El niño observaba con atención la procesión de hormigas que discurría bajo sus zapatos. El banco era alto y él lo suficientemente pequeño como para no tocar el suelo con los pies. El sol había empezado a fabricar sombras alargadas.
Las hormigas transportaban el cuerpo de un saltamontes o una mantis. Formaban dos filas que caminaban en direcciones opuestas, dos rectas paralelas que se engrosaban como un tumor negro y bullente en el tumulto que rodeaba al cadáver.
El niño apoyaba la cara entre las manos, fija la mirada en el desfile. Imposible adivinar si su gesto era de fastidio o admiración ante lo que veía. Pasaba un chicle de un lado a otro de la boca y de tanto en tanto hacía globos que aparecían y desaparecían de súbito tras una mínima explosión rosa.
A su lado, también en el banco pero recostado, el hombre encendió un cigarrillo. Agitó el fósforo y lo arrojó al suelo. Fatalidad. Cayó entre las filas de hormigas y allí la diminuta llama recobró la viveza necesaria para dispersar el cortejo. Las hormigas abandonaron por un momento el saltamontes o la mantis y rodearon la cerilla como espectadoras hieráticas y sabias. Cuando finalmente el fuego consumió la madera y se extinguió, volvieron a su trabajo.
El niño dijo entonces:
—Nos contó la señorita Albers que la queratina las protege del fuego.
Por toda respuesta, el hombre gruñó un poco y se tapó los ojos con el ala del sombrero. La atmósfera estaba tan caliente que el humo del cigarrillo apenas subía al aire y rodeaba al hombre como la aureola de una aparición fantasmal. A su lado había dos botellas vacías de Budweisser y otra de Pepsi.
El niño separó la cara de las manos y giró la cabeza con un gesto brusco hacia el hombre:
—¿Entonces no volveré a la escuela de la señorita Albers?
El hombre permaneció quieto y mudo. Tal vez trataba de dormir. Su aspecto, desde luego, era el de un hombre que llevara sin dormir muchas horas. El traje de rayas arrugado y la corbata aflojada no indicaban lo contrario. Tampoco la barba de un par de días que se confundía con las sombras.
El niño retomó su posición anterior y la observación de las hormigas diligentes, imperturbables. Dos ritmos se acoplaron: el discurrir de las filas y el leve ronquido que emitía el hombre. Luego, aburrido tal vez o furioso o ambas cosas al mismo tiempo, el niño se levantó del banco y comenzó a pisotear la caravana y su preciosa carga. Fue el colapso. A conciencia, fue arrastrando las pequeñas suelas de goma sobre decenas de hormigas que trataban de proteger su tesoro del caos y la destrucción ofreciendo sus propias e insignificantes vidas.
Todavía de pie, agitó una pierna del hombre para despertarlo:
—¿Y mamá? ¿qué pasa entonces con mamá?
El hombre se revolvió y cambió de postura con lentitud. Escondió aún más los ojos dando un fuerte tirón del sombrero y se apoyó de lado contra la gran, la enorme, la hinchada maleta forrada de piel de vaca que olía tan mal.
Las hormigas transportaban el cuerpo de un saltamontes o una mantis. Formaban dos filas que caminaban en direcciones opuestas, dos rectas paralelas que se engrosaban como un tumor negro y bullente en el tumulto que rodeaba al cadáver.
El niño apoyaba la cara entre las manos, fija la mirada en el desfile. Imposible adivinar si su gesto era de fastidio o admiración ante lo que veía. Pasaba un chicle de un lado a otro de la boca y de tanto en tanto hacía globos que aparecían y desaparecían de súbito tras una mínima explosión rosa.
A su lado, también en el banco pero recostado, el hombre encendió un cigarrillo. Agitó el fósforo y lo arrojó al suelo. Fatalidad. Cayó entre las filas de hormigas y allí la diminuta llama recobró la viveza necesaria para dispersar el cortejo. Las hormigas abandonaron por un momento el saltamontes o la mantis y rodearon la cerilla como espectadoras hieráticas y sabias. Cuando finalmente el fuego consumió la madera y se extinguió, volvieron a su trabajo.
El niño dijo entonces:
—Nos contó la señorita Albers que la queratina las protege del fuego.
Por toda respuesta, el hombre gruñó un poco y se tapó los ojos con el ala del sombrero. La atmósfera estaba tan caliente que el humo del cigarrillo apenas subía al aire y rodeaba al hombre como la aureola de una aparición fantasmal. A su lado había dos botellas vacías de Budweisser y otra de Pepsi.
El niño separó la cara de las manos y giró la cabeza con un gesto brusco hacia el hombre:
—¿Entonces no volveré a la escuela de la señorita Albers?
El hombre permaneció quieto y mudo. Tal vez trataba de dormir. Su aspecto, desde luego, era el de un hombre que llevara sin dormir muchas horas. El traje de rayas arrugado y la corbata aflojada no indicaban lo contrario. Tampoco la barba de un par de días que se confundía con las sombras.
El niño retomó su posición anterior y la observación de las hormigas diligentes, imperturbables. Dos ritmos se acoplaron: el discurrir de las filas y el leve ronquido que emitía el hombre. Luego, aburrido tal vez o furioso o ambas cosas al mismo tiempo, el niño se levantó del banco y comenzó a pisotear la caravana y su preciosa carga. Fue el colapso. A conciencia, fue arrastrando las pequeñas suelas de goma sobre decenas de hormigas que trataban de proteger su tesoro del caos y la destrucción ofreciendo sus propias e insignificantes vidas.
Todavía de pie, agitó una pierna del hombre para despertarlo:
—¿Y mamá? ¿qué pasa entonces con mamá?
El hombre se revolvió y cambió de postura con lentitud. Escondió aún más los ojos dando un fuerte tirón del sombrero y se apoyó de lado contra la gran, la enorme, la hinchada maleta forrada de piel de vaca que olía tan mal.
© Sap.
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