martes, julio 21, 2009

Maravillas del Mundo, 2



La Huella Inalterable.






La consecuencia más notable que sobre nuestro amigo Walter Chang Prieto acarreó el haber adquirido por catálogo unas maravillosas gafas binoculares panavisónicas fue la serie de cinco bofetones que a lo largo del verano le propinaron sendas señoritas a las que estuvo espiando –no con suficiente disimulo- mientras jugaban entre las olas del mar ataviadas con breves flokkis.

—¡Toma, por tío guarro! —le espetaba con furia alguna de ellas y acto seguido sonaba como un latigazo el seco plac del sopapo a mano abierta y las gafas se le venían a Walter a la frente, con una de las patillas fuera de la oreja.

Como dijimos, fueron cinco, aunque de diferente contundencia, las bofetadas que le atizaron durante los meses veraniegos y con ellas se quedó sin rechistar. Pero en realidad, el amigo Walter, el bueno de Walter, compró aquellas gafas para unos fines completamente distintos a los propios de un simple voyeur de playa. Digamos que lo hizo en uno de sus arranques de locura, porque hay que aclarar que en cuanto llegaban los primeros calores estivales, a Walter Chang Prieto, se le iba trastornando la cabeza gradualmente, hasta que ya a mediados de julio, incapaz de contener aquel marasmo que lo ponía al borde de la insania, el trastorno reventaba con resultados imprevisibles que lo mismo podía manifestarse con la adopción de alguna manía inocua tal como dormir por las noches debajo de la cama vestido con el camisón floreado de su señora, que poniendo en peligro la integridad física de sus allegados, como cuando se empeñó en arrojar por la ventana a su suegro por una discusión sobre si es más correcto decir “almuerzo” o “comida”.

No; desde luego que no. En esta ocasión, Walter decidió la compra tras manifestarnos su deseo de contemplar la mítica huella que Armstrong había dejado en la Luna cien años atrás, y aunque intentamos por todos los medios hacerle desistir de aquel gasto inútil en un cacharro más inútil todavía y porque 1.375 neokópecs son 1.375 neokópecs, fue imposible convencerlo. Así que aquel mismo 20 de julio, de madrugada, cuando se cumplía el primer siglo de la estampación en el suelo lunar de aquella huella inalterable, Walter subió hasta la azotea del rascacielos Osama –en cuya planta 38 habitaba un miserable apartamento en compañía de su nutrida familia- dispuesto a revisar toda la superficie del satélite hasta dar con ella.

Leontxo, uno de los amigos de nuestro grupo que aceptó su invitación de acompañarle –más por quitarle de la cabeza aquellos delirios que por otra cosa- nos contó luego que, en efecto, las gafas binoculares panavisónicas eran un camelo y que, como mucho, con ellas puestas, podías adivinar que la cosa negra que se movía allá abajo en la avenida, era un coche fúnebre. Por lo demás, mirar la Luna era como mirarla con la lupa de juguete del maletín “El pequeño Sherlock” que le habíamos regalado a Amancito, el hijo menor de Walter, en su cumpleaños.

Pero a pesar de todo y tras algunas horas de observación, que Leontxo aprovechó para prepararse unos combinados y escuchar música clásica (Dúo Dinámico y Amancio Prada sobre todo), Walter gritó un estentóreo “¡La vi, Leontxo; la vi, por tu padre!” sin dejar de señalar la esfera con un dedo tembloroso. Seguidamente, se empeñó en que nuestro común amigo disfrutara también de aquella visión y le colocó nervioso, alborozado, las gafas que aseguraba portentosas.

—Mira, mira en esta dirección… ¿no ves como una mancha que parece una ene? Bueno, pues un poquito más a la izquierda, al lado de una sombra larga como un palito, ¿la ves ya? Una cosa redonda… ¿pero la ves o no la ves? ¡La huella de Armstrong, ahí la tienes, no digas que no!

Al poco rato Leontxo se quitó las gafas y se frotó los ojos cabizbajo, temeroso de provocar en Walter alguna reacción violenta cuando le confesara que en realidad la huella de Armstrong era la letra O de “visión”, palabra grabada en uno de los lentes de las gafas pero medio borrada por la mala calidad de aquel trasto inoperante. Al final decidió no confesárselo y dejar que Walter soñara al menos aquella noche con que había visto la huella del astronauta. Cuesta tan poco hacer feliz y cuesta tan poco humillar, que se quedó con lo primero. Buen chico Leontxo.

Menos mal que luego, pasadas las celebraciones del centenario, vino todo aquello de lo de las chavalas en la playa y se le olvidó lo de la Luna, y como pasa siempre con los caprichitos, transcurrido el verano y llegado el otoño y luego el invierno, las gafas de Walter acabaron arrumbadas en uno de esos cajones que sólo se abren tres veces al año.

© Sap.
es.humanidades.literatura
21/07/2009












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