viernes, marzo 23, 2012

Las huellas

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Quise afearlo todo como defensa, resaltando las semejanzas evidentes con un cursi anuncio televisivo de perfume o desodorante; sin embargo seguía viéndome a mí misma así, en cuclillas, trazando con una ramita el perfil de mis pies, poniendo cuidado en diferenciar cada dedo; quería evitar que la arena se acumulara en los intersticios y que el resultado final, en vez de la clara silueta de unas huellas, fuera cualquier cosa, dos judías gigantes o dos piscinitas en forma de riñón como la que tenían los primos ricos en su chalet.

Mi propósito era imitar en cuanto pudiera los perfiles que sobre mármol vimos labrados en el museo arqueológico al que nos llevaron de visita poco antes de las vacaciones. "Consagraban su persona a alguno de sus dioses" —explicó doña Rosa— "y lo hacían así, grabando las plantas de sus pies en una placa votiva que luego colocaban en el templo".

Durante aquel verano, el mismo en que mi cuerpo justificó ya el uso del bikini (uno floreado con una argolla de plástico en el centro del sujetador), tracé decenas de mis propias huellas. Luego, en medio de ellas, escribía su nombre sin que la ortografía importase nada entonces: H-E-M-I-L-I-O. Después, la marea que subía imperceptible cada minuto se encargaba de hacer el resto. Llegaba la ola que con fuerza suficiente y rompiendo en espuma conseguía lamer la arena seca dejándola como un caramelo húmedo y sobre ella las líneas ya desdibujadas de mi ofrenda. Importaba sabernos a cada uno en una punta, en mares diferentes, conscientes de que según lo pactado en julio, hacíamos lo mismo; nuestras huellas y nuestros nombres desvaídos por el agua marina en aquel ritual purísimo y antiguo que nos enseñaba por vez primera el goce del amor.

Fue el recuerdo contra el que más fuerzas tuve que acumular. Me obligué a sobreponerme a la evocación porque ya había perecido demasiadas veces en el chantaje de la memoria. Descolgué el teléfono y no dejé que su voz me traicionase de nuevo: "Está llamando a la consulta del doctor Emilio Valverde. Ahora no podemos atenderle. Por favor, deje su mensaje tras oír la señal"...Pppppp. Seguí grabando pero no ya huellas en la arena sino mis palabras en una cinta magnetofónica, las que juntas conformaban una dolorosa petición de divorcio.
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lunes, marzo 19, 2012

Solución al Damero Mardito, nº 35 (marzo)

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A continuación, pasamos a desvelar la solución al último Damero Mardito (nº 35, marzo), aprovechando como siempre el momento para enviar un afectuoso saludo a nuestros distinguidos seguidores. Muchas gracias.

"Cuando paramos enfrente de la casa, vimos a mi madre sentada en una de las sillas del porche, con una manta extendida sobre el regazo, como si llevara varios días enferma." 

A. Resma
B. Íncubos
C. Cemento
D. Hulla
E. Azafrán
F. Reverde
G. Desván
H. Rampan
I. Urodelo
J. Sedativo
K. Sonata
L. Orífice
M. Arden
N. Léxica
Ñ. Tensad
O. Ollas
P. Ramsés
Q. Inane
R. Escampal
S. Siendo
T. Gamada
U. Olmeda

Acróstico: Richard Russo, "Alto riesgo" 
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miércoles, marzo 14, 2012

Movilgrafías: Su Primera Comunión

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El Ángel del Mal, el Diablo Descalzo, adquiere la apariencia de niño pérfido para recibir el Cuerpo de Cristo.

Para ello se tiñe de rubio parguela y se viste con un uniforme de fantasía del Ejército del Aire. Su poder es tanto, que ha anulado al resto de compañeros, y vacíos de contenido los trajes de marinerito, se hacen apropiados para amortajar niños muertos.

Las niñas de atrás, en cambio, rinden pleitesía al joven Luzbel ataviadas como pequeñas novias dispuestas a consagrarle  su virginidad en la celebración de unos esponsales místicos.

Los 145 euros que cuesta el traje son una nueva tentación del Maligno. Su compra es a la vez, la venta del alma del comulgante por parte de los dichosos papás.
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viernes, marzo 09, 2012

"Carnets" Sebastià Mesquida Sureda

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Una mirada despojada de todo lo accesorio hasta alcanzar la síntesis que sólo la práctica y la ternura consiguen, es la que el autor dedica a un puñado de objetos, de actitudes, de paisajes y de seres..

las EDICIONES del VECIND(i)ARIO se complace en ofrecerles

"Carnets"
una obra de Sebastià Mesquida Sureda.

Nunca como ahora, lo bueno, si breve, fue lo mejor.


¿Qué dónde conseguirlo? Pues gratis totá en versiones tanto para PeCé como para Lector Electrificado, pinchando aquí mismo:
Las Ediciones del Vecind(i)ario


Unas palabras del autor:
Pues me llamo Sebastià Mesquida Sureda. Y nací en Artà (21.12.1933), un pueblo de Mallorca (Islas Baleares) de entrañables paisajes y de gente amigable. Mi origen es una familia de pequeños agricultores. Mi particular e insignificante recorrido ha tenido sus naturales dificultades, y en muchos aspectos habrá conocido fracasos notables. En el mundo que tenemos me considero, sin embargo, un privilegiado.
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lunes, marzo 05, 2012

Damero Mardito, nº 35 (marzo)

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Potaje de oreja


Reconocía nuestro amigo Basurto su vicio y sus consecuencias, y es que le resultaba imposible leer si al mismo tiempo no estaba comiendo. Entiéndasenos: no es que se llevara el libro a la mesa familiar durante el almuerzo o que abriera el periódico en el bar a la hora del desayuno. No. Su vicio era más complejo y a lo que creemos, menos habitual. Verán: Para Basurto, el acto de leer debía producirse siempre en el mismo sitio, esto es, su sillón favorito. Pero necesariamente debía ejecutarlo comiendo —en general un bocadillo— porque ya no entendía la lectura si el ritmo del relato o la eufonía de los versos no venían acompañados por la sonoridad mezclada de la masticación y de la garganta deglutiente. Este ritual era la causa de que las páginas de todos sus queridos libros se encontraran llenas de manchas. Manchas de grasa, de aceite, manchas coloreadas por el pimentón del chorizo y también por restos de pan endurecidos que se acumulaban en los intersticios.

Asumía Basurto que se le pudiera acusar de sucio e indolente pero en su defensa podía argüir que había acabado especializándose. A la larga, la acción subconsciente hizo que determinados autores lucieran en sus escritos manchas en exclusiva sin relación aparente; y así, con sorpresa, observó que las novelas de Faulkner se encontraban repletas de la rosada grasa del salchichón. A Proust lo reconocía por el ketchup de las hamburguesas; a Quevedo por la amarilla mostaza; a García Márquez por la permanencia olorosa de las manchas de chistorras... y así todos. Pero fue Galdós el que mejor representó esta regla: Sistemáticamente, las páginas de sus Novelas Contemporáneas fueron maculadas por el aceite de sus bocadillos de sardinas. La conexión es clara, ¿existe mejor acompañamiento para "Fortunata y Jacinta" que la áurea pringue de unas sardinas en conserva?

P.D.: A nuestro amigo Basurto nunca le prestaban libros.
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¿Dónde conseguir el Damero de este mes? Pues como siempre, gratis total en su kiosco habitual. Aquí: El Damero del Vecind(i)ario
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jueves, marzo 01, 2012

"Sympathy for the Devil"

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(Con agradecimiento a los señores Jagger y Richards)

Llegar por lo absurdo a dejar de prestar atención a la tragedia. Así, concentrado en la contemplación de una de mis uñas deseaba como nunca haber tenido unas tijeras a mano. De la misma manera, observaba cómo en la punta del cigarrillo se producía la combustión que llevaba al papel y las hebras de tabaco a convertirse en ceniza rodeada por el anillo negro de alquitrán. O jugaba a las palabras. En orden alfabético, objetos propios de un quirófano: Anestesia, Bisturí, Cubeta, Drenaje... Y que pasara el tiempo; sobre todo que pasara el tiempo y acabase con los lamentos, con el continuo uhh uhh del llanto, con el chirrido de las suelas sobre el parquet y que al levantar la vista hubiesen desaparecido los treinta y siete féretros que se alineaban sobre el piso barnizado del polideportivo.

 Volvíamos a la grada desde el reducto de las sillas plegables que ante cada ataúd, habían sido dispuestas para los familiares. Me movía el despejar a Maite del ambiente espeso de las flores fúnebres, del histerismo subterráneo de los pañuelos hechos bolas, del uhh uhh que como letanía minimalista saltaba de uno a otro grupo sin interrupción, y de mi propio horror.
Nada pude objetar a la decisión de aquel funeral común, a la consiguiente espera del ministro de turno y del pleno municipal que mostrarían su dolor institucional a las cámaras de televisión y a los flashes de los fotógrafos de prensa. La víctima que me correspondía era mi cuñado menor, uno más de los pasajeros del autocar despeñado.

 El recinto se iba llenando de parientes y curiosos que se repartían por el graderío o se mezclaban con las familias allá abajo, haciendo que en el silencio, el roce de los zapatos multiplicados de eco aportaran sonidos de partido de baloncesto. Maite apoyaba la cabeza en mi hombro y yo jugaba a las palabras o miraba las idas y venidas de un vejete por entre los grupos que levantaba apenas un sombrero casi ridículo en un pésame ceremonioso. Me sentía colapsado pero en ningún momento tuve un recuerdo para mi cuñado. Volvíamos a las sillas para regresar otra vez a las gradas en un continuo ir y venir que suavizaba la mortificación del uhh uhh de los llantos. El anciano de antes, como si fuera familiar de todos los fallecidos, zigzagueaba por entre los féretros, se presentaba a los dolientes y daba leves abrazos de condolencia. Coincidí con él frente a la máquina expendedora de café y me ofreció un perfil deformado tal vez por el dolor y por una dentadura postiza mal encajada que le claqueaba cuando repetía al señor que estaba a su lado "Qué tragedia, don Pablo, qué tragedia..." En ese instante tuve la certeza de conocerlo, de haber visto su cara en otro lugar que se me escapaba.

Volví con los padres de Maite ofreciendo el consuelo imposible del café caliente. Las mujeres de la familia interrumpían el uhh uhh del llanto para entregarse a los gritos desgarrados, a la gestualidad dislocada del dolor que hizo a otros desplomarse en el suelo entre convulsiones. La cobardía me llevó a pensar que el fallecido era solo mi cuñado y regresé a las gradas asustado de mi poca entereza dejando a Maite frente a su hermano. Miré otra vez mis uñas, jugué a las palabras, encendí otros cigarrillos y desde la altura contemplé de nuevo los movimientos del vejete como una posibilidad narcotizante. Por un momento, el esfuerzo por ubicarlo en el tiempo y en determinado lugar se convirtió en un juego mental que me aisló en el vacío.

Treinta y siete cadáveres. De manera irrespetuosa comenzarían a descomponerse entre los tableros de las canastas, sobre las geometrías delimitadoras de las áreas y contemplados por un marcador estropeado que con números luminosos mostraba el tanteo del último partido. Un entorno de dinamismos roto ahora por las cintas negras con letras doradas, por la quietud mortuoria y terrible de las coronas de flores. Desde mi altura, la mano de Maite acariciando la madera del ataúd de su hermano se interpuso en mi búsqueda visual del anciano con sombrero. Lo encontré finalmente en un rincón apartado y en una actitud que me proporcionó todas las claves. El hombre, ajeno por supuesto a mi vigilancia, miraba en torno suyo desde su discreto escondite a la vez que sobre la punta de los pies, bajaba y subía los talones con suficiencia, en un gesto inequívoco de satisfacción que lo llevaba además a deslizar los pulgares entre el cinturón y la camisa como ajustando el tejido al cuerpo. Sonreía complacido como ante una obra bien hecha. Era la misma persona, la misma expresión representada en el cuadro y la misma del reportaje.

Tres días antes, en el Laboratorio de Arte, estuve analizando junto con varios de mis alumnos la diapositiva de un cuadro de Fabrizio della Porta, "La Presentación al pueblo", una obra sin duda menor e irregular. Pero no eran los errores técnicos los que me interesaban ahora, sino un personaje. La descripción es sencilla: A la izquierda del cuadro, Jesús es custodiado por dos legionarios romanos que lo llevan hasta la zona de luz que penetra a través de un vano que suponemos balcón. Sin estar representada, adivinamos la muchedumbre vociferante que reclamará su muerte. Casi en el centro, sentado sobre un austero trono rematado por la Loba Capitolina, Pilato sumerge las manos en el agua de una jofaina que le ofrece un esclavo negro. Otro esclavo, arrodillado, sostiene un lienzo blanco. Más a la derecha la esposa de Pilato, Claudia Procula, esconde el rostro con una mano mientras otra mujer, tomándola de los hombros, parece consolarla. Pero es entre el grupo que forman Pilato y los esclavos y las dos mujeres donde aparece, escondida en la penumbra, la figura de un hombre togado. En un escorzo de tres cuartos, vuelve la cara hacia las matronas pero en cambio la mirada, de reojo, la dirige directamente al espectador. Las comisuras de los labios, alzadas levemente, forman una sonrisa enigmática y llena de malicia. Su naturalismo contrasta con el hieratismo que expresan el resto de figuras. ¿Quién es este hombre? Por su indumentaria y la majestad que desprende podríamos concluir que se trata de un consejero o tal vez, la representación del propio césar como símbolo del poder de Roma y sus inapelables sentencias. Sea como sea, la importancia del personaje es evidente. El artista se preocupó de situar su cabeza en uno de los puntos aúreos de la composición. Ni siquiera el Jesús de perfil o el significativo maniluvio de Pilato logran desviar la atención del espectador a otra cosa que no sea la mirada y la sonrisa del personaje anónimo.

Esa misma noche se emitió en televisión un reportaje sobre el asedio a Sarajevo y los asesinatos ordenados por Radovan Karadcic. En las fosas comunes se procedía a desenterrar los cuerpos de cientos de musulmanes ejecutados durante la limpieza étnica forjada por aquel psiquiatra megalómano con cara de entrenador de fútbol. Cuerpos amorfos rebozados de pegajosa tierra negra iban saliendo a la luz como un horror cotidiano. Habitantes de los distintos pueblos que rodean Sarajevo se afanaban en el desenterramiento, en el reconocimiento de parientes, vecinos o amigos a través de los jirones de tela, de calzados que se desprendían como hechos de petróleo. Pero fueran secuencias tomadas en una población u otra, advertí la presencia constante de un hombre viejo que en todas las sórdidas escenas y con sutilidad, buscaba el objetivo de la cámara pero siempre agazapado en los corrillos. En todas y a pesar de lo desagradable de la tarea, se mostraba sonriente. Reconocí en él al personaje del cuadro de della Porta.

La conexión llegó a estremecerme por lo evidente. Allí estaba. Repartiendo de nuevo suaves condolencias, contraponiendo al uhh uhh su sonrisa maligna que concentraba todo el arcaísmo de la Humanidad. Siempre entre desgracias, paladeando el sabor a óxido de la muerte que alzaba sus comisuras antiquísimas, dirigiéndose al grupo arrasado de Maite y sus padres.
Salté butacas de plástico, eludí cuerpos y ojos asombrados y en los apenas quince o veinte metros que me separaban de él, el tiempo se fragmentó estallando en imágenes que me acompañaron en la agitada carrera. Fogonazos con el uhh uhh continuo como una banda sonora espiral, y allí estaban su boca y su mirada, nítido en la vorágine, ayudando a arrastrar un carretón atestado de gaseados en Auswitch, vestido de soldado sonriendo a la cámara que seguía a la niña abrasada por el napalm en Vietnam, presenciando la descarga de ahogados en algún lugar de Bangla Desh donde otros miles se unían al rosario del uhh uhh y se acercaba a Maite pero a la vez amontonaba cabezas cortadas en un campamento Jemer y paseaba por las trincheras de Verdún y firmaba sentencias de muerte mientras tomaba el café tras el almuerzo y estaba allí y en todas partes, acompañándonos siempre, en los hospitales, en las cárceles y los manicomios, escuchando el uhh uhh de los lamentos de las madres como melodía excelsa, repetido como un coro en terremotos e incendios y su mano se extendía hacia Maite, la misma mano que anotaba nombres de prisioneros en un gulag siberiano, idéntica a la que mostraba mariposas al delicado coleccionista que había ordenado una matanza en un hipermercado, o se convertía en picana eléctrica con fondo de tangos o se transformaba en locomotora que colisionaba contra vagones de pasajeros que entonaban el uhh uhh como gritos de amputados y su sonrisa descompuesta, la mirada brillante y sorprendentemente juvenil ahora, todo él adecuándose, adaptándose a la forma del dolor de Maite y mis últimos metros en el trayecto más largo de la Tierra, el planeta siempre hollado por él y llegar a impactarle y arrojarlo al suelo antes de que la tocara, en el momento justo en que hablaba con amabilidad, la mano alzando el sombrero, el ufano, el de nuevo satisfecho.

—Permítanme que me presente. Aunque supongo que ya conocen mi nombre...



©Sap, es.humanidades.literatura, 2004 
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