martes, diciembre 29, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 34

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34

Ya desde primera hora de la mañana, Julián de Capadocia venía siendo presa de una rara agitación. Claro que sabía que era 24 de diciembre y que esa noche, su hijo Diógenes y su esposa, Mariloli, vendrían a casa a cenar con él; pero esa circunstancia no le preocupaba, le dejaba indiferente, la comezón interna que sentía era de otra naturaleza. Había accedido al encuentro porque ellos se encargarían de todo lo relativo a la cena y resto de zarandajas, ¡faltaría más! Bah, se trataría de un rato protocolario como el de cada año, y luego, cada mochuelo a su olivo. El caso es que no había caído en que Mariloli se encontraba "fuera de cuentas", como dicen los expertos en embarazos, una expresión que él ya había olvidado del todo.

No fue hasta cerca de las nueve de la noche, poco antes de la emisión del mensaje navideño de Su Majestad, que a Julián, hombre de hondas convicciones republicanas, le resultaba uno de los mejores momentos humorísticos del año y no se lo perdía, cuando recibió la llamada de Diógenes. La voz sonaba muy alterada: "Papá, ven tú a nuestra casa; Mariloli se ha puesto de parto y no te puedes imaginar la que se ha liado aquí". No se lo pensó dos veces Julián, y echándose por encima el abrigo heredado de un amigo muerto, se dirigió al domicilio de su hijo, situado apenas a dos manzanas más allá de su edificio, seguido de su perrazo, el fiel Zaratustra. Lo cierto es que en el camino se sorprendió de su propia celeridad, ¿qué era aquello; a qué tanto desasosiego; para qué las lecciones del estoico Zenón cuando había que ponerlas en práctica?

Cuando llegó y accedió al portal del bloque sin tener que llamar al portero electrónico porque la puerta estaba abierta, se encontró con un nutrido grupo de gente reunida bajo el hueco de la escalera entre los que distinguió a un repartidor de pizzas con trabajo atrasado, al señor de mantenimiento, a su esposa y a otro esforzado repartidor, pero de Amazon; a un matrimonio de ancianos, a Purita la Anaconda (una travesti del 5º D) y a tres vecinos de un piso patera de la segunda planta: un moro, un chino y un negro, que regresaban medio beodos (el chino y el negro) del Burger King y aún llevaban puestas en la cabeza unas coronas de cartón. El guirigay era extraordinario, y a todo esto, Zaratustra se había colado también en el portal oliendo el rastro de una perra en celo. A Julián de Capadocia le costó no poco esfuerzo abrirse paso entre el gentío, hasta que por fin llegó donde estaba situado su hijo:

"No nos dio tiempo ni de llegar al coche. Mariloli rompió aguas en el ascensor", dijo un Diógenes con propiedad de padre primerizo y todavía alterado por la emoción. Los móviles de los asistentes que grababan la escena, hacían del portal "un ascua de luz". Tendida en el suelo, entre unos cojines que habían traído los vecinos y asistida por una doctora y una enfermera del servicio de urgencias, Mariloli sostenía en el rebujo de una sábana de la Seguridad Social un trozo de carne trémula que era su hija recién nacida y que berreaba con energía inaudita. "La llamaremos Eva, papá".

"Tal vez era esto la clave de todo", pensó Julián cuando la vio en el regazo de su madre, manchada de sangre y líquidos pegajosos, entre Zaratustra jadeante y la perra que había puesto el culo en la pared. "Con esta Eva, nacen de nuevo todos los hombres y mujeres que fueron. Con ella y en ella, se crea otra vez el mundo, la Humanidad al completo". Entonces se acercó a su nieta, le apartó un poco la sábana de la cabecilla, y la besó en la frente.

¡Ya nada más hace falta un ángel encima del portal para armar el Belén! —dijo uno de los congregados entre las risas de todos.

¡Yo tengo ese ángel, y además es un ángel de verdad! —dijo el repartidor de pizzas, muchacho muy alto, que con el móvil en la mano, alzó el brazo y puso a reproducir para todos en la pantalla, este pequeño vídeo:

https://www.youtube.com/watch?v=2OUnuE8lATs&ab_channel=SpotsIllustrated
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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 33

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33

Solo parece haber una excepción para que Julián de Capadocia decida no vestir sus usuales camisetas publicitarias de los negocios de su barrio: asistir a un entierro. Cuando acontece tan luctuoso suceso (o "contratiempo", como lo califica Julián emulando a un personaje cinematográfico), recupera de su modesto armario un traje color marrón que estuvo de moda a finales de los años 70, una antigualla compuesta de chaqueta de anchas solapas y aparatosos botones a los que acompaña un pantalón de perniles acampanados. Así vestido, se presenta en el domicilio del finado, en el tanatorio, o directamente, en el cementerio, lo que causa cierta incomodidad en los presentes, que lo perciben como un tipo estrambótico que añade a su traje anticuado un pañuelo que asoma sus cuatro puntas por el bolsillo de la pechera y una corbata de nudo gordo. Lo estrafalario siempre resulta molesto.

Datada está la última asistencia de Julián de Capadocia a un óbito: fue exactamente el 17 de octubre de 2018, y el fallecido, su amigo y compañero de trabajo Manolín Carrasco, víctima de un fallo multiorgánico producido por el consumo de unas setas que juró y perjuró a su familia que eran comestibles, apoyado por el consejo telefónico que le transmitió el propio Julián, aunque solo escuchó la mitad del mismo, pues hubo un corte en la conexión: "Todas las setas son comestibles... (al menos una vez)". Sea como fuera, depositado el cuerpo de su amigo en una habitación acristalada del tanatorio al que estaba asociada su póliza de deceso, Julián de Capadocia se presentó con su traje aún aromatizado de antipolillas y en una actitud tan por completo estoica que admiró a los deudos, sobre todo a la Margari, la viuda de Manolín. "Ya sabes lo cabezón que era, Julián, y mira que se lo advertí...", logró articular entre hipidos, "¿Quieres pasar a despedirte de él?"

No sin alguna aprensión, Julián aceptó la sugerencia y accedió a la habitación donde se exponía el féretro destapado. Discretamente, las cortinas de la ventana que se comunicaba con la sala de duelo, estaban echadas, por lo que Julián se encontraría durante unos minutos a solas con su amigo, así que, a partir de ahora, lo que contemos no son sino especulaciones extraídas de un encuentro posterior. El caso es que Julián, entristecido al no reconocer a Manolín en aquel rostro de perfil afilado al que habían maquillado como a una muñeca, le dijo en un lamento: "Pronto te rezarán un responso al que no asistiré en la capilla de este establecimiento y hasta una postrera oración en el cementerio que tampoco escucharé, todo fundamentado en ese "por si acaso" que mantienen los débiles de fe. Pues si ese es el motivo, yo también tengo mi porsiacaso, Manolín". Dicho esto, Julián de Capadocia sacó de su monedero una moneda de dos euros, se acercó al cadáver e intentó abrirle la boca. Resultó imposible, pues los tanatoesteticistas habían sellado la dentadura con pegamento de cianocrilato, así que optó por dejarla alojada entre las muelas y la carne interior del frío moflete. Después, se limpió los dedos con el pañuelo. "Este era mi porsiacaso, amigo Manolín. Una moneda para que pagues a Caronte y te lleve con buen viento en su barca por la laguna Estigia rumbo al inframundo del que nadie vuelve".

Concluida la misión que se había marcado, Julián accionó el picaporte dispuesto a abandonar la gélida estancia, pero se detuvo y volvió al ataúd para abrir de nuevo la boca del muerto y sustituir la moneda de dos euros por una de cincuenta céntimos. "Tampoco es cuestión de derrochar", frase con la que acrecentó a los ojos de testigos invisibles su inmerecida fama de tacaño, pues prueba de todo ello, de que la acción fue real, es que cuando a la mañana siguiente Manolín Carrasco fue incinerado, un operario del horno crematorio incluyó la moneda medio fundida entre las cenizas con que llenó hasta colmatarlo, el jarrón funerario que entregaron a la Margari.
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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 32

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32

No deja de tener Julián de Capadocia un fondo de coquetería, pues a pesar de lo austero de su vestimenta, siempre encuentra un pequeño placer cuando estrena alguna de las camisetas que le regala su amigo Rafalón, uno de los socios de "Multimarca Raylu", un taller de coches especializado en chapa y pintura. Cuando toca, así se presenta en la peña y, mal que bien, acepta las bromas de Pascual, el camarero. "¡Viene usted hecho un pincel con esa camiseta, señor Julián!", le dice, lo que provoca que se esponje un poco, como un palomo buchón. Pasado el trámite, Julián de Capadocia, ya ante su tinto con sifón, vuelve a sus intereses:

—Pensaba yo la otra noche que lo que no deja de ser confortable es tener la certeza de que todos y todo formamos parte del mismo mallazo, Pascual. Que, en el fondo, tú y yo, no somos más que un par de rábanos con consciencia.
—Hombre, señor Julián, un par de rábanos... Está lo del hálito divino...
—¡Qué hálito ni qué demonios! El Hombre no tiene hálito alguno; como mucho, lo que tiene es halitosis.

Por fortuna, en este punto, la conversación se interrumpe. Hay días en que Pascual no tiene demasiadas ganas de cháchara y Julián de Capadocia, no ayuda.
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lunes, diciembre 14, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 31

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31

Con seguridad, la pregunta que más veces plantean a Julián de Capadocia los viandantes a los que aborda y que aceptan de buen grado mantener una charla con él, es sin duda: "¿Qué sentido tiene la vida?", cuestión que Julián zanja sin ambages: "Ninguno en absoluto, señor mío (o señora mía)", respuesta que, al igual que los movimientos automáticos de una apertura ajedrecística, viene seguida de otra recurrente pregunta por parte del interpelado: "Entonces, ¿para qué vivir?", que es respondida de inmediato con "Para tentar a la suerte. Cabe la posibilidad de que la vida se desarrolle divertida". Claro está que los más avispados de los interlocutores no se conforman con una solución tan tibia, y al igual que Pascual, el camarero, le plantean otra pregunta lógica: "Pero, ¿y si la vida que llevamos no es más que un continuo sufrir?". Es entonces cuando Julián facilita la respuesta que acaba con un jaque mate que, en un par de ocasiones fue literal: "Señora mía (o señor mío) no hay problema lo suficientemente grave que no lo arregle una soga de dos metros y medio de longitud".

Este final, sume a la mayoría de las personas en la desesperanza, cuando no en el completo vacío, por lo que, para compensar, Julián obsequia a los más débiles con alguna golosina que extrae de su bolso, la famosa Pera: un caramelo, un cigarrillo, un chicle de fresa... "Tome, consúmalo pensando que es el último caramelo que degustará en la vida; porque siempre habrá un último caramelo, no lo dude, como habrá un último de cualquier cosa. Hágalo con todo". A pesar de la buena voluntad que muestra Julián, las más de las veces, tanto el producto como el consejo son rechazados. Que si el caramelo produce caries y engorda, que si el tabaco mata, que si el chicle tensiona los músculos maseteros. Todo ello, ha llevado a decidir a Julián de Capadocia a sustituir esos elementos por barritas energéticas light de diversos sabores o por estampitas de Santa Celedonia. "Total, nadie va a salir del mundo de los espejismos", piensa el hombre. 
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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 30

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30

Relató Julián de Capadocia ante su nuera Esmeralda la lección que recibió de su propio hijo, Diógenes, cuando, alarmados por la llamada urgente que habían recibido de don Servando Longoria, el director del sanatorio donde se hallaba ingresado el muchacho, acudió con Charo (fue aquel su último año de vida) vaticinando alguna desgracia. Pero por fortuna, no fue el caso. "Sabíamos que Diógenes es muy aficionado al dibujo y a la pintura, pero no hasta tal punto" —les comunicó en su despacho— "Pasemos a su habitación, por favor". Tras un largo pasilleo, Julián, Charo y don Servando, llamaron a la puerta de la habitación de Diógenes. El joven recibió a su padre con tirantez en el gesto y la palabra, no así a su madre, a quien abrazó con efusión. Pronto, los saludos dieron paso a la estupefacción. Los visitantes enmudecieron. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de pintura: la de la derecha albergaba una copia de "La fragua de Vulcano" de Velázquez a su tamaño natural; en la de la izquierda, aparecía otra copia, en este caso, de "El nacimiento de Venus" de Boticelli en toda su extensión. Ambas eran perfectas de proporciones y colorido.

Es un maestro... Julianito es un maestro (recordemos que Diógenes es un nombre familiar) —comentó arrobado de asombro don Servando.
Pero, ¿cómo has pintado esto, hijo mío? —preguntó Charo.
Diógenes, levantándose de la silla, dejó vagar la mirada a través de la ventana enrejada.
Cualquier pigmento es digno. La laca de uñas que hurto a las cuidadoras, los pétalos de flores del jardín, los restos de comida, la pintura que abandonan los operarios, la tierra que alimenta a las lombrices, los excrementos... —Diógenes seguía enumerando elementos mientras sus padres y don Servando detenían su atención en una pared u otra. Sobre la sencilla mesa, se disponían unos libros de arte y unos cuadernos. La habitación se encontraba ordenada con una precisión maniática.
Ahora, preferiría estar solo —anunció Diógenes mirando al techo y dando la espalda a los visitantes.

El director sugirió salir del cuarto y Julián de Capadocia, cabizbajo, abrió la marcha, mientras su mujer, Charo, se enjugaba unas lágrimas con un pañuelo estampado de florecitas. Ya en el exterior, los lustrosos zapatos de don Servando que habían hecho crujir la gravilla, llegaron con él encima a la cancela de entrada, iniciándose la despedida tras una última charla mantenida en el despacho. "Julianito es un portento", comentó a los apesadumbrados padres, "y se encuentra en proceso de franca recuperación, por lo que, repito, pensamos que en po..." Fue entonces cuando escucharon la voz de Diógenes reclamándolos a grandes gritos desde la ventana: "¡Mamá, papá, por favor, volved un momento!". De nuevo alarmados, se dirigieron al interior del recinto y accedieron raudos a la habitación de Diógenes. El muchacho, que los recibió con una lata de pintura en una mano y una brocha en la otra, se limitó a decirles: "El verdadero valor de las cosas es su propia fugacidad". Quedaron de nuevo asombrados, porque tanto "La fragua de Vulcano" como "El nacimiento de Venus", habían desaparecido bajo una espesa capa de pintura blanca. El silencio que se creó en ese momento lo rompieron los abrazos que se dieron padre e hijo llenos de recíproca gratitud. "¡Qué gran lección he recibido hoy de ti, hijo mío!", dijo Julián de Capadocia con la voz tomada por la emoción.
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jueves, noviembre 26, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 29

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29

Desde que Julián de Capadocia le enseñó los rudimentos del ajedrez, la Juaqui no pierde un momento en proponerle una partida tras el eventual refriegue de vientres a que ambos se someten los últimos jueves de cada mes. La Juaqui le ha cogido el tranquillo al juego y hasta ha instalado en su móvil una aplicación para jugar aleatoriamente con desconocidos, algo que enfada mucho a Julián, que tiene en el ajedrez un casi sagrado remedo del Universo y que, por lo tanto, necesita tocar piezas y tablero para sublimar la metáfora, algo, por otra parte, que representa un engorro, pues engorro es jugar al ajedrez compartiendo una cama (un ajedrez de piezas muy inestables de plástico hueco que compró la Juaqui en una tienda de chinos).

Julián no es buen jugador, algo que demuestra el que quedara vigésimo quinto (el vigésimo sexto y último fue el que era conocido como Manolito el Empanao) en un campeonato organizado entre empleados de Telefónica de distintos departamentos; así que es frecuente que la Juaqui le gane, lo que produce en la mujer un alborozo que la lleva a dar botes en la cama y a dispersar las piezas por encima de las mantas. Julián entonces, le da la espalda y se acurruca, no tanto molesto por haber perdido sino por la frivolidad con que la Juaqui se toma los lances del juego y por su pueril alegría al vencer.

Eres antipático y un mal perdedor —le dice la Juaqui cruzada de brazos tras el episodio de entusiasmo cuando lo ve enrollado en la sábana como una momia egipcia.

Nada de eso. Pienso en otra cosa. —responde Julián.

Seguro que piensas pamplinas. Yo siempre pienso que los marcianos deben jugar muy bien al ajedrez —la Juaqui, como de costumbre, desvía cualquier tema a su interés favorito: los marcianos y los ovnis— ¿Tú no crees que los marcianos conocen el ajedrez?

Y yo qué sé —responde desabrido Julián con un hilo de voz, porque a pesar de todo, perder lo amosca y el ajedrez lo atormenta, ya que lo sume en el escepticismo, un lugar donde no quiere estar. "Pitágoras tenía razón", murmura para él solo, pues la Juaqui se levanta para preparar una merienda. "El Origen y el Todo es el Número, las Matemáticas su lengua y el ajedrez su evidencia. Así que, por fuerza, debe haber un último número como hay un número limitado de combinaciones en el juego, porque limitados son los elementos existentes". Entonces, Julián de Capadocia se amodorra y cae en un ligero sueño, pensando en ese último número, que debe ser donde estén contenidas todas las cosas, el arjé, el alfa y omega, mientras escucha cómo desde la cocina, la Juaqui tararea alguna canción de Camela, su grupo preferido.

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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 28

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28

Hay días en los que Julián de Capadocia no saldría de la cama por nada del mundo. Se entregaría a los sueños o a escuchar parlotear en el transistor enchufado en la oreja, programas de marcianos durante semanas. Ahora que está jubilado, que se hizo ágrafo y se convenció de la inutilidad de sus ocupaciones, le cuesta trabajo abandonar el cobijo del edredón. Si no hubiera malestar en morir de inanición, allí se quedaba; pero la voluntad, la infatigable, torrencial e involuntaria voluntad de existir, como el latir del corazón, parece invencible. Bueno, también está la cuestión de su perro, el viejo Zaratustra; pero llegado el caso, no dudaría en administrarle una buena dosis inyectable de la botella de pentotal sódico con que le obsequió don Eladio Perdigón, el farmacéutico que le quedó tan agradecido tras haberle prestado los ensayos de Montaigne. Sus hijos, los de la peña o hasta Pascual, el camarero, poco le importan. ¿Pero qué pasa con su nieto o nieta por nacer? Cuando se hace esta pregunta, reconoce que, al menos, le gustaría conocer su cara y si le dejaran, llegado el momento, enseñarle a leer. Una vez terminada esta labor, sí podría decirse que ya tendría todo el pescado vendido.

El caso es que... Sí, el caso es que, tras pensar en estas cosas tapado hasta las orejas, Julián de Capadocia, se arma de valor y acaba saliendo de la cama. Zaratustra, entonces, bosteza, se incorpora y mueve la cola.

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jueves, noviembre 12, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 27

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27

Hubo ocasiones en que los servicios de la Juaqui, la querida amiga de Julián de Capadocia, fueron abonados en especie por algún que otro cliente y de esta manera fue como se encontró un día con una fotocopiadora en su casa, un armatoste inútil al que años después, Julián supo sacar partido cuando comenzó a componer breves ensayos que luego fotocopiaba y encuadernaba con cartulina y grapas. Estos opúsculos, que llegaron a ser numerosos, los repartía entre sus compañeros de trabajo o le daba uno a cualquiera con el que hubiera mantenido una charla, o los regalaba a los viandantes.

Originario de aquella época, obra en nuestro poder un ejemplar de "La oreja como vía de compasión" (1988), numerado con el nº 12 de una tirada de 25, en el que Julián de Capadocia exponía su tesis para aliviar el solipsismo al que el ser humano está condenado. En la introducción, puede leerse:

"Somos compartimentos estancos y entre nosotros. el lenguaje, nuestra única herramienta, tan única porque solo somos lenguaje, se muestra limitada e ineficaz para eso que se llama ponerse en el lugar del otro, en el pellejo del otro, siendo el otro un sujeto que sufre. Esta soledad colectiva solo puede aliviarse por medio de la compasión, no de la solidaridad que es palabra con frías connotaciones; de la compasión por todos los componentes del género humano por el simple hecho de ser humanos. Hasta el más malvado de los hombres, incluso por ello mismo, necesita aún más de nuestra compasión. Para facilitarla, nada mejor que fijar nuestra mirada en alguna de sus orejas. Esa oreja fue en algún momento la oreja de un bebé, un pétalo de rosa de formas espirales que fue acariciado, besado, amado por una madre. Y si no fue así, más compasión merece su poseedor. Tengamos presente esa oreja infantil por mucho que el tiempo la haya deformado porque, ante su visión y de inmediato, una descarga de simpatía hará de la oreja el vehículo que nos transporte a la necesaria compasión que todos estamos obligados a dar y recibir. Por tanto, poned atención a las orejas de los demás". 

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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 26

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26

A veces, la pinza de tender la ropa que Julián de Capadocia saca de la Pera como ayuda para explicarle a un prójimo sus pensamientos acerca de la materia y el tiempo, le resulta un objeto demasiado abstracto. "Mire", le dice a una señora que se sienta a su lado en el autobús urbano, "la tengo desde niño. El tiempo ha consistido en ir diseminando sus átomos originales, y en la misma medida que perdía materia y definición, otros objetos acrecentaban la suya, y así hasta que la pinza deje de ser un conjunto de átomos agrupados en una forma conocida a la que designamos como pinza, ¿me sigue?". "No, no le sigo, señor mío; y, además, me bajo en la próxima, así que hágame el favor de apartarse un poco...", le responde.

Es por eso que, en ocasiones, sustituye la pinza de tender por una foto de su abuelo Serafín en la que aparece vestido de soldado de los tiempos de las guerras africanas, apoyado un codo con altivez en un velador de columnilla salomónica.

¿Qué te parece, Pascual? —pregunta al camarero que le sirve el diario tinto con sifón.

¡Buen bigotón que gastaba su abuelo! Cosas de antes...

Nada de antes, Pascual. Ahora mismo, mi abuelo es tan presente como esta fotografía a la que todo el mundo se empeña en llamar antigua, porque nada de lo que existe y percibimos es el pasado, sino, ya te digo, es presente. Esta foto, la voz de Torrebruno cuando la escuchamos o la pirámide de Keops. Todo es presente porque nosotros, como receptores sensitivos, somos ineludible presente, y no solo como una mera agrupación atómica, un zumbido incesante de nubes de electrones, sino porque somos ese conjunto de experiencias que depositamos en los objetos y en los demás, de los que también somos depositarios, y que llamamos recuerdos.

Así se las gasta Julián de Capadocia, por lo que es comprensible que el común de las gentes que lo conocen, cambien de acera cuando lo ven acercarse. Solo Pascual, que gusta de escucharlo, y tres o cuatro chiflados del vecindario, experimentan el gozo infantil de estar ante un ilusionista cuando observan que, tal palomas o pañuelos de colores, Julián saca de su bolso/bandolera sus objetos de meditación, una pinza de tender, una piedra, una bellota, la foto de su abuelo Serafín...

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miércoles, octubre 28, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 25

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25

A veces, las discusiones se encienden los domingos por la tarde en casa de Julián de Capadocia a cuenta de lo que su hija llama, sus vetustas galanterías. En una ocasión, confesó a Charito y a Esmeralda, su compañera sentimental, que al sentirse tan bien tratado por una dependienta a la que fue a reclamar el abono defectuoso de una factura, le comentó:

Mire, señorita, con su permiso, me voy a aventurar a hacerle una pregunta indiscreta que usted, claro está, no tiene la obligación de contestar... ¿Tiene usted novio, pareja?

Sí, lo tengo... ¿Por?

Porque esa persona es una afortunada al tenerla a su lado. Ha sido usted muy amable conmigo. Le quedo muy agradecido.

No valió para nada que Julián asegurara que, tras su respuesta, a la muchacha se le esponjaran los ojos de felicidad y se le iluminó la cara con una sonrisa. Fue acusado por parte de Charito y Esmeralda, no solo de redicho y repipi, sino de rancio, machista y hasta de viejo verde, algo que lo entristeció mucho.

"¡Señorita! Pero, ¿cómo puedes seguir llamando a una mujer señorita, papá?" ... "Tenía apenas veinte años, ¿cómo quieres que la llame?, ¿señora?" ... "Ni señorita ni señora; la llamas de usted o de tú y ya está" ... "¿Se imagina que de joven lo hubieran llamado a usted señorito, Julián?" (terció Esmeralda) ... "¡Pero, por favor; señorita y señorito no son palabras equivalentes!

La discusión transcurrió en estos términos hasta que Julián, claudicante, pero consolado por su perro Zaratustra, que salió un momento de su modorra para solicitarle unas caricias, remató en voz baja: "No dudo que la sociedad que pretendéis será más igualitaria y más justa, pero ojo, tal vez, más ingrata. ¿No os dais cuenta que, de alguna manera, tengo que ir compensando la amargura que inculco en tantas cabezas? Esa muchacha se sintió muy feliz por un momento, yo mejoré su mundo". 

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 24

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24

Si Heráclito de Éfeso fue conocido por sus contemporáneos como "el Oscuro", Julián de Capadocia es conocido por sus vecinos como "el Pelmazo". Y es que pisar la calle e intentar endilgar su discurso al primero con quien se tropieza es todo uno. Hace unos días, sucedió con un desconocido mientras guardaba la cola de comprar el pan:

¿Sabe lo que ponía en el frontispicio del templo de Apolo en Delfos? —preguntó Julián de sopetón.

Pues mire, no sé. Ahora mismo no caigo, usted perdone... —respondió el desconocido, dándole media espalda.

¡Pues algo engañoso! Una sugerencia que más semeja una orden: "Conócete a ti mismo" ¿Qué le parece?, ¿se conoce usted a usted mismo? —continuó Julián moviendo entre los dedos la pinza de tender ropa que sacó de la Pera y que puso ante los ojos del señor.

Hombre, no sé qué decirle, caballero... Un poco sí que me conoceré, digo yo; aunque mejor conozco a mi señora... Yo venía a comprar el pan y...

Pues, hágame caso, y nunca lo haga.

¿El qué?, ¿comprar el pan?

No, no; conocerse a usted mismo, le digo. ¡No lo haga jamás! Le apuesto lo que quiera a que, de hacerlo, de hurgar sinceramente en su interior, encontrará a un vivalavirgen, cuando no a un estúpido o tal vez, a un canalla.

¡Oiga, un poco de respeto, eh!, ¡es usted un pesado! ¡Habrase visto el tío plasta! —dijo el hombre, poniendo fin a la conversación de manera brusca, alzando mucho los brazos.

Cuando alguno de los hijos de Julián, Charito o Diógenes, se enteran por terceros de estos asaltos dialécticos de su padre hacia el prójimo, se enfadan mucho y los domingos por la tarde cuando van a visitarlo llevando la correspondiente bandejita de pasteles, le leen la cartilla. "Esto no puede ser, papá", le dice muy serio Diógenes. "Cualquier día te vas a buscar un disgusto. Lo que tienes que hacer es dejarte de perseguir esas relaciones esporádicas y tratar de intimar con la gente... ¡Hacer amigos!"

Con amargura, Julián le mira fijamente: "¿Amigos? Los amigos tienen una penosa tendencia a morirse. Desde luego, a mí no me queda ninguno y malditas las ganas que tengo de hacer otros nuevos y pasar otra vez por ese calvario. No, definitivamente, ya no quiero querer a más gente". Al segundo de pronunciar la última frase, Julián se queda con la boca un poco abierta, un poco estupefacto, un poco apenado mirando el vientre, cada vez más abultado, de su nuera Mariloli.

jueves, octubre 15, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 23

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23

Sucede que a veces y, de hecho, sucede cada vez más a menudo, Julián de Capadocia suspende cualquier actividad y acodado en su mesa de estudio donde dispone el portátil y la revista de crucigramas, apoya la cabeza en la mano izquierda, cierra los ojos y trata de dejar la mente en blanco, deteniendo el incesante fragor del oleaje del pensamiento. Sostiene que, en realidad, el goce del embeleco de la inmortalidad, no sería la abierta posibilidad de infinitos haceres, sino al contrario, el no tener que dar explicaciones por no hacer nada, el no tener que justificar la inacción. De no ser por un problema de gases que padece y su consecuente incontinencia de flatulencias, Julián habría sido un aplicado yogui que se hubiera pasado horas y seguro que días enteros en la posición del loto, o mejor aún, practicando el za-zen sentado en un cojín de cara a la pared. Pero hay malos ruidos que desconcentran al más pintado. Y en esos ruidos, aparte de los producidos por su meteorismo, incluye el lenguaje. "Pensamos porque hablamos, y no al revés", se dice Julián, intentando dejar mudo el cerebro, aunque sea un ratito.

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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 22

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22

Aunque no se lo confiesa, salvo a ella misma, a Julián de Capadocia le encanta pasar las noches de buen tiempo en la azotea que tiene la Juaqui. Cenan frugalmente, e involuntariamente, de manera romántica a la luz de unas velas, pues a la Juaqui, la compañía eléctrica de la que es abonada, le corta el suministro de vez en cuando. Luego, se acodan en el pretil para mirar las estrellas. Allí, cuando está de buenas, la Juaqui da rienda suelta a su imaginación: "Lo que más me gustaría del mundo es ver un ovni, Julián", dice soñadora, "y que me llevaran los marcianos de viaje a su tierra". Al escucharla, Julián se esponja de ternura recordando su juventud, cuando tan aficionado fue a los temas ufológicos y esotéricos. Pese a todo, le resulta irreprimible no aguarle un poco la fiesta a la mujer: "Lo siento, Juaqui, pero por mucha vida que exista en el universo, esparcida por los cientos de millones de galaxias que nos rodean, estamos condenados a la soledad cósmica. Las distancias interestelares son inasumibles. Necesitaríamos cientos de miles de años para transportarnos tan solo a otro brazo de nuestra propia galaxia", le comenta, pedantesco. "Pero, hombre, eso es ahora; lo mismo el año que viene, los sabios inventan un cohete que vaya muy rápido muy rápido. O son los marcianos quienes ya tienen esos cohetes", responde la Juaqui poniéndose casi en jarras.

Julián de Capadocia no quiere entrar a refutar sus opiniones porque sabe que la Juaqui, sin sus marcianos, sería menos feliz. Asumir la soledad cósmica, como él dice, no la iba a liberar de nada, sino que la entristecería más aún de lo que habitualmente está. Así que lo deja en este punto y, junto a ella, alza la vista para contemplar el firmamento. La indiferencia del universo lo llena de pesadumbre, tener las estrellas ante las gafas, no le provoca sino frustración, hasta experimenta a veces un enfado que lo lleva a apretar los dientes. En tal momento, pasa un brazo por la cintura de la Juaqui y la besa en la mejilla, mientras ella sigue hablando medio en susurros de platillos volantes en los que podría ser pasajera. "Anda, vamos a recoger la mesa", dice la Juaqui de repente, "que luego me se llena la azotea de gatos al olor de las sardinas". Arriba, una luna fina como un trozo de uña cortada, o la lejana pelotilla de Júpiter, seguirán alentando los sueños migratorios de la Juaqui como lo han hecho desde la noche de los tiempos con toda la Humanidad.

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lunes, septiembre 28, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 21

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21

"Anoche soñé que estaba en la isla de Bali. Bueno, el lugar era mucho mejor que lo que puedo imaginar que es la isla de Bali. Además, iba en compañía de mi amigo Pepillo Cantón, que lleva muerto más de diez años, el pobre. Al final de muchas aventuras, unos monos parlantes nos presentaron a unas bailarinas con las que compartimos, Pepillo y yo, una sabrosísima tortilla de patata". 

Es este, o alguno semejante, el argumento favorito de Julián de Capadocia para contrarrestar los ataques de cuantos lo acusan de desinterés por cuanto acontece fuera de su limitada existencia. 

"En absoluto soy un inmovilista" —se defiende frente a Esmeralda o su hija, que no dejan de rogarle que las acompañe en algún viaje—. "Lo que ocurre, es que mi medio de transporte es mi cama. He aprendido a dominar la técnica de los sueños lúcidos, e incluso he conseguido sustancias narcóticas por medio de Pascual, que los facilitan y los hacen más prolongados".

Y no solo dice eso, sino que, como nos confiesa Esmeralda, Julián de Capadocia cumple con la férrea rutina diaria de anotar sus sueños para hacerlos más duraderos en la memoria, una actividad que lo ha llevado a acumular bajo su cama, cientos de cuadernos escolares repletos de sus redacciones oníricas.

Un día de la semana pasada, soñé que acompañaba a Sherlock Holmes en una de sus pesquisas, la que nos llevó a la Atenas de Pericles, por lo que tuve la oportunidad de entrevistarme con el mismísimo Sócrates, sujeto del que, curiosamente, me sorprendió su intensísimo olor a ajo y a sudor rancio.

¡Pero nada de eso es cierto! Son figuraciones descontroladas de la conciencia, ¡no son la verdad! —le hace ver, algo encrespada, su hija Charito.

¿La verdad?, ¿y qué es la verdad? —responde Julián, mientras se lava las manos, pues esta charla se desarrolló en el baño—. A mí me resulta más que suficiente, que lo más interesante de mi vida, suceda en los sueños. En el fondo, soy un surrealista.

¿Surrealista? ¡Tú lo que estás es atortugado, papá!

Cada vez que Zaratustra, el perrazo negro de Julián, escucha la palabra "atortugado", emite un ladrido profundo, amenazador. Y es que a Zaratustra, le caen mal las tortugas.

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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 20

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20

Son muchas las anécdotas que los compañeros peñistas de Julián de Capadocia pueden contar acerca de las rarezas que lo convierten en una persona excéntrica, como pueden ser, por ejemplo, que no beba más que tinto con sifón o que use calcetines desparejados. Algunas de las lenguas más afiladas, lo achacan a la tacañería, algo que ha encocorado más de la cuenta a Julián cada vez que tal rumor ha llegado a sus oídos. "¡Yo no soy tacaño!" —protesta enérgicamente el hombre— "¡A un tacaño le gusta el dinero, y a mí el dinero me importa un pimiento como bien sabéis. Y los objetos, mucho menos!"

Habrá que darle la razón a Julián, que conoció la ruina económica cuando hubo de afrontar los onerosos gastos que supusieron, primero, la enfermedad de su mujer y, segundo, los internamientos en diversos sanatorios de su hijo Diógenes. Con todo, Charo, su esposa, la que al final falleció víctima de un mal ante el que la ciencia se mostraba impotente, nunca dejó de insinuarle el cuánto le gustaría pasar una semanita en Benidorm o en Palma de Mallorca o en alguno de esos destinos exóticos que tan de moda se pusieron cuando ella aún se veía con salud: la Rivera Maya o Punta Cana. "Mira Charo" —nos contó Esmeralda, la compañera sentimental de su hija Charito, que le decía Julián— "El mejor negocio es ser pobre, no tener nada, no desear nada, no esperar nada. La posesión, el deseo y la esperanza no son sino rémoras para todo aquel que, como yo, aspire a la sabiduría". Al escuchar estas palabras, la pobre mujer, que no aspiraba a la sabiduría, sino a un poco de felicidad, se resignaba, pero no sin antes dejar escapar un suspiro con el que deshacía sus imaginaciones de playas caribeñas.

"De todas formas —nos siguió comunicando Esmeralda—, Julián, al que tanto aprecio, tiene manías que vienen a demostrar su creciente rechazo por todo lo material. Eso de los calcetines desparejados de lo que tanto se burlan sus amigotes de la peña, tiene una explicación, y es que en cuanto a Julián se le hace un agujero en alguno de ellos y toca volvérselo a poner tras la colada, gira el calcetín en torno al pie, apareciendo entonces el agujero en el empeine... Con toda probabilidad, otro agujero aparecerá tras cierto uso bajo el dedo gordo, por lo que, en el siguiente turno de puesta, girará el calcetín un cuarto de vuelta, teniendo entonces un agujero a cada lado del pie... Sucesivamente, aparecerán un tercero y un cuarto agujeros, que es cuando ya Julián se decide a convertirlo en trapo para limpiarse las gafas. Es por esa causa; o sea, el que los calcetines sean originalmente de diversa calidad y, por tanto, muestren mayor o menor resistencia a ser agujereados, que los lleva siempre desparejos. Así, no es de extrañar, que aún use dos calcetines huérfanos del lote que le regalé hace cinco años, como felicitación por haber ganado aquel concurso de poesía".

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martes, septiembre 15, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 19

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19


Gracias al testimonio de R.L.T., hemos conocido que Julián de Capadocia participó en lo que en toda regla, puede llamarse un acto delictivo. Sucedió este en marzo de 1996 (el delito ha prescrito, por tanto) y consistió en la inhumación ilegal del cadáver de su compañero de trabajo y amigo, conocido como Ronson o el Ronson, fallecido dos días antes por causas que no se han llegado a determinar a falta del correspondiente certificado de defunción. Explica nuestro confidente, a la sazón, sobrino del finado, que tanto él como los tres hijos del Ronson, procedieron a excavar una fosa en el patio trasero de su domicilio, haciendo caso al proyecto expuesto por el propio Julián de Capadocia, considerado por todos y dadas las frecuentes visitas que realizaba a la casa, casi un miembro más de la familia, llegando a ser tratado por los hijos del fallecido como "tío Julián" o "tito Julián" (de hecho, el hijo mayor llegó a ser el prometido de la Charito, la hija de Julián).

Terminada la fosa, se depositó en su interior el cadáver del Ronson —amortajado con una sábana bajera de cama de matrimonio— y se procedió a darle sepultura, acto en el que Julián de Capadocia participó con entusiasmo, según nos relató R.L.T., toda vez que, según él, cumplía con el postrer deseo de su amigo, esto es, convertirse en una benefactora bolsa llena de basura. "Nunca dejarás de ser algo, Ronson, porque es imposible no ser nada, querido amigo", recuerda nuestro testigo que decía Julián a modo de jaculatoria mientras se sucedían las paletadas. "Muchos de esos bichos que habitan la tierra con que le estamos cubriendo, así como las raíces del naranjo cercano que dará sombra a esta tumba, comenzarán a perforar el tejido de la fina sábana hasta dar con la carne. En poco tiempo, vuestro padre, mi amigo, será alimento de animales y plantas, transformándose en savia, en hojas, en flores, en frutos, en órganos primitivos de lombrices y larvas de insectos. ¿Qué puede superar esta maravilla del proceso nutriente, así tan inmediato y completo?", finalizó su discurso con la voz tomada por la emoción.

Cuenta R.L.T. que, acabado el trabajo, Julián de Capadocia guardó una piedra de las que cubría la fosa en su bolso-bandolera y que, a todos, sudorosos tras el esfuerzo, les pareció una magnífica idea abrir varias litronas de cerveza (Julián, bebió un par de vasitos de tinto con sifón) acompañadas de un piquislabis de conservas variadas en memoria del Ronson. "Por favor, guardadme unos cuantos kilos de naranjas de la próxima cosecha", les rogó Julián pinchando unos berberechos.

(En la imagen, encendedor de marca Ronson, origen del apodo del amigo de Julián de Capadocia).

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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 18

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Julián de Capadocia reconoce que, si no tuviera la obligación de sacar a pasear a Zaratustra, su perro, al menos dos veces al día, no saldría de casa. O al menos, saldría muy poco, sabiendo abastecida su austera despensa. En ocasiones, se ha sorprendido pensando en la posibilidad de abandonar a Zaratustra en un refugio de animales. Un pensamiento que lo ha ocupado tres segundos, diez segundos, al cabo de los cuales, se ha horrorizado. "Todos podemos llevar un canalla dentro; un canalla que asoma su cabeza por alguna fisura en el momento menos pensado", le ha comentado en alguna ocasión a la Joaquina, a la Juaqui, una antigua prostituta a la que hace años hizo su confidente y cuyo trato frecuenta de manera discreta, aunque rara vez llegan a intimar hasta lo carnal. Y es que con la Juaqui estableció un pacto de ayuda contra la soledad que con el tiempo se ha fortalecido hasta alcanzar la forma de la amistad. Es una relación que ambos llevan, como decimos, con una discreción que se fundamenta en el más profundo de los respetos. 

No hay que pensar por otro lado, que Julián es un benefactor de la Juaqui, una especie de pigmalión que la ha retirado de la mala vida y le ha enseñado a leer y a escribir, como sucede en los folletines románticos. Nada de eso. Antes, al contrario, es la Juaqui, la que lo agita y zarandea para sacarle la murria existencial que lo acompaña, y aunque llega a embobarse y escucha con mucho interés sus disertaciones cuando saca de su bolsito la piedra, la bellota o la pinza de tender la ropa, finalmente, lo abraza. "Debes sufrir mucho tú, Julián", le dice, dándole un beso en la frente y metiéndole la cabeza entre los generosos pechos que tanto gozaron los hombres y que ahora, no son sino un cálido refugio para un prejubilado de la Telefónica ofrecido por una jubilada de la calle que nunca cotizó a la Seguridad Social.

(En la ilustración, Joaquina López Zamarra, alias "la Juaqui" (1974), foto-carnet que lleva Julián de Capadocia en la cartera).

miércoles, septiembre 02, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 17

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17

Sin temor a faltar a la verdad, pueden calificarse de infructuosos los intentos que, de cara a la coherencia ética, ha llevado a cabo Julián de Capadocia por hacerse vegetariano. Sí sabemos al menos, que ha conseguido rechazar de plano el consumo de carne de animales mamíferos pequeñitos, tal los corderitos, lechones y chivos; pero, también sabemos que su fuerza de voluntad, unida a sus convicciones morales, se derrumban ante la vista de un plato de jamón o de un chuletón de vaca. Cuando sucumbe a estas tentaciones, Julián se atormenta y se llena de vergüenza. "Las contradicciones son también piedras con las que cargamos y de las que debemos deshacernos", le ha comentado más de una vez a Pascual, el camarero de la peña deportivo-cultural, una persona atenta que conocedor de las cuitas de Julián, prescinde de acompañar los tintos con sifón que le sirve con alguna rodajilla de chorizo o salchichón, como hace con el resto de socios, sustituyéndolas por aceitunas o altramuces. "Eres un buen hombre, Pascual", le dice Julián empleando un tono cuasi evangélico.

Para Julián, no existe diferencia en cuanto a lo "sagrado-biológico", como él lo llama, entre un humano y cualquier otro animal que disponga de un sistema nervioso y nos pueda mirar con atención a los ojos. La muerte de ellos solo puede justificarse por un motivo alimenticio... Y el caso es que él, se ponga como se ponga, no tiene estos motivos. El conflicto que le supone tal pensamiento, como decimos, lo sume en la desdicha. En todo caso, Julián tiene el pálpito de que está cercana su conversión al vegetarianismo. "Somos carnívoros por delegación; pagamos a matarifes para que nos suministren filetes, lo mismo que en muchos lugares del mundo se paga a verdugos para ejecutar a los condenados", le comentó hace unos días a Esmeralda Carrique, la compañera sentimental de la Charito, su hija. "No se preocupe usted, Julián. Estoy segura que lo conseguirá. De momento, me comprometo a no traerle más lomos, morcillas y chorizos cuando viaje a mi pueblo". ¡Ay, cómo gorgoritean entonces las tripas de Julián nada más escuchar el listado de embutidos!, ¡ay, cómo se le hace la boca agua al pobre!

P.D: Gracias a Esmeralda, hemos conseguido fotocopia de un documento de excepcional interés: nada menos que el carnet de socio numerario de Julián de Capadocia de la peña deportivo-cultural "La Salagartija". Tras mostrarla, la ponemos a buen recaudo en su expediente.

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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 16

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Seguramente, de entre todos los "objetos de meditación" que Julián de Capadocia guarda en la Pera (bolso-bandolera con silueta de esta fruta), sea la piedra su predilecto. Con ella inicia las charlas con desconocidos, aunque ha sucedido más de una vez, que si ha enseñado la piedra en la sala de espera del centro de salud de su barrio, su posible interlocutor se ha alarmado: "¿Eso se lo han sacado a usted de la vesícula o qué?", lo que ha enfadado mucho a Julián, que prueba suerte en otros lugares, como por ejemplo, en la cola de la panadería. 

Mire —le dice a alguien interesado, dando vueltas a la piedra entre las puntas de los dedos, comenzado así su célebre "alegoría de la mochila" (reléase el cap. 13)—, vamos cargando piedras a lo largo de la vida en esa mochila invisible que llevamos en la espalda y de las que es nuestro deber deshacernos. Hay piedras grandes y pesadas, que deberían ser las primeras en eliminarse: el machismo, el racismo, el nacionalismo, cosas así... Piedras muy evidentes. Otras, en cambio, son como estas, pequeños guijarros que no abultan demasiado, pero que, en su conjunto, son tan molestos como las piedras grandes... ¿Ha probado usted a deshacerse de algunos de ellos?

Acto seguido, Julián de Capadocia, muestra que ha llevado a la práctica su teoría. Hace ya tiempo que Julián, hombre de contrastado aseo personal, dejó de peinarse y de planchase la ropa. Lleva el pelo corto y él mismo se pasa las tijeras de vez en cuando, así como por la barba. También ha prescindido del reloj y hasta de los calzoncillos. No compra ropa, se abastece de las prendas que le regalan. Últimamente, hasta ha rechazado el que lo fotografíen o en recrearse viendo viejas fotos. Todo ello representa, en suma, un numeroso grupo de piedrecillas que ha ido arrojando imaginariamente desde su mochila a la glorieta de un parque o a la corriente de un río. En todo caso, Julián medita y se pregunta si será posible caminar por la vida con tan cada vez más ligero equipaje, cargando tan solo en la mochila con la piedra más gorda de todas: la de su propia existencia. Por eso, a veces, le asaltan extrañas desazones e inquietudes que lo llevan a dar profundos suspiros ("Ay, papá, tú siempre con tus suspiros, qué pesao eres", le dice la Charito, su hija, enfadada). Julián de Capadocia, en estos trances, llega a asustarse y de ahí los suspiros. Tiene la intuición de que, el deshacerse de tantas piedras, lo ha llevado a rasgar un poquito el velo de Maya, y lo que ve a través de ese mínimo rasguño, la verdad sea dicha, lo llena de consternación.

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lunes, agosto 17, 2020

"Luna de agosto" (microcuento veraniego)

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LUNA DE AGOSTO

(microcuento veraniego)


La luz de la luna iluminaba la calleja de los faroles rojos y rayó con sombras horizontales el blanco de mi chaqueta en cuanto me situé tras las persianas de bambú del "Bayuè Yuèhang". La última vez que estuve en el establecimiento del señor Wu fue seis años atrás, cuando fui sacado de él a patadas por uno de sus sirvientes. Ahora, volvía a Singapur acompañado por el fiel Kap'ng, un dayak de Borneo que dominaba varias disciplinas muy necesarias a la hora de negociar con tipos como Wu.

No fui reconocido cuando abrieron el ventanuco de la puerta lacada. Poco tenía que ver ya con aquella especie de mendigo desharrapado en que me convertí por el amor al opio y por el amor a Yasmine. Por fortuna, todo había cambiado. Antes de acceder al fumadero, fui agasajado con un cuenco de té de jengibre. Nada predispone más a la bienvenida que un traje de lino, unos zapatos lustrosos y un peinado de estrella de cine. Al menos eso debió pensar el sicario que ordenó a una muchacha que me lo sirviera. Kap'ng quedó fuera, en la noche. Atento.

Todo estaba en silencio en el interior a pesar de que todas las habitaciones debían estar ocupadas. En el momento en que me interesé por una de ellas, una orden seca, de una sola palabra, hizo que expulsaran con rapidez al que la ocupaba. Era un esqueleto humano bien vestido, que ni siquiera protestó. Antes de entrar en la habitación, observé que la luz roja se escapaba a través de las rendijas del despacho de Wu. Luego, me quité la chaqueta y los zapatos y me tendí en la chaise longue reservada a los occidentales. Otra muchacha distinta, pero igual de bella que la que me sirvió el té, comenzó a preparar una pipa de opio. Abrió mucho los ojos cuando le pregunté por Yasmine. "No estar", fue cuanto me dijo. Imaginé que estaría con Wu y con ese pensamiento comencé a adormecerme en cuanto dí las primeras caladas. La muchacha se sentó a mi lado. Había encargado a Kap'ng que no comenzara su trabajo hasta pasada una hora. No se puede desperdiciar, así como así, una pipa de opio del "Bayuè Yuèhang" y mucho menos la compañía de una mujer como aquella. Sentada a mi lado, la acaricié íntimamente hasta alcanzar su secreto de tibio metal. Era, en efecto, una de las muchachas de Wu. Tal como me había contado Yasmine, todas y cada una de ellas, llevaban cosidos los labios de la vulva con un cordón de oro que impedía cualquier clase de penetración.

Cuando mi reloj marcó las doce, el silencioso Kap'ng entró en la habitación. Era de una eficacia admirable. Había cercenado los cuellos del portero y del vigilante y llevaba sus cabezas agarradas de las coletas. La ancha hoja de su cuchillo curvo refulgía limpia a la luz de las velas perfumadas. No hizo falta preguntarle: la muchacha de Wu, aterrorizada, señaló el camino del despacho. El sicario que intentó impedirnos el paso, corrió la misma suerte que sus compañeros. Kap'ng se echó las tres cabezas a la espalda e irrumpimos en el despacho de Wu. Lo sorprendimos tendido en un diván. Yasmine le masajeaba los pies. La muchacha me reconoció de inmediato y se llevó una mano a la boca ahogando un grito. Wu se incorporó y sacó un revólver de la sobaquera a la misma vez que Kap'ng sacó una pequeña cerbatana de la suya. A iguales tiempos, mi dayak siempre gana. Un dardo envenenado se clavó en la tráquea de Wu, que acabó como lo encontramos: tumbado en el diván. A Kap'ng es difícil convencerlo de que haga descansar a su cuchillo una vez puesto en movimiento. Depositó las cuatro cabezas sobre la lujosa mesa de teca. A la vista de ellas, pareció que los dragones que decoraban las paredes del "Bayuè Yuèhang" iniciaran una danza entre volutas de opio y sándalo.

Como había ordenado a Kap'ng, un rickshaw nos estaba esperando en la calleja trasera. Tomamos la dirección del puerto bajo la llovizna perpetua de Singapur. En el trayecto, besé largamente a Yasmine. "Tú sacar a mí de Wu", me había pedido la última vez que nos vimos. Y yo se lo prometí. En pocos minutos, estaríamos a salvo a bordo del Cephalonie. Ella, mi maestra en las más sofisticadas artes del amor, me había enseñado que el cordón de oro solo era necesario cambiarlo una vez al año, durante la luna de agosto. Recordándolo, pedí a Kap'ang la bolsita de seda, la desaté y deposité su contenido metálico entre las manos de Yasmine. "Es mi regalo de compromiso", le dije, y ella sonrió emocionada. En sus manos, blanca flor de loto abierta, un largo cordón de oro, arrollado en círculo, brillaba como una fúlgida serpentina.

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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 15

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15

Cuéntase, que, dado el carácter itinerante de su puesto de trabajo en Telefónica, un joven Julián de Capadocia se vio un día en Málaga con la misión de establecer unos nodos de comunicaciones de doble filamento. Siendo que terminada su labor y con la caja de herramientas al hombro, decidió caminar hacia el hostal Victoria donde pernoctaría. Fue cruzando la calle Larios, la populosa arteria de la bella ciudad mediterránea, cuando se topó con un grupo de gente reunida en torno a un individuo que peroraba a grandes voces subido en una caja vacía de botellines de Cruzcampo (detalle este que no acababa de gustar a los nativos que le escuchaban, según le informaron más tarde). "¡Yo soy la voz que clama en el desierto!" —decía aquel hombre, brazo en alto, que se vestía con una piel de camello a modo de faldellín— "¡Aliviaos de vuestros pesares porque la muerte no existe; solo estamos sometidos a un proceso continuo de dispersión y concentración!"

Aquella persona y aquella disertación interesaron muchísimo a Julián, hasta tal punto, que esperó a quedarse a solas con el orador, dispuesto a asaetearlo a preguntas. Se encontraba fascinado.

Me llaman el Zacarías, o el Profeta; pero ya ves, hijo mío, mis admoniciones caen en saco roto, porque en cinco horas que me he pasado subido en la caja, dale-que-te-pego, solo he conseguido un puñado de pesetas cuando he pasado la gorra.

Si usted me permite, yo tendría mucho gusto en invitarle a algo —dijo Julián con la voz turbada por la admiración—, y así me explica algunos conceptos que no me han quedado claros.

Nada me agrada más que un convite, muchacho, acostumbrado como estoy a alimentarme de raíces y miel silvestre; así que voy a ponerme la camiseta y voy a dejar que me agasajes en un sitio que conozco, que ya me encargo yo de aclararte todo lo que quieras que te aclare.

Sí, sí, por favor, señor Zacarías; me interesa mucho lo de la dispersión y la concentración, pues es algo a lo que vengo dando muchas vueltas desde hace una temporada —dijo Julián, que iba cargado con la caja del Profeta como un privilegio y haciendo cuentas mentales de cuánto podría costarle un platito de chanquetes y dos cervecitas en cualquier taberna, porque sus dietas eran muy limitadas. Pero no fue a ninguna taberna donde el Profeta lo introdujo, sino al Chinitas, célebre restaurante donde nada más sentarse ambos a una mesa (el Profeta era tratado allí con tanta deferencia como guasa), el orador comenzó a encargar platos de frito variado en variadas cantidades.

Verás, muchacho —comenzó a explicar aquel visionario mientras consumía boquerones a puñados y trasegaba copas de Barbadillo a rebosar—, ante todo, debemos alejar de nosotros toda idea de trascendencia, ¿estamos o no estamos?... Ah, perdón, disculpa, que llegan los calamares... ¿Sabes?, lo que debemos considerar es que la muerte es solamente, ¡ay, qué ricos los calamares, por Dios!, un punto de inflexión, el comienzo de una dispersión de la materia, ¡porque, oído al parche, no hay nada más que la materia!... ¡Anda, mira quién entra por la puerta!, ¡mi amigo Gregorio!, ¡Gregorio, ven, tómate una copita con nosotros, anda!

A la misma vez que un camarero ponía en la mesa un platazo de salmonetes y una segunda botella de vino, el tal Gregorio, un tipo bajito, un poco calvo, patilludo, y que al andar daba saltitos como de gorrión, se acercó a ellos: "¡Norl, norl, Sacaría', que hoy me hase pupita er fistro diodenarl, ¿te da' cuén?", dijo aquel personaje estrambótico que se marchó tal como había llegado, andando con la punta de los pies y con una mano puesta en los riñones, no sin antes haberse llenado los bolsillos de croquetas.

¡Jojojo! —rio con ganas el Profeta acercándose una fuente de papas aliñás —¡qué gran tipo este Gregorio! Es un flamenco chusmeta, pero hasta ha estado en Japón, el tío... Seguro que un día se hace famoso, ya verás... Bueno, ¿por dónde íbamos? Ah, sí, por lo de la materia... Pues verás, lo maravilloso de este proceso, y aquí tienes que estar atento, ¿eh?, es que cabe la posibilidad, ¡pero qué adobo más magnífico!, de que ahora mismo tu cuerpo albergue un átomo de silicio que antes estuvo en el pezón izquierdo de Marilyn Monroe. ¡Esa posibilidad es la que en realidad nos hace inmortales!, ¿tú me entiendes lo que te quiero decir? (y aquí soltó un mal disimulado eructo) ¡Inmortales!

A estas alturas de la charla, y siendo hombre de palabra, Julián de Capadocia debió excusarse un momento (dejando como prenda al metre su caja de herramientas y el anillo de la Comunión) para acercarse al hostal y extraer del doble fondo de su macuto varios billetes de mil pesetas. Con ellos pagó (con gusto, como declaró más tarde, por haber recibido aquellas enseñanzas que lo deslumbraron y que luego desarrollaría en varios opúsculos de su primera producción) el opíparo banquete del que estuvo excluido por falta de velocidad. En la puerta del Chinitas se despidieron y Julián, por primera vez, se vio obligado a irse a dormir a un parque. En concreto en un banco cerca de un burrito de bronce.

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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 14

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14

Julián de Capadocia, qué duda cabe, resulta muy temible para muchas personas en cuanto, por ejemplo, saca de su Pera alguno de sus "objetos de meditación" con la intención de entablar un diálogo con cualquier prójimo que se le ponga a tiro. Otras personas, en cambio, encuentran muy agradable su compañía. Es lo que le sucedió a Teófilo Migrañas cuando coincidió con Julián en la consulta del veterinario. Ambos, Teófilo y Julián, llevaban a sus respectivos perros a que los examinaran, aquejados los dos de diversas patologías. A Zaratustra, el mestizo de labrador de Julián, le habían salido unos orzuelos supurantes; Piticlín, el chihuahua de Teófilo, sufría de hemorroides y convulsiones.

—Hay que ver, don Julián, lo distintos que son nuestros chuchos en tamaño, carácter, color, raza... y, sin embargo, a los dos los llamamos perros.

—Así es, amigo Teófilo. Nuestro mundo sensible, sujeto a toda clase de cambios, admite tal paradoja; pero en el mundo ideal, todos los perros responden a la idea de perro, que, aparte de perfecta, es inamovible. En ese mundo, todo es estático y como digo, perfecto.

A estas alturas de la conversación, varios propietarios de mascotas que también se encontraban en la consulta, cambiaron rápidamente de asientos, agolpándose en un rincón de la sala de espera como en un refugio atómico.

—Y lo mismo que sucede con los perros, sucede con todo —continuó Julián—. Con los árboles, los muebles-bar, los triángulos, el amor, la amistad...

Ay, sí; qué bonitos el amor y la amistad, don Julián, ¿hay algo más bello, más grande? —dijo, soñador, Teófilo, a la vez que acercaba una golosina al hociquillo de Piticlín. —Ahí sí que existe una correspondencia exacta entre lo sensible y lo ideal, ¿no es cierto? (dicho lo cual, emitió un tierno suspirito).

¡Cómo que "correspondencia exacta", señor mío! —llegado a este punto, Julián de Capadocia se sulfuró, porque se sulfura mucho cuando alguien se desvía del camino que pretende mostrarle—. ¡Eso es exactamente lo más terrible de la vida, señor Teófilo, el que no haya correspondencia alguna!... Saber que el amor eterno en todas sus manifestaciones puede ser perecedero y que la amistad, por muy íntima y prolongada en el tiempo que sea, siempre puede romperse por cualquier fruslería, hace de este mundo, un mundo ingrato. ¡Esa posibilidad lo derrumba todo!, ¡todo! ¿Es que no lo entiende? ¿Qué nos queda, a qué podemos asirnos cuando asumimos esta certeza? No nos queda nada porque nada puede quedar en esta transitoriedad en la que vivimos sumidos...

Una llamada, surgida del altavoz, vino en ayuda del contertulio de Julián de Capadocia:

"Señor Migrañas, ya puede pasar a consulta con Piticlín"

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miércoles, agosto 05, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 13

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13

Son varias las fechas que, de manera infructuosa, se han barajado hasta ahora para fijar el momento en que Julián de Capadocia pronunció su famoso discurso conocido como "el sermón de la Peña" (llamado así, no porque lo expusiera desde alguna elevación natural del terreno, sino porque lo hizo subido a una silla en la Peña Deportivo-Cultural de la que es socio).

Sin entrar ahora en detalles, nos limitaremos a consignar que entre los ruidos que producían los jugadores de dominó de una mesa, con profusión de gritos, juramentos destemplados y fichazos sobre el mármol, se escuchó la voz de uno de los participantes, que enfadado por no ganar una sola partida en toda la mañana, preguntó al aire: "¿Pero qué sentido tiene la vida?", momento que aprovechó Julián para, como decimos, encaramarse a una silla, elevar el brazo derecho y con el índice extendido, pronunciar las primeras y célebres palabras de su sermón, aquellas que fueron: "La vida no tiene sentido alguno, es por completo absurda, señor mío", lo que provocó que los jugadores de dominó guardaran embobado silencio y que Zaratustra, el fiel perrazo de Julián, se tendiera a sus pies, dispuesto a continuar su siesta perpetua.

"La vida no tiene sentido alguno, es por completo absurda, señor mío. Somos nosotros, en último caso, los que debemos darle sentido. ¿Cómo? Pues entiendo que completando diversas etapas; la primera de las cuales, podría ser ir descargando de piedras esa mochila que llevamos a la espalda y que nos colocaron a poco de nacer. Carga onerosísima formada por piedras de diverso tamaño y peso que hemos ido acumulando durante años: prejuicios, información interesada, deseos, miedos, bulos... Solo librándonos de ellas, podremos transitar por la vida con el objetivo de darle el sentido que perseguimos, que no es otro que gozar de la belleza, tanto la natural como la producida por el hombre, aprender de todas las disciplinas, y procurar que el queso y el vino, de todo poquito, pero de todo bueno, lo compartamos con uno o varios amigos y con la persona amada. Llegados a este estado, poco nos costará alcanzar el objetivo final: darnos a los demás, aliviar los sufrimientos de los que sufren y, si es posible, aspirar a la santidad laica, cuando no al misticismo. Este es el sentido de la vida, señores. Un sentido, que podemos resumir en un sencillo precepto: amaos los unos a los otros".

Cuenta Pascual, el camarero de la Peña, que en cuanto acabó el sermón, cayó en la cuenta de que el vino Don Simón, con que, a escondidas, rellenaba las botellas de tinto del Mercadona mientras Julián de Capadocia peroraba, se había convertido en un gran reserva de Ribera del Duero.
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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 12

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12

El hecho que precipitó la prejubilación como empleado de Telefónica de Julián de Capadocia, fue un accidente de tráfico (lo atropelló un ciclista) que, aparte de producirle lesiones irreversibles en una pierna, lo mantuvo ingresado en el hospital durante una veintena larga de días. Fue allí, en el hospital, donde el grupo de compañeros de trabajo que vino a visitarlo, le hizo entrega de un regalo que lo puso muy contento: nada menos que una esfera de cristal. "Como siempre nos estás dando el latazo con lo del Ser y el Todo y las dichosas esferas, pues los muchachos y yo habíamos pensado que...", dijo Gutiérrez.

Nada más tenerla en sus manos, Julián comenzó a acariciar aquella esfera de cristal incoloro y purísimo —pues no se observaba en ella la mínima mácula en la superficie, ni siquiera una burbujita de aire aprisionada en su interior— con un placer que transmitió a los visitantes e incluso a su compañero de habitación (un señor operado de escoliosis llamado Gregorio). "Es el mejor regalo que podríais haberme hecho, amigos. Seguro, que con un poco de práctica, hasta podré escuchar la música que desprende...", dijo Julián mientras algunos de ellos se daban con el codo y sofocaban risitas. "Venga, Julián, deja ya la bola, que te pareces a Rappel. Nosotros nos marchamos, que ya está aquí la enfermera con la cena... Pero qué guapísima es usted, señorita enfermera" (Gutiérrez era y sigue siendo un hombre anclado en el pasado).

Aquella misma noche, y de cama a cama, Julián de Capadocia entabló una interesante charla con su vecino, teniendo la bola en su regazo: "Mire, amigo Gregorio, esto es la perfección de la forma —y cuando decía esto, elevaba la esfera sobre las puntas de los dedos extendidos de su mano derecha—. Una bella metáfora del Ser que se lleva representando desde los tiempos pitagóricos y la escuela eleata, aunque luego se comprenda que el Ser no pudiese contenerse en una esfera en tanto que es la totalidad, porque si la Nada no es, está imposibilitada para rodear algo ¡y mucho menos el Ser!, por lo que la teoría del Big Bang debería ser desechada; pero, ojo, ello no resta la más alta belleza a esta geometría sin caras, sin posible perspectiva, el más adecuado objeto de meditación que pod...". Para cuando llegó a lo del objeto de meditación, hacía ya rato que su compañero de habitación se había quedado frito, borracho de oxígeno y sedado de valium.
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domingo, julio 19, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 11

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Ha sido producto del azar el que nuestras investigaciones nos hayan llevado hasta D. Ricardo Albito del Socorro, la persona que, por fin, nos ha desvelado el origen del Capadocia con que, a manera de apodo, nuestro biografiado es conocido en su entorno e incluso ha firmado sus trabajos. Puestos en contacto con el cordial sr. Albito, nos lo narró así en conversación telefónica mantenida durante la pasada Fase 2 del Estado de Alarma:

"En efecto, coincidí con Julián en el instituto de nuestro pueblo, Vitigudino, en la provincia de Salamanca, recién inaugurado por entonces... Sí, sí, el instituto Ramos del Manzano. Lo inauguraron en 1971... Allí compartimos aula hasta 2ª de BUP, pues tras ese curso, la familia de Julián se marchó no sé a dónde, si a Madrid o a la parte de Levante. El padre estaba relacionado con el negocio del vino, creo recordar... No, hasta entrar en el instituto no lo conocí, no vivíamos cerca; fíjese que Julián vivía en la calle Caño y yo en la calle Amparo... Sí, allí en el instituto tuvimos de profesor de Lengua y Literatura a don Fulgencio, un lagumán que nos hacía leer por trimestre alguna novelita selecta de la literatura española. Así fue que, cuando leímos la de Galdós, "El doctor Centeno", descubrimos que el perro de la pensión donde se alojaba el protagonista se llamaba nada menos que Julián de Capadocia. Esto produjo mucho pitorreo y no hizo falta mucho esfuerzo para adjudicarle el mote a Julián Ruiz Bechamel, nuestro compañero... No, él no era nada popular ni apreciado, siempre andaba por ahí solo, ensimismado en sus cosas. Un grupito de la clase incluso lo maltrataba mucho. De hecho, fueron los que le pusieron el mote, claro... Se apoyaba en mí, que era el único que le ayudaba, porque Julián no era muy buen estudiante, ¿sabe? Él estaba siempre con lo suyo, mirando hormigas o mirando nubes, o se pasaba el tiempo de recreo observando en silencio una piedra a la que daba vueltas en la mano... No, no, ni deportes, ni pandillas, ni chicas... Mire, recuerdo que una vez, de camino a casa, me dijo una cosa que entonces me impresionó y en la que todavía pienso; me dijo, dice: "Mira, Richard (a mí me decían Richard), el ser es y la nada no es; por lo tanto, el ser es uno, imperecedero e inengendrado, ¿es que no te das cuenta?" Impresionante, ¿verdad?... Sí, sí, así es; le daban muchos zarrapazos al pobrecito, eran muy abechucos, muy cafres... Entonces, de verdad, ¿sabe usted algo de Julián? ¡Cuánto me gustaría volver a verlo!..."

Conseguida la información que nos interesaba nos vimos obligados a poner freno a la locuacidad de don Ricardo, porque incluso nos llegó a ofrecer buenos precios si visitábamos su negocio de saneamientos y cristalería de la calle... ¿Honda, Fonda, Ronda? Vaya, se nos ha olvidado.
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Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 10

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La noticia de que pronto sería abuelo, sumió a Julián de Capadocia en el desconcierto teniendo en cuenta que había educado a sus hijos, Charito y Diógenes, en la idea de la antiprocreación asumida tras sus lecturas de Cioran. El malestar generado por esta información no quiso comunicárselo a nadie salvo a Pascual, el camarero de la Peña Deportivo-Cultural de la que es socio. "Mire, señor Julián, déjese de tontás, porque en cuanto tenga a su nieto o nieta en los brazos, se le caerá la baba de gusto". "Sí, ya lo sé; pero esto es una natural consecuencia a posteriori, Pascual. Lo que me molesta es el a priopri, la voluntaria decisión que han tomado mi hijo y su mujer de traer un nuevo humano a este manicomio que orbita alrededor del sol. Es una irresponsabilidad propia de demiurgos caprichosos", contesta Julián de Capadocia dando el primer sorbo a su tinto con sifón y pensando a la vez que esta nueva criatura puesta en el mundo le restará tiempo para atender a su perro Zaratustra y a sus meditaciones. "Esto no es más que una vulgar trampa sentimental", concluye tomando un altramuz del platito que le ha ofrecido Pascual.

A Julián le van perturbando las ideas opuestas que se entrecruzan en su cabeza y apenas concilia el sueño. Tener un nieto en los brazos, como le dice Pascual, va a hacer tambalearse el edificio de sus convicciones, por lo que sopesa en última instancia hasta rechazar su futuro estado. "Pero sería monstruoso repudiarlo. Lo que sí se prueba, sin embargo, es que seguimos adelante como especie a base de coacciones romanticoides. Yo no pedí ser abuelo, en cambio, con la mercancía que ponen en mis brazos o al fondo de una cuna, me callan la boca". Sí; lo está pasando mal Julián de Capadocia porque no gusta de dejarse arrastrar por las circunstancias y porque sabe que, de aquí a poco, deberá corregir por la parte que le toca uno de sus aforismos más categóricos: "¿Qué somos?: una conciencia elaborada en un cerebro. ¿De dónde venimos?: de un azaroso proceso de evolución. ¿Adónde vamos?: a la aniquilación".
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martes, julio 07, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 09.

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Ya se apuntó en este estudio que Charito, la hija de Julián de Capadocia, es la depositaria de cuanto escrito generó su padre hasta el momento en que este decidió ser ágrafo. Ciertamente, Charito guarda toda la documentación perfectamente clasificada en carpetas y archivadores, etiquetado todo con rótulos elaborados en cinta Dymo; pero, ay, a pesar de su cuidado, Charito muestra muy poco interés por su contenido. "¡Bah, son cosas de mi padre!" es lo que responde a quien pregunta por ellos. Sin embargo, su compañera sentimental y de piso, Esmeralda Carrique, desarrolló un gran interés por estos papeles en cuanto comenzó a leerlos. Y no solo eso, sino que con el tiempo, llegó a convertirse en una experta en la obra del que podríamos llamar su suegro. Tanto es así, que la locuaz Esmeralda es la que nos proporciona material de suma importancia para pergeñar estas notas biográficas, extrayendo y fotocopiando manuscritos y opúsculos que consideramos de notable importancia.

Esmeralda, a la sazón, profesora de Lengua y Literatura en el IES "Daniel Taganana", aparte de admiradora, siente un profundo aprecio por Julián y lo pasa muy bien durante las visitas que en domingos alternos hace junto a Charito (Charito se turna con su hermano Diógenes). Esmeralda es una mujer animosa, alegre, dicharachera, que llena de besos tanto al perro Zaratustra como a nuestro hombre en cuanto traspasa la puerta como un ciclón de vitalidad y que prepara la merienda mientras hija y padre resuelven algún asunto familiar. Después, ante las tazas de café y los pastelillos, no deja de insistir con arrumacos a Julián en que vuelva a la escritura utilizando trucos como el no saber por qué detuvo una disertación sobre el verdadero sentido de la palabra "eudaimonia". En todo caso, Julián de Capadocia, le da largas gruñendo apenas y alegando razones poco consistentes. "Ya he escrito todo lo que tenía que escribir, ahora solo me apoyo en mis piezas de meditación", dice con seriedad, lo que provoca nuevas protestas de Esmeralda y que Charito, refunfuñe: "¡Pero qué pesados sois los dos!"

Lo que no sabe Julián de Capadocia (pero nosotros sí, porque nos lo confesó nuestra informadora) es que Esmeralda descubrió, mientras efectuaba una limpieza a fondo del cuarto de su suegro, un pequeño cuaderno de pastas amarillas escondido bajo la cama con anotaciones de pocos días antes. "¡Julián ha vuelto a la escritura!", pensó con contento y leyó con rapidez cuanto pudo. La última página escrita la llenó de asombro. Julián de Capadocia, había tachado con trazo enérgico uno de sus aforismos más lúgubres: "No hay problema lo suficientemente grave que no lo arregle metro y medio de soga". Bajo él, con letra temblorosa, aparecía un renglón: "Esmeralda es la luz de mi vida"... Esto es un secreto que solo conocemos Esmeralda, nosotros y ahora ustedes, lectores de estas notas.
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