso, cómo lo trastabillea todo.

Leyendo listas de años pasados, el asombro no cesa al advertir que de la mayor parte de lo leído no recuerdo nada. Libros enteros quedan resumidos en una escena, en el gesto de un personaje o en una línea de diálogo. ¿Dónde queda lo demás, se almacena en algún sitio? Confío en que toda esta sustancia que no recordamos --que se va depositando como una especie de limo en el fondo de un charco-- sea la materia de la que estamos formados.

Hala, pues a ver quién tiene estampitas repes...


Lecturas de 2014

1. “El coronel no tiene quien le escriba” Gabriel García Márquez.
Relectura. Para mi asombro, conserva toda la frescura de la primera y segunda vez.

2. “Doña Perfecta” Benito Pérez Galdós.
Relectura. Novela de tesis de Garbie y por tanto con personajes estereotipados y grandes dosis de cartón piedra de las que carecen las posteriores Novelas Contemporáneas.

3. “Demasiada felicidad” Alice Munro.
Mi estreno con doña Alicia me dejó demasiadamente frío.

4. “Walden” H. D. Thoreau.
La pregunta es: si este hombre se encontraba tan a gustito solaina en su plan de Juan Palomo, ¿cómo que volvió a la civilización?

5. “Itálica y los italicenses” Antonio Caballos Rufino.
El mejor ensayo para conocer la camarilla bética que se organizó en torno a Trajano y Adriano –emperadores ambos con premio–, ilustres nativos del lugar. Imprescindible para el curioso del tema.

6.“En la orilla” Rafael Chirbes.
Hasta ahora, el gran novelón de la crisis que soportamos. Punto pelota. Su lectura llega a ser dolorosa.

7. “El aguador de Sevilla” Francisco Robles.
Dos intrigas paralelas en torno a Velázquez. Para echar el ratillo.

8. “¿Esto es paranormal?” Richard Weisman.
Bueno, un poco de desengrasante nunca viene mal.

9. “Un día de estos” José Iglesias Blandón.
El autor escribe tan bien cuando se pone en plan realismo sucio americano, que a veces es difícil entenderlo.

10. “El hermano bastardo de Dios” José Luis Coll.
Relectura. Agridulce material memorialístico del que fue pareja de hecho de Tip.

11. “El beso de la mujer araña” Manuel Puig.
Me temo que el tiempo ha triturado la historia que plantea.

12. “Dos viajes en automóvil” Miguel Delibes.
Delibes es casi siempre caballo ganador. A través de estos dos viajes (año 80) por Alemania y el Benelux, se constata por comparación, cuánto ha cambiado este país nuestro desde entonces.

13. “El túnel del tiempo” Murray Leinster.
Una novela que se agotó en las diez primeras páginas.

14. “La taberna” Emile Zola.
Tremendismo naturalista en estado puro en una tensión que no decae ni un segundo. Novelón.

15. “Tres historias de fantasmas” Susan Hill.
El gusto y maestría de los british por las ghost stories se percibe aquí pero de manera irregular. Una historia me gustó, las otras dos, no.

16. “14” Jean Echenoz.
Bueno, sí. Pero tampoco para tanto, ¿no?

17. “Diarios, 1” Iñaki Uriarte.
Divertidas reflexiones y vivencias de un señorito donostiarra en toda regla.

18. “El mar” John Banville.
Gran novela. A los que ya nos alcanzó el tiempo, su lectura nos puede dar en to el bebe.

19. “Los adioses” Juan Carlos Onetti.
Bueno, sí, también, estooo… Decididamente, tengo un problema con Onetti.

20. “El héroe discreto” Mario Vargas Llosa.
Un Vargas Llosa “asequible”. El tercio final posee una estructura de culebrón que mosquea, pero que luego se juzga ineludible.

21. “En busca del unicornio” Juan Eslava Galán.
Muy divertida novela. Muy conseguida parodia en forma y lenguaje de algún cronista de Indias.

22. “Moby Dick” Hermann Melville.
Ochomil veraniego. Me interesó más la parte enciclopédica sobre cetáceos, que las peripecias del pelma de Ahab.

23. “Las preguntas de la vida” Fernando Savater.
Horrendo título para uno de los mejores libros con que tropecé este año. Dirigido a estudiantes de bachillerato, mi plena burrez en materia filosófica agradeció mucho esta inmersión. Merece relectura con boli y libreta al lado para completar los “ejercicios” que propone este epicureísta de trasojado mirar.

24. “La piel de zapa” Honoré de Balzac.
Con Balzac nunca se falla. ¿Cuántos han chupado de su ubérrima teta (que en vez de leche merengada daba tinta china)?

25. “La vida eterna” Fernando Savater.
Complemento perfecto para Las Preguntas de la Vida citadas más arriba.

26. “Los filósofos” Ted Honderich.
Manual biográfico de la Oxford University. Salvo algunas figuras, pestiñazo para el profano.

27. “Los cuerpos extraños” Lorenzo Silva.
La más floja de las entregas de la parejita Bevilacqua/Chamorro.

28. “En las cimas de la desesperación” Emil Cioran.
Se pueden calificar de irrefrenables las ganas que le asaltan al lector de despeñarse tras subir a esas cimas.

29. “Bestiario” Julio Cortázar.
Relectura para conmemorar el centenario. Se contienen tres o cuatro cuentos imprescindibles para el hombre modenno.

30. “El libro de las últimas cosas” John Connolly.
Versión negra de varios cuentos de hadas entrelazados. El autor es un petulante.

31. “Los hombres mojados no temen la lluvia” Juan Madrid.
La mejor novela negropolicial del año.

32. “Los liberales” Francisco García Pavón.
Relectura de una coleccioncilla de relatos deliciosos sobre un tiempo ido e irrecuperable.

33. “Mira por dónde” Fernando Savater.
Relectura. La parte dedicada a la infancia y adolescencia de esta autobiografía es otra delicia. Un verdadero canto a los placeres de la literatura y los tebeos.

34. “La filosofía contada con facilidad” Javier Sádaba.
Más bien, debió titularse “La filosofía contada con sosería”.

35. “Viaje al final de la noche” Céline.
Tras un principio trepidante –digamos que 100 páginas– la novela se convierte en un muermo indecible.

36. “Spinoza: filosofía práctica” Gilles Deleuze.
No me enteré de un solo renglón. Nada en absoluto. Frustración completa ante mi tito Benito.

37. “Dora Bruder” Patrick Modiano.
Primera toma de contacto con este hombre, recién nobelizado. Si te gusta Auster, te gustará Modiano. Y a mí me gusta Auster.

38. “Memorias encontradas en una bañera” Stanislaw Lem.
Rollazo completo. La terminé solo por comprobar en qué grado se puede llegar a aburrir a un bienintencionado lector.

39. “El balcón en invierno” Luis Landero.
Junto con la de Chirbes, la mejor novela española del año. Siento por Landero un afecto especial.

40. “Las armas y las letras” Andrés Trapiello.
Imprescindible y esclarecedora para conocer a los autores de la literatura que se hizo en la República y durante la Guerra Civil.

41. "Mi tío Oswald” Roald Dahl.
Algo repetitiva al final, nada iguala a esta cachondez delirante.

42. “Las Historias Naturales” Joan Perucho.
Aquí hay tela que cortar. Realismo mágico mezclado con erudición borgiana y camelo socarrón.

43. “El Giocondo” Francisco Umbral.
Retrato terrible de la beautiful people matritense de finales de los 70. El asunto a tratar es indiferente con Umbral. Nadie ha cronificado como él.

44. “El molino de viento y otras novelas cortas” Camilo J. Cela.
Había que tener muy poca vergüenza para dar a la estampa chuminadas de tal calibre después de haber escrito tres o cuatro obras imprescindibles de la lite española.

45. “La felicidad de los pececillos” Simon Leys.
Agradable, ligera. Me esperaba un poco más.

46. “En el café de la juventud perdida” Patrick Modiano.
No sé. Me ha resultado como un poco más de lo mismo. Entiendo que ser parisino es un plus muy valioso al enfrentarse con Modiano. El Street View, también.

47. “En casa” Bill Bryson.
Interesante repaso de la historia de la vida privada  doméstica (anglocentrista) a través de los enseres domésticos. Un exceso de ‘parece que’, ‘se cree que’, ‘puede ser que’, lastra la fiabilidad de tanto dato inverosímil. En todo caso, Bryson, y salvo pasajes algo áridos como los dedicados paradójicamente a los jardines, es siempre entretenido.

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De todos los títulos y dejando aparte las relecturas, el podio de este año lo ocuparían:

“Las preguntas de la vida" Fernando Savater.
"El balcón en invierno" Luis Landero.
"En la orilla" Rafael Chirbes.

Por contra, el premio "Babuchazo de Muermo Triple Cero" va dirigido aaaaa:

“Memorias encontradas en una bañera” Stanislaw Lem.
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