“Había un tenue olor a polvo y libros viejos. Los libros era lo único que abundaba. Se amontonaban en los estantes, se apilaban en torres inclinadas, se acumulaban sobre las mesas y las sillas. Vita dedujo que en esa familia todos se perdían en las historias de los otros para olvidar la propia.”Melania G. Mazzucco, Vita.
La primera persona a la que vimos leer un libro fue a nuestro tito Pepe. Gracias a él, y a pesar del dominio que sobre nosotros ejercía la pandilla de gandules que eran nuestros maestros de la aborrecida escuela en la que por no haber, no había ni raudas moscas divertidas, se nos fue transmitida la afición libresca, el irrenunciable placer que representa la lectura y, algo fundamental, la apreciación que tuvimos de lo bien que se está en la cama con una novela entre las manos.
Pero verán, no es que nos llamase la atención su acto de leer en sí, pues era algo que nosotros practicábamos de continuo devorando tebeos y cuentos troquelados. No. Lo que nos maravillaba —viejo asombro infantil— es que el tito Pepe leyera libros todo de letras, desprovistos de ilustraciones, sin la ayuda de dibujo alguno, elementos que nos parecían entonces imprescindibles para que cualquier lectura nos resultara entretenida o al menos, soportable.
Junto a esta fascinación por la letra pura, por el extenso paisaje de palabras impresas en su desnudez, había otra —ya la he apuntado—, y era el hecho de que el tito Pepe leyera en la cama, acostado, arropado tan suficientemente como para sólo mostrar su perfil con gafas sobre la almohada, dejando fuera de las mantas el pulgar de la mano con que sostenía el libro y dos dedos de la otra con los que pasaba las páginas, y es que, ya lo habrán adivinado, aparte de compulsivo, el tío Pepe era un lector friolero.
Estas circunstancias hacían que los domingos por la mañana fuera uno de los momentos más esperados de la semana pues nada más despertarnos, corríamos a la habitación de nuestro tío, y tras capear sus protestas por la irrupción e interrupción, nos refugiábamos junto a él entre los cobertores a la espera de que accediera a contarnos algún cuento o a comentarnos el libro que estuviera leyendo en ese momento. Debe ser por eso que desde entonces siempre he buscado en la literatura no tanto una fuente de conocimiento sino confort frente a la inclemencia invernal y por añadidura he comprendido que en mi caso, para obtener el máximo provecho al leer una gustosa novela es necesario como mínimo, tal en el amor, horizontalizar la actividad.
El tito Pepe era un privilegiado desde el momento en que gozaba de una habitación propia, lo que era un lujo en nuestra casa abigarrada, de densidad poblacional neerlandesa y que se encargó de aumentar mamá tras tomar la decisión de que la pieza más extensa de la vivienda, un más que mediano salón, se convirtiera en algo así como un inaccesible museo de muebles, dispuestos en exclusiva para enseñar a las visitas haciéndolo fiel reflejo de cómo se expresaba su sentido femenino de la decoración, o sea, de forma barroca, con una acusada sensación de horror vacui que la llevaba a adornar con lacitos y jeribeques cualquier elemento que se le pusiera por delante, quedando todo a su paso artificioso y recargado como el uniforme de un almirante de Luxemburgo.
El cómo consiguió nuestro tío aquella bicoca del cuarto particular es algo que desconocemos, aunque alguna desavenencia matrimonial debió ser concluyente y desde luego ventajosa para él, pues se daba el caso de que su mujer, nuestra tía Anita, compartía habitación con su hija, nuestra prima Mari, por lo que podría decirse que en aquella época su estado civil, más que separados era el de desapegados. Pero este orden de cosas nos venía muy bien, pues aprovechando la circunstancia, la habitación de nuestro tío se convirtió en escenario de juegos y experimentos en los que él mismo participaba de manera muy activa.
Debo decir que el tito Pepe había asumido a la perfección el papel del abuelo que nunca conocimos. Fue la persona que sin débitos de sangre se constituyó en tesorero y expositor de batallitas y guía fantástico para nuestras curiosidades. En este aspecto fuimos unos afortunados, pues sumada a su afición por las novelerías se daba en él la disposición irredenta a participar en los proyectos que, por descabellados que fuesen, le proponíamos continuamente y que lo mismo consistían en organizar luchas de hormigas o montar casitas recortables para luego meterles fuego que representar sombras chinescas sobre una sábana o fabricar explosivos con azufre y clorato. Por nuestro lado, también asistíamos al nacimiento de sus inventos caseros y a sus explicaciones apoyadas en esquemas hechos a boli para construir caleidoscopios o una máquina de movimiento continuo, vieja aspiración de nuestro tío que ¡ay! nunca llegó a ver realizada porque según decía, le faltaban conocimientos de ingeniería y física teórica. Pero toda esta complicidad, como digo, se hacía maravilla los domingos, cuando corríamos a meternos en su cama para que nos contase historias leídas en sus libros o aquel cuento de su autoría que se titulaba “La sardinita”, donde se aleccionaba a los niños a no montar en bicicleta cerca del río y a no fumar.
No podemos decir que en casa existiera una biblioteca tal y como establecen los cánones. La excepción eran dos pares de diccionarios enciclopédicos que el mismo tito Pepe había encuadernado, pues uno de los muchos trabajos que ejerció antes de jubilarse fue en una imprenta. De estos librazos, uno de los cuales incluía un curso de esperanto, se mostraba muy orgulloso, consultándolos con frecuencia para solventar algún atasco en un crucigrama. Cuando los abría ante nosotros, lo hacía aplicando una liturgia a sus gestos que lo convertían en un oficiante del saber, pasando un dedo lento y respetuosísimo por las columnas de palabras redactadas por sabios de otra época y deteniéndose en los grabados de extraños pajarracos o en los retratos de señores bigotudos y damas con moño que parecían haber estado siempre muertos. Pero salvo estos volúmenes que presidían, panzudos, una vitrina, las novelas del tito Pepe —porque sólo leía novelas y casi siempre en ediciones baratas y sobadísimas— se hacinaban entre los cacharros que se guardaban en un aparador o, sobre todo, agolpados de cualquier manera en la parte baja de su mesilla de noche.
Era allí, en esa mesilla, haciendo compañía a zapatos viejos y a latas de betún a medio terminar, donde nuestro afán registrador descubrió títulos sicalípticos del Caballero Audaz y folletines de Fernández y González, autores ambos que desde entonces no he dejado de relacionar con mocasines de rejilla teñidos de marrón. Haciendo tertulia, tanto con aquellos autores como con los botes de Kanfort, también se apretujaban títulos de Blasco Ibáñez, Víctor Hugo y Salgari. Pero sobre todas aquellas novelas destacaba una edición de bolsillo del “Drácula” de Bram Stoker representado en una portada que nos llenaba de pavor pero cuya visión se hacía ineludible ante la llamada del morbo y visita obligada en nuestras pesquisas. De manera similar al ejemplo anterior, el recuerdo del castillo en Transilvania y de su solitario habitante me viene acompañado por el olor acre del calzado usado, y si para otros la iconografía del conde y su morada trae efluvios de cadaverina, de cementerio y de cortinones polvorientos, en mi caso se aumenta con la imagen de un viejo cepillo de embetunar.
Pero no todo quedaba aquí, ya que la literatura, aunque en sus versiones más baratuchas y populares, nunca fue tan odorífica como en la habitación del tito Pepe. Era el caso de Julio Verne, tal vez su autor favorito, representado en volúmenes de Aguilar que descansaban en la misma estantería donde nuestro tío alineaba sus potingues, pues hay que señalar que practicante de un dandismo de media intensidad, era muy observante de su persona, siendo su pelo motivo de grandes cuidados y desvelos. Era la suya una cabellera que aunque escasa, le procuraba mucho sufrimiento, llegando al extremo de abstenerse de salir a la calle los días de viento ante el peligro de despeinarse. Por todo ello, a Verne le hacían compañía la loción de azufre Veri —con abrótano macho— y el fijador Patrico, a lo que había que añadir el Floïd para después del afeitado con el irresistible olor almizclado del aceite de castor, la colonia Varón Dandy, y ya en la sección medicinal, los inhaladores de Vicks Vaporub y el frasco de linimento Sloan. Con improntas tan fuertes es imposible que al entrar en una droguería bien surtida no me asalte la evocación de los aventureros de “Cinco semanas en globo” porque la primera literatura, en vez de por los ojos o por los oídos, ya ven, a mí me entró por la nariz.
Tampoco nos equivoquemos. El tito Pepe era un lector voraz pero limitado a pocos autores y géneros: Verne y Salgari para las aventuras y Christie y Simenon para lo policiaco. Fuera de ellos, gustaba de títulos ligeros de terror, alguna biografía o folletines como ya indiqué, pues nunca entendió que la literatura sirviera para otra cosa que para entretenerse. En todo caso, este principio de rechazo a lo didáctico pudo representar una ventaja para nosotros, ya que su limitación sobre todo al género aventurero (los casos de Poirot o Maigret no nos interesaban) nos permitió conocer personajes y situaciones que, expuestos por las distintas voces que adoptaba nuestro tío al dramatizarlos, nos fascinaron de manera inolvidable.
Es imposible convencer a nadie que desde aquel ámbito de pijamas y mantas, convertida la cama del tito Pepe en un cálido marsupio, fuimos testigos del terror incompartible que asaltó a Robinsón cuando contempló la huella humana sobre la arena de su isla solitaria, y de cómo nos acongojaron los sacrificios y la abnegación de los niños italianos de d’Amicis. Pero sobre todo, junto con el desfile interminable de personajes que le proporcionaban las novelas de Verne, entre los que nunca faltaban profesores excéntricos que desembarcaban en la jungla llevando al hombro un cazamariposas, asistimos asombrados al espectáculo inenarrable que mostraba el Nautilus a través de sus ventanales de proa cuando el Capitán Nemo accedía a descorrerlos para sus invitados. Y también desde allí, desde la cama transformada en refugio polar, dimos cobijo al intrépido Capitán Hatteras —el héroe favorito de nuestro tío— cuyas gélidas aventuras daban comienzo en el desapacible enclave de Disko en Groenlandia, camino del Polo Norte.
¿Alguien da más? ¿Alguien puede dar más?
Ya termino.
Ahora que el tiempo se ha encargado de cambiar los papeles y que soy yo el lector camastrón y que frente a mí se sitúa como espectador boquiabierto uno de mis hijos y que lleno de asombro me hace la pregunta de “¿Y no tiene dibujos?”, la misma que yo repetí tantas veces sin saber que cerraría un círculo, quisiera volver a ese otro útero materno que fue el rebujo de mantas del tito Pepe para rescatar su memoria y situarla en los más altos lugares, tan contrarios a su fin de cegatón que le hizo inventar estrambóticas combinaciones de lupas para leer una versión en tipografía XL de “El hombre que fue Jueves” de Chesterton, que yo le regalé cuando a punto ya de debatirse en una de esas tortuosas enfermedades dependientes, no sabíamos ninguno que sería su último libro. Por eso, como subsanación a cualquier otro imprevisto, aquí me encuentro, para que no se me olvide apuntar en mi cuaderno la gracia del recuerdo de aquellos domingos irrecuperables que me hicieron lector para siempre.
© Sap.
La primera persona a la que vimos leer un libro fue a nuestro tito Pepe. Gracias a él, y a pesar del dominio que sobre nosotros ejercía la pandilla de gandules que eran nuestros maestros de la aborrecida escuela en la que por no haber, no había ni raudas moscas divertidas, se nos fue transmitida la afición libresca, el irrenunciable placer que representa la lectura y, algo fundamental, la apreciación que tuvimos de lo bien que se está en la cama con una novela entre las manos.
Pero verán, no es que nos llamase la atención su acto de leer en sí, pues era algo que nosotros practicábamos de continuo devorando tebeos y cuentos troquelados. No. Lo que nos maravillaba —viejo asombro infantil— es que el tito Pepe leyera libros todo de letras, desprovistos de ilustraciones, sin la ayuda de dibujo alguno, elementos que nos parecían entonces imprescindibles para que cualquier lectura nos resultara entretenida o al menos, soportable.
Junto a esta fascinación por la letra pura, por el extenso paisaje de palabras impresas en su desnudez, había otra —ya la he apuntado—, y era el hecho de que el tito Pepe leyera en la cama, acostado, arropado tan suficientemente como para sólo mostrar su perfil con gafas sobre la almohada, dejando fuera de las mantas el pulgar de la mano con que sostenía el libro y dos dedos de la otra con los que pasaba las páginas, y es que, ya lo habrán adivinado, aparte de compulsivo, el tío Pepe era un lector friolero.
Estas circunstancias hacían que los domingos por la mañana fuera uno de los momentos más esperados de la semana pues nada más despertarnos, corríamos a la habitación de nuestro tío, y tras capear sus protestas por la irrupción e interrupción, nos refugiábamos junto a él entre los cobertores a la espera de que accediera a contarnos algún cuento o a comentarnos el libro que estuviera leyendo en ese momento. Debe ser por eso que desde entonces siempre he buscado en la literatura no tanto una fuente de conocimiento sino confort frente a la inclemencia invernal y por añadidura he comprendido que en mi caso, para obtener el máximo provecho al leer una gustosa novela es necesario como mínimo, tal en el amor, horizontalizar la actividad.
El tito Pepe era un privilegiado desde el momento en que gozaba de una habitación propia, lo que era un lujo en nuestra casa abigarrada, de densidad poblacional neerlandesa y que se encargó de aumentar mamá tras tomar la decisión de que la pieza más extensa de la vivienda, un más que mediano salón, se convirtiera en algo así como un inaccesible museo de muebles, dispuestos en exclusiva para enseñar a las visitas haciéndolo fiel reflejo de cómo se expresaba su sentido femenino de la decoración, o sea, de forma barroca, con una acusada sensación de horror vacui que la llevaba a adornar con lacitos y jeribeques cualquier elemento que se le pusiera por delante, quedando todo a su paso artificioso y recargado como el uniforme de un almirante de Luxemburgo.
El cómo consiguió nuestro tío aquella bicoca del cuarto particular es algo que desconocemos, aunque alguna desavenencia matrimonial debió ser concluyente y desde luego ventajosa para él, pues se daba el caso de que su mujer, nuestra tía Anita, compartía habitación con su hija, nuestra prima Mari, por lo que podría decirse que en aquella época su estado civil, más que separados era el de desapegados. Pero este orden de cosas nos venía muy bien, pues aprovechando la circunstancia, la habitación de nuestro tío se convirtió en escenario de juegos y experimentos en los que él mismo participaba de manera muy activa.
Debo decir que el tito Pepe había asumido a la perfección el papel del abuelo que nunca conocimos. Fue la persona que sin débitos de sangre se constituyó en tesorero y expositor de batallitas y guía fantástico para nuestras curiosidades. En este aspecto fuimos unos afortunados, pues sumada a su afición por las novelerías se daba en él la disposición irredenta a participar en los proyectos que, por descabellados que fuesen, le proponíamos continuamente y que lo mismo consistían en organizar luchas de hormigas o montar casitas recortables para luego meterles fuego que representar sombras chinescas sobre una sábana o fabricar explosivos con azufre y clorato. Por nuestro lado, también asistíamos al nacimiento de sus inventos caseros y a sus explicaciones apoyadas en esquemas hechos a boli para construir caleidoscopios o una máquina de movimiento continuo, vieja aspiración de nuestro tío que ¡ay! nunca llegó a ver realizada porque según decía, le faltaban conocimientos de ingeniería y física teórica. Pero toda esta complicidad, como digo, se hacía maravilla los domingos, cuando corríamos a meternos en su cama para que nos contase historias leídas en sus libros o aquel cuento de su autoría que se titulaba “La sardinita”, donde se aleccionaba a los niños a no montar en bicicleta cerca del río y a no fumar.
No podemos decir que en casa existiera una biblioteca tal y como establecen los cánones. La excepción eran dos pares de diccionarios enciclopédicos que el mismo tito Pepe había encuadernado, pues uno de los muchos trabajos que ejerció antes de jubilarse fue en una imprenta. De estos librazos, uno de los cuales incluía un curso de esperanto, se mostraba muy orgulloso, consultándolos con frecuencia para solventar algún atasco en un crucigrama. Cuando los abría ante nosotros, lo hacía aplicando una liturgia a sus gestos que lo convertían en un oficiante del saber, pasando un dedo lento y respetuosísimo por las columnas de palabras redactadas por sabios de otra época y deteniéndose en los grabados de extraños pajarracos o en los retratos de señores bigotudos y damas con moño que parecían haber estado siempre muertos. Pero salvo estos volúmenes que presidían, panzudos, una vitrina, las novelas del tito Pepe —porque sólo leía novelas y casi siempre en ediciones baratas y sobadísimas— se hacinaban entre los cacharros que se guardaban en un aparador o, sobre todo, agolpados de cualquier manera en la parte baja de su mesilla de noche.
Era allí, en esa mesilla, haciendo compañía a zapatos viejos y a latas de betún a medio terminar, donde nuestro afán registrador descubrió títulos sicalípticos del Caballero Audaz y folletines de Fernández y González, autores ambos que desde entonces no he dejado de relacionar con mocasines de rejilla teñidos de marrón. Haciendo tertulia, tanto con aquellos autores como con los botes de Kanfort, también se apretujaban títulos de Blasco Ibáñez, Víctor Hugo y Salgari. Pero sobre todas aquellas novelas destacaba una edición de bolsillo del “Drácula” de Bram Stoker representado en una portada que nos llenaba de pavor pero cuya visión se hacía ineludible ante la llamada del morbo y visita obligada en nuestras pesquisas. De manera similar al ejemplo anterior, el recuerdo del castillo en Transilvania y de su solitario habitante me viene acompañado por el olor acre del calzado usado, y si para otros la iconografía del conde y su morada trae efluvios de cadaverina, de cementerio y de cortinones polvorientos, en mi caso se aumenta con la imagen de un viejo cepillo de embetunar.
Pero no todo quedaba aquí, ya que la literatura, aunque en sus versiones más baratuchas y populares, nunca fue tan odorífica como en la habitación del tito Pepe. Era el caso de Julio Verne, tal vez su autor favorito, representado en volúmenes de Aguilar que descansaban en la misma estantería donde nuestro tío alineaba sus potingues, pues hay que señalar que practicante de un dandismo de media intensidad, era muy observante de su persona, siendo su pelo motivo de grandes cuidados y desvelos. Era la suya una cabellera que aunque escasa, le procuraba mucho sufrimiento, llegando al extremo de abstenerse de salir a la calle los días de viento ante el peligro de despeinarse. Por todo ello, a Verne le hacían compañía la loción de azufre Veri —con abrótano macho— y el fijador Patrico, a lo que había que añadir el Floïd para después del afeitado con el irresistible olor almizclado del aceite de castor, la colonia Varón Dandy, y ya en la sección medicinal, los inhaladores de Vicks Vaporub y el frasco de linimento Sloan. Con improntas tan fuertes es imposible que al entrar en una droguería bien surtida no me asalte la evocación de los aventureros de “Cinco semanas en globo” porque la primera literatura, en vez de por los ojos o por los oídos, ya ven, a mí me entró por la nariz.
Tampoco nos equivoquemos. El tito Pepe era un lector voraz pero limitado a pocos autores y géneros: Verne y Salgari para las aventuras y Christie y Simenon para lo policiaco. Fuera de ellos, gustaba de títulos ligeros de terror, alguna biografía o folletines como ya indiqué, pues nunca entendió que la literatura sirviera para otra cosa que para entretenerse. En todo caso, este principio de rechazo a lo didáctico pudo representar una ventaja para nosotros, ya que su limitación sobre todo al género aventurero (los casos de Poirot o Maigret no nos interesaban) nos permitió conocer personajes y situaciones que, expuestos por las distintas voces que adoptaba nuestro tío al dramatizarlos, nos fascinaron de manera inolvidable.
Es imposible convencer a nadie que desde aquel ámbito de pijamas y mantas, convertida la cama del tito Pepe en un cálido marsupio, fuimos testigos del terror incompartible que asaltó a Robinsón cuando contempló la huella humana sobre la arena de su isla solitaria, y de cómo nos acongojaron los sacrificios y la abnegación de los niños italianos de d’Amicis. Pero sobre todo, junto con el desfile interminable de personajes que le proporcionaban las novelas de Verne, entre los que nunca faltaban profesores excéntricos que desembarcaban en la jungla llevando al hombro un cazamariposas, asistimos asombrados al espectáculo inenarrable que mostraba el Nautilus a través de sus ventanales de proa cuando el Capitán Nemo accedía a descorrerlos para sus invitados. Y también desde allí, desde la cama transformada en refugio polar, dimos cobijo al intrépido Capitán Hatteras —el héroe favorito de nuestro tío— cuyas gélidas aventuras daban comienzo en el desapacible enclave de Disko en Groenlandia, camino del Polo Norte.
¿Alguien da más? ¿Alguien puede dar más?
Ya termino.
Ahora que el tiempo se ha encargado de cambiar los papeles y que soy yo el lector camastrón y que frente a mí se sitúa como espectador boquiabierto uno de mis hijos y que lleno de asombro me hace la pregunta de “¿Y no tiene dibujos?”, la misma que yo repetí tantas veces sin saber que cerraría un círculo, quisiera volver a ese otro útero materno que fue el rebujo de mantas del tito Pepe para rescatar su memoria y situarla en los más altos lugares, tan contrarios a su fin de cegatón que le hizo inventar estrambóticas combinaciones de lupas para leer una versión en tipografía XL de “El hombre que fue Jueves” de Chesterton, que yo le regalé cuando a punto ya de debatirse en una de esas tortuosas enfermedades dependientes, no sabíamos ninguno que sería su último libro. Por eso, como subsanación a cualquier otro imprevisto, aquí me encuentro, para que no se me olvide apuntar en mi cuaderno la gracia del recuerdo de aquellos domingos irrecuperables que me hicieron lector para siempre.
© Sap.
es.humanidades.literatura
01/04/2008
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3 comentarios:
Y un excelente contador de historias. todos los frascos que mencionas, las pácimas me han recordado al armariete levemente rectanngular , de madera, pintado de blanco a brocha,con espejo en su puerta, y una llave en el ojo de la cerradura (fíjate ahora no se si abria a izquierdas o a derechas) la llave era de hiero con su propio color y al abrirlo salían todos esos olores que mencionas. Ah! sólo falta una cajita redonda de tapa negra que era el colorete de mi madre (le duró tada la vida) y una barra de labios ambos de color magenta. La colonia estaba en su mesita eau de Láncom. Una locura de época, no cabe la menor duda.
GatoFénix
Excelente homenaje a ese humanista desubicado en el tiempo y el espacio.
Apuntaba sabiduría y tolerancia, pero no tuvo oportunidades que favorecieran sus inquietudes.
A lo mejor en donde esté se desquita.
Pues sí, Fco.Manuel, es una auténtica coincidencia que en dos blogs, el tuyo y el mío, hablemos de este capitán Hatteras que tanto se esconde al principio bajo un nombre falso y que acaba de manera tan penosa.
Así más o menos empezamos todos. A mí no me dar vergüenza decir que empecé con J.Verne. Es más, sigo con él, recetándomelo cada cierto tiempo, como elixir de la eterna juventud.
Bonito artículo. Gracias por hablarme de él. Mi aplauso.
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