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De niño tuve un amigo que se llamaba Miguel. Tendríamos ocho o nueve años. Íbamos al mismo colegio. El Miguel vivía en el barrio de enfrente, en el de los Transportes Urbanos, llamado así porque el vecindario se componía de familias relacionadas con los autobuses municipales: conductores, cobradores, mecánicos. El padre del Miguel era mecánico. El Miguel me contó con mucho secretismo y bajo juramento de no decírselo a nadie que su padre le había fabricado un cohete. Un cohete espacial. Un cohete que él mismo pilotaba y con el que viajaba por el cosmos cuando su padre "le traía gasolina". En pago a nuestra naciente amistad y a los lazos que estrechaban las confidencias, me prometió que un día lo acompañaría en alguno de sus viajes. Aquella promesa de aventura me tuvo inquieto durante semanas. Ni siquiera el que se negara a enseñarme el cohete —que decía tener guardado encima de un ropero y tapado con una sábana—, me hizo dudar jamás de la veracidad del artefacto. Tampoco que mi tío o mi padre se rieran cuando incapaz de mantener el secreto de la maravilla, lo conté todo. Solo pudo el tiempo acabar con mi ciega confianza. Los continuos aplazamientos del viaje por parte del Miguel comenzaron a desilusionarme. También el que fuera rebajando las prestaciones de su cohete. Un día me confesó que bueno, que en realidad su cohete no subía hasta lo más alto del cielo sino que todo lo más alcanzaba la altura de un quinto piso. Aún así, el viaje proyectado me seguía pareciendo el mayor de los sueños. Pero la rebaja continuó en días sucesivos y así el cohete ya no llegaba ni a un tercero, ni luego a un primero, ni luego a medio metro... El Miguel y yo dejamos de ser amigos. Nuestra amistad se diluyó en la misma medida que el cohete fue perdiendo capacidad de ganar altura.
Sirva esta anécdota para ilustrar una pauta tantas veces repetida, el contemplar en algún momento de nuestras vidas la posibilidad del milagro, el tener al alcance de la mano, certera, tangible, la posibilidad del prodigio. Es lo que le sucederá a Sancho Panza —un poco ensuciado por el interés a diferencia de otros crédulos como El Primo o la dueña Doña Rodríguez— cuando don Quijote le prometa el gobierno de una ínsula, que su hija se casará con un duque o que su hijo llegará a ser arzobispo. Sí, todo terminará finalmente en burla y ridículo, pero antes de que llegue la chacota, la POSIBILIDAD del prodigio existió, y por tanto su gozo pleno tanto mayor en las vísperas del suceso como el propio suceso. Y es esto mismo es lo que encuentro en la relación del personaje de Javier Cámara y su admirado Torrente. La sorpresa que recibe el muchacho tímido, ayudante en una pescadería familiar, insignificante, ante lo verosímil que pueda resultar un cambio en su vida, es uno de los fondos que más me interesó de la película. Con la misma intensidad con que el recuerdo de los amores adolescentes a veces nos asalta, o el cómo era la vida cuando aún las leyes de la física no lo ordenaban todo, es lo que pude percibir en esta relación del personaje con su héroe en medio del fangal en que se encuentran. Pero después de todo este rollo, ¿qué tiene Ignatius Really de Lazarillo? No, si ya me estoy viendo intentándolo de nuevo...
De niño tuve un amigo que se llamaba Miguel. Tendríamos ocho o nueve años. Íbamos al mismo colegio. El Miguel vivía en el barrio de enfrente, en el de los Transportes Urbanos, llamado así porque el vecindario se componía de familias relacionadas con los autobuses municipales: conductores, cobradores, mecánicos. El padre del Miguel era mecánico. El Miguel me contó con mucho secretismo y bajo juramento de no decírselo a nadie que su padre le había fabricado un cohete. Un cohete espacial. Un cohete que él mismo pilotaba y con el que viajaba por el cosmos cuando su padre "le traía gasolina". En pago a nuestra naciente amistad y a los lazos que estrechaban las confidencias, me prometió que un día lo acompañaría en alguno de sus viajes. Aquella promesa de aventura me tuvo inquieto durante semanas. Ni siquiera el que se negara a enseñarme el cohete —que decía tener guardado encima de un ropero y tapado con una sábana—, me hizo dudar jamás de la veracidad del artefacto. Tampoco que mi tío o mi padre se rieran cuando incapaz de mantener el secreto de la maravilla, lo conté todo. Solo pudo el tiempo acabar con mi ciega confianza. Los continuos aplazamientos del viaje por parte del Miguel comenzaron a desilusionarme. También el que fuera rebajando las prestaciones de su cohete. Un día me confesó que bueno, que en realidad su cohete no subía hasta lo más alto del cielo sino que todo lo más alcanzaba la altura de un quinto piso. Aún así, el viaje proyectado me seguía pareciendo el mayor de los sueños. Pero la rebaja continuó en días sucesivos y así el cohete ya no llegaba ni a un tercero, ni luego a un primero, ni luego a medio metro... El Miguel y yo dejamos de ser amigos. Nuestra amistad se diluyó en la misma medida que el cohete fue perdiendo capacidad de ganar altura.
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© Sap.
es.humanidades.literatura
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4 comentarios:
Me gusta tu estilo, y el principio tiene esa magia de la infancia perdida y no recuperada, gracias por estas entradas.
Estoy de acuerdo con lo que has expuesto, Sap. Los chascos joden, pero hay que mantener la capacidad de ilusionarse. No es mala forma de ir por la vida, siempre y cuando uno tenga la suficiente perspectiva y sentido del humor. Vale la pena apostar.
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