martes, diciembre 25, 2018

Cuento de Navidad, 2018

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CUENTOFLASHBOTEPRONTO NAVIDEÑO PARA CONTAR A LOS NIÑOS EN LA CAMA


EL PERRITO


--Ven, perrito, ven... Toma, perrito...

El que así hablaba era un mendigo que establecía su limosneo en la puerta de un supermercado. En un cuento de navidad que se precie (porque lo que sigue se desarrolla una fría mañana de 24 de diciembre), siempre debe aparecer un mendigo, con el objetivo de que cuando se produzca el prodigio, el milagrito correspondiente, contraste con su vida desgraciada.

--Ven, perrito, ven... Toma, perrito...

El mendigo (del que adelantaremos su nombre: José Alfredo, que es un nombre que no le cuadra a un mendigo al uso; pero ya se explicará el porqué de este nombre tan impropio de pedigüeño) le ponía al perrito cerca del hocico una salchicha que había sacado de un paquete de salchichas de marca blanca. El perrito era de esos alargados que son conocidos popularmente como "perros salchicha", por lo que esta circunstancia se hacía paradójica: un perrito salchicha que comía salchichas.

Al final, el perro --todo ojos negros como grandes bolas de vidrio-- se comió no una sino tres salchichas mientras agitaba la cola. Era un perro asustado, abandonado o extraviado, con cara de buena persona. El mendigo le acercó una cuarta salchicha, pero el perrito dijo que nones. Ya tenía la pequeña barriguita llena. Ese momento de rehusarla es el que observó una cajera del super que salió un momento a la puerta a fumarse un cigarro. Conocía más o menos al mendigo. Es la que le daba pimientos y tomates pochos al acabar la jornada.

--Oiga, un momento --le dijo, --me parece que ese perrito es el de la foto del cartel que hay en la esquina. Se ha perdido y dan una recompensa a quien lo encuentre. Voy a ver.

La cajera, que era una muchacha dispuesta y que hacía muy bien los mandados, se acercó al sitio que indicó y al rato volvió con el papel en la mano. Allí, bajo una fotografía en blanco y negro, ponía: "Extraviado perrito de raza teckel por esta zona del barrio. Se llama Cuqui y lleva un collar con los colores de la bandera de Bosnia Herzegovina. Se recompensará". La parte baja del papel estaba cortada en tiritas con un número de teléfono impreso.

--¿No le parece que es él? --preguntó la muchacha dirigiendo miradas alternas al cartel y al perro.

--Sí, parece que es el mismo. Y es verdad que el collar tiene los colores de la bandera de Bosnia Herzegovina (aclaremos que José Alfredo, antes de abandonarse a la calle por una sucesión de tribulaciones, fue profesor de vexilología en una facultad de Geografía e Historia) --Pero yo no tengo teléfono para llamar. Si me hace usted, el favor...

--No se preocupe, llamo yo y si eso, nos repartimos la recompensa.

Así lo hizo y ambos quedaron a la espera, pues resulta que el dueño del perro vivía cinco manzanas más allá y dijo que marchaba a buscarlo enseguida. Para entonces, el perrito Cuqui (que se había bebido media botella de agua vertida en el plato de las limosnas) dormía acurrucado entre las piernas del mendigo.

--Tengo que volver a la caja, pero estaré pendiente. Ah, y lo de la recompensa lo he pensado mejor, se la queda usted, nada de repartos.

--Muchas gracias, señorita, que Dios se lo pague.

Al cuarto de hora, se presentó el dueño (un hombre apuesto con aspecto de recién duchado y con una cascada de caracolillos de pelo que le caía por la nuca). Cuando vio a su perro, abrió los brazos y comenzó a decirle: "¡Cuqui, Cuqui!, ¿dónde te habías metido, granuja?, ¡llevamos cindo días buscándote!... (el perro, despertado por las voces, no dio muestras de contento. Ni saludó, ni sacó la lengua, ni meneó el rabo, ni nada). Muchas gracias, señor, por haberlo cuidado".

--Solo le he dado agua y unas cuantas salchichas. Tenía hambre y sed. Llamó una cajera.

Pero la cajera no presenció nada de esta escena, pues el encargado del supermercado la destinó al almacén como castigo a su breve huída para fumar.

--Bueno, sujételo un momento, porque para darle las gracias, le prometo que va a tener usted una buena cena de Nochebuena.

Y dicho esto, el hombre se metió en el supermercado, saliendo al rato con una bolsa de las pequeñas llena de envases de mortadela (de la normal y con aceitunas), chopped (de cerdo y de ternera), tres paquetes de salchichas --¡más salchichas!-- y otro de queso en lonchas. Pero ojo, todo de marca blanca y no precisamente Hacendado. También puso en la bolsa media docena de huevos y una pieza de pan.

--Ea, pues esto junto con los diez euritos que le doy --no se los gaste usted en vino, hágame el favor--, conforman su recompensa. ¡Cuqui, ven con el amito y deja ya en paz a ese hombre, que nos espera mami en casa!

Y es entonces, en este momento exacto, cuando se produjo el esperado milagro. Lo inefable, lo prodigioso. Al perrito Cuqui le fue dado el don de la palabra durante tan solo diez segundos, pero que supo aprovechar muy bien, pues dijo con voz contundente de barítono --asombrosa para lo pequeño de su tamaño--: "Yo no me voy contigo a ningún lado, mamarracho. Yo me quedo en compañía de este hombre para el resto de mis días" (tras la dos frases volvió a su guau guau habitual). La sorpresa fue de tal magnitud que el hombre salió huyendo despavorido.

Con Cuqui y los estuchados de embutido, José Alfredo --que era un hombre bueno que no se extrañaba ante los imposibles-- pasó una de las más felices nochebuenas que recordaba en años. La primera de las doce que ambos vivieron juntos en buen amor y compaña antes de que una malhadada tarde, un camión lleno de escombros los atropellara en marzo de 2030 con resultados fatales.

T H E       E N D