lunes, noviembre 19, 2012

Historias Mínimas: La plaza de moscas.

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Fue que mi hermano Jaec, cuya imaginación era como agua incontenible en un cubo agujereado, dio en inventar la dipteromaquia y construyó con cartulina una plaza para torear moscas a las que previamente había desprovisto de alas. Cuando se aburrió del juego tras muchas tardes de gloria producto de faenas memorables y siendo como era, tan buen comerciante como creador de juegos, trató de vender el coso y todos sus pertrechos a nuestro otro hermano, San Joan. Para engatusarlo bien, desplegó ante él todas las maravillas de la construcción y sus inagotables posibilidades de entretenimiento, pasando a explicarle luego con ejemplos prácticos el desarrollo de aquella lidia de insectos.

La plaza, como digo, estaba hecha de cartulina utilizando la técnica de los recortables: tijeras y pegamento Imedio. El ruedo, como de un palmo de diámetro y pintado de amarillo con lápiz de color, lo delimitaba una barrera a la que no le faltaban burladeros. Alrededor de ella, el escalonado graderío lo pobló de espectadores que eran diminutos muñequitos también recortados, personajes que encarnaban el tópico del tipismo: un gordo con sombrero cordobés fumaba un puro, una señora lucía una mantilla, otros levantaban sus bracitos entusiasmados por lo que acontecía en el redondel, un vendedor de refrescos se paseaba entre el público... Llenar de aficionados las gradas poco le costó a Jaec, acostumbrado como estaba a abarrotar cuadernos de miles de muñequitos apretados que simulaban los ejércitos de sus países imaginarios. Finalmente, sobre toda aquella arquitectura de papel, un último círculo simulaba una arquería dibujada con rotulador.

Pero si todo aquello entusiasmó a San Joan, fue el proceso de la faena lo que lo cegó definitivamente y lo hizo decidirse por la compra. En su enseñanza, Jaec comenzó mostrando cómo se disponía una pequeña caja de cerillas en una apertura que a manera de chiquero se comunicaba con el ruedo. Sólo había que empujar con un dedo el cajoncillo de la cajita para que apareciese, deslumbrada tras el oscuro encierro, la primera mosca de la tarde. Mosca a la que Jaec, como dijimos,  había desprovisto de alas (la dipteromaquía voladora es complicadísima) para facilitar su lidia. La faena la realizaba él mismo, ayudado por un trocito de papel higiénico que a manera de muleta pasaba por encima del insecto de una manera más o menos artística. También él simulaba entre dientes los murmullos del público, sus ovaciones o su descontento y si consideraba que la mosca era brava, embestía bien y tenía trapío suficiente como para no corretear atolondrada, tarareaba el pasodoble cañí que exigía la afición. Cuando el tercio tocaba a su fin, Jaec solicitaba el trasto de matar, así en singular, porque no era otro que un alfiler. Seguidamente cuadraba a la mosca, guiñaba un ojo, apuntaba con el estoque y lo hundía en el hoyo de las agujas ensartando al bichito sin que hiciera falta descabellarlo. Un nuevo murmullo imitaba al público enaltecido que al no poder reclamar las orejas y el rabo del insecto, exigía la pronta salida al coso de otra mosca con la que continuar la diversión.

Cuando terminó el espectáculo, San Joan, decidido a pagar lo que fuera por aquella maravilla que trasladaba la práctica del arte de Cúchares a nuestra mesa de formica del comedor, preguntó el precio.

Te vendo la plaza por un duro —fue la contestación de Jaec.

La cantidad resultó alarmante. Verdaderamente, cinco pesetas representaban una pequeña fortuna para nuestra economía infantil. San Joan, como mucho, había pensado en las dos o tres pesetas que como era usual en nosotros, hubiera hurtado del monedero de la tita Anita. Pero un duro era una palabra mayor, lo abocaba casi a la delincuencia. Así que viendo que nuestro hermano pequeño daba marcha atrás en sus deseos de compra, Jaec empleó una de las más antiguas artimañas de charlatán de feria para acabar de convencerlo:

Es que si me compras la plaza, te llevas de regalo esto...

Y sacó de no se sabe dónde una caja de cerillas de aquellas grandes de cocina.

Ábrela con cuidadito —le dijo a San Joan.

Dentro de ella y con no poca sorpresa, descubrió un rebullir de moscas sin alas; tal vez un centenar de moscas enloquecidas sobre las que Jaec, para alimentarlas, había esparcido un puñado de azúcar.

¡La ganadería!

Este detalle decidió finalmente al comprador. San Joan, buscó detrás del portarretratos que exhibía una foto de la boda de la Mari el monedero de la tita, lo abrió, encontró el duro entre la pobre calderilla y sin perder más tiempo, se lo entregó a Jaec cerrando por fin el trato para alegría de ambos, pero sobre todo de Jaec, que siempre tuvo algo de vendedor gitano de borricos.

El hurto lo descubrió la tita a la mañana siguiente, porque robarle alguna peseta o monedas de dos reales o de gordas era un hecho que casi siempre pasaba desapercibido, pero los duros no. Los duros los tenía contados. Así que implicando al tito y a mamá, preguntando a unos y amenazando a otros, el culpable no tuvo más remedio que cantar de plano. Cuando después de restituir la moneda a su dueña, quedando San Joan sin su plaza de moscas y Jaec con el negocio deshecho, se descubrió el objeto de la transacción —la plaza—, pero sobre todo, el obsequio añadido —la caja llena de moscas enloquecidas—, los gritos de horror de las mujeres obligaron a que todo aquel aparataje acabara haciendo compañía a las pieles de patatas en el cubo de la basura.  Fue el punto final. La dipteromaquia y el único diestro que la practicó, mi hermano Jaec, terminaron su ciclo para alivio de las moscas de casa pero para desgracia de una afición que, aunque de papel, siempre se mostró entregada.
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miércoles, noviembre 14, 2012

"Aquella edad inolvidable" Ramiro Pinilla

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En su novela “Crónica de una muerte anunciada”, Gabriel García Márquez desvelaba al lector lo que iba a ocurrirle a Santiago Nasar en los dos primeros párrafos. Algo así es lo que hace Ramiro Pinilla en su última obra, pues en la primera página ya nos indica cuanto va a suceder sin que por ello —y este es su gran mérito— anule el interés del lector por continuar pasando páginas; al revés, lo acrecienta. Lo que demuestra que si es un final con sorpresa lo que vale la pena de una novela, es que la novela no tiene importancia y pare Ud. de contar.

Aquella edad inolvidable”, la última novela del veterano autor vasco, es la narración de un infortunio y una obcecación, pero también la crónica de una derrota que a pesar de todo, no se doblegará a la indignidad: Souto Menaya, joven albañil de San Baskardo en Getxo, el territorio mítico donde Pinilla desarrolla sus historias, jugador de fútbol en equipos de categorías inferiores, será fichado por el Athletic  Club de Bilbao, cumpliéndose así su sueño y el de su padre, Cecilio, viejo aficionado para quien el  Athletic es religión y su campo, San Mamés, su catedral, nunca mejor dicho.

Souto Menaya, alias “Botas”, conseguirá meter el gol con el que su equipo vencerá al enemigo, el Madrid de Franco, ganando así la final de Copa de 1943, pero verá truncada su carrera al poco tiempo de su fichaje a consecuencia de una lesión que lo dejará cojo, dependiente de una muleta y sumido en la amargura. Inútil para todo trabajo que no se realice sentado, el que fuera un aclamado ídolo y un joven de austeros proyectos junto a Irune, su novia, la lecherita de un caserío, terminará ensobrando cromos de futbolistas para álbumes infantiles en muchos de los cuales aparecerá su figura. Un trabajo doméstico que lo llenará de frustración y de resentimiento hacia todo. Algo incomprensible para Andrés, el niño que lo idolatra y en el que se verá reflejado con una luz de esperanza  el propio Souto.

El texto, que parece escrito a cuchilladas, como las que emplea el que afila un palo con una navaja, está exento de cualquier floritura, digresión o concesiones efectistas. El ritmo de frases cortas, diálogos cortos y vocabulario suficiente habituales en Pinilla. En el asunto, de un lado, lo colectivo, el Athletic como equipo y como razón de un pueblo frente al enemigo en una lucha llena de orgullo, los aldeanos contra la opresión externa; del otro, Souto como propio enemigo, lleno de tensiones y amarguras, dudoso en aceptar o no la prebenda mínima de un trabajo. En medio de ellos, el intento de compra de la dignidad por parte del poder contra quien se enfrenta el grupo y el amor incondicional de Irune. Por todo ello, no creo que se necesite ser aficionado al fútbol para disfrutar de esta novela de fútbol (y declaración de amor a unos colores, dicho sea de paso), pues no es aquí otra cosa que una metáfora y un fondo para desarrollar la historia de un irreductible del que nunca sabremos si metió o no el gol —el gran y único gol de su carrera— con la mano.
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martes, noviembre 06, 2012

Damero Mardito, nº 43 (noviembre)

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¿Por qué no se mató allí mismo (el narrador, se entiende)? 

Era la densa noche de fiacres charolados por la lluvia, iluminados por los planetas lácteos de las farolas. Había un lejano ulular de sirenas y en una esquina también lejana, un breve hombre y una breve mujer entre pliegues textiles, nimbados ambos por sus vahos casi equinos, procedían a cerrar el trato más antiguo. Hipolite tal vez se encontrara ya aterida entre los satenes nacarados de su cama. Aún había tiempo para un último ajenjo en el bar de Beppo, el calabrés. París estaba cerca. 

Un par de mesas ocupadas, unos jugadores de billar y un bebedor solitario en la barra es cuanto había. Acudí al reducto caldeado por la estufa y busqué la compañía del gato narcotizado, eterno vigía de ojos cerrados. El propio Beppo me sirvió con un entusiasmo impropio de la hora y la meteorología. Mi bufanda mantenía un tenue rastro del perfume de Hipolite. En el rincón más oscuro, una mujer negra farfullaba un tango en un imperceptible acordeón. Creí haber visto antes su cara. "Tú también detestas la vida", recitó como un sortilegio. Hubiese querido encontrar un revólver en mi bolsillo, salir del bar de Beppo, utilizar una sola bala. Pero en vez de un arma, mis dedos se enredaron en el pañuelo con nuestros nombres. Hipolite y Joel, y tuve que seguir bebiendo y viviendo. 

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¿Que dónde conseguir el Damero Mardito de este mes? Pues como siempre, en su kiosco habitual y gratis total. Aquí: El Damero del Vecind(i)ario
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