lunes, noviembre 16, 2009

"Días sin televisión"


Excepción hecha de la muerte de seres queridos, abortos espontáneos, operaciones a corazón abierto o amputaciones tanto fortuitas como prescritas por los médicos, la mayor desgracia que podía acaecer en el seno familiar era que se estropease el televisor.

Acostumbrados a mantenerlo conectado desde que comenzaba la emisión a la hora del almuerzo hasta que la misma finalizaba bien entrada la medianoche, la falta de imágenes nos sumía en una congoja a la que era difícil encontrar paliativos. Las jornadas sin películas, series, concursos o simples anuncios comerciales se hacían interminables, y lo que aún era peor: la extrema dificultad que representaba hallar actividades que nos ayudasen a sobrevivir durante las noches frente a una pantalla tan negra como unos negros zapatos nuevos.

La tarde era más llevadera porque a los niños siempre nos quedaba como último recurso el salir a la calle a jugar. Otro tanto sucedía con la abuela que, en compañía de mamá, se echaba la toquilla por lo alto y ¡hala! a consolarse haciendo visitas a las vecinas. El abuelo, acaso más pragmático, se entretenía echando una partida de tute en el bar o haciendo torres eifeles con palillos de dientes. Una solución hubiera sido desde luego el convertirnos en espectadores de televisores ajenos, pero tal posibilidad siempre fue desechada. Capitaneados por la abuela, albergábamos la sospecha de que la programación emitida era distinta entre nuestra casa y las demás. Similares actores, locutoras parecidas, pero envueltos todos en el distanciamiento y frialdad que suponía observarlos en casa de la portera, por ejemplo.

¿Y las noches? ¿Qué decir de esas noches privadas de los infinitos grises en movimiento de nuestro Marconi? Cuando papá volvía del trabajo y nos sentábamos en torno a la mesa a la espera de la sopa nos materializábamos en una familia espectral. Cabizbajos, nos entregábamos sin entusiasmo al trasiego de fideos en un silencio solo roto por el chapoteo de las cucharas. A veces, a algún comensal se le olvidaba el peso agobiante de nuestra tele estropeada y se animaba a iniciar una conversación, pero entonces las palabras sonaban extrañas, nimbadas por un eco propio de habitación que se ha vaciado de muebles para ser pintada. En cualquier caso, esos inicios de charla podían dar sus frutos y con engañosa vivacidad nos enfrascábamos en un parloteo que las más de las veces recurría al recuerdo de familiares fallecidos y su anecdotario. Pero poco a poco, la tertulia que con tan buenos augurios comenzaba iba decayendo lánguidamente ante la cada vez mayor frecuencia con que los hablantes dirigían sus tristes miradas de soslayo a una pantalla ciega, como esperando un milagro electrónico que echara a andar el aparato.

Luego, durante la sobremesa, el abuelo —más ingenioso y también más desapegado al consumo de imágenes— organizaba al igual que en las noches de tormenta en que se iba la luz, pequeños espectáculos de sombras chinescas proyectadas ante una sábana. Reconocemos que a los niños nos admiraba en un principio su habilidad para, ejecutando sencillos escorzos manuales, crear gracias a la breve llamita de una vela, cabezas de perros, águilas en vuelo y conejitos de nerviosos movimientos. Pero, con suerte, el teatrillo de sombras no podía durar más allá del cuarto de hora por mucho que se esforzara el abuelo en la creación de nuevos personajes, pues su arte era limitado y conocíamos de memoria su repertorio animalesco. Claudicantes y cariacontecidos ante la inutilidad postrera del parchís, la lotería o la ronda de chistes, se decidía entonces que lo mejor era irse a la cama para buscar en la narcosis del sueño el olvido a nuestros males. La tele, en su mudez, parecía darnos las buenas noches desde su mesita de formica.

La ciencia exigua del abuelo, fruto de un curso por correspondencia en Radio Maymo, era a todas luces insuficiente para arreglar cualquier avería que no pasara más allá de golpear ruidosamente los costados del televisor. Sus venerables manos de viejo temblaban de impotencia mientras nosotros, expectantes, lo mirábamos con caridad. La abuela, apiadada de su inútil esfuerzo, le dedicaba entonces palabras de consuelo en el mismo tono con que las hubiera dirigido a un socorrista incapaz de rescatar a un caballero que se ahogase en la piscina.

Mientras, y con las mentes lúcidas por el descanso, la discusión continuaba en torno a si lo último que vimos fue un fogonazo que se convirtió en un puntito tal como sucede con las supernovas cuando devienen enanas blancas, o bien justo lo contrario, un repentino pantallazo negro que terminó en el silencio, la quietud, la nada, como si uno de ambos finales pudiera dar al abuelo una pista certera. Sabíamos que nuestra polémica sólo pretendía retrasar lo inevitable.

Con todos los recursos agotados, mamá acercaba al abuelo un papelito con unos números emborronados. Era la claudicación. Así que el abuelo, arrastrando sus zapatillas, se dirigía a nuestro impactante teléfono rojo, levantaba el auricular y guarismo a guarismo marcaba el número correspondiente al Técnico de reparaciones a domicilio. La congoja entonces nos volvía a atenazar al vislumbrar un horizonte de otras veinticuatro horas sin televisión. Las mismas que tardaría el Técnico en llegar a casa.

¡Ah, el Técnico! Una mezcla ideal entre chamán amazónico y buhonero, y aderezado el personaje por conocimientos científicos superlativos, hacía que su sola presencia nos convirtiese en cretinos. Ni siquiera un Nuncio del Santo Padre de Roma hubiera recibido por los integrantes de la familia una acogida tan respetuosa y ceremonial. Las mañanas en que ansiosamente esperábamos su llegada, la casa se convertía en un continuo ir y venir por los pasillos, de trapos que quitaban el polvo, de escobas velocísimas, y de manos que colocaban sillas y cojines en su sitio. Como colofón, el bayetazo final que limpiaba de huellas la falsa madera que circundaba nuestra tele. Luego venía el zipizape de cambio de ropas, de peines, de horquillas y corchetes, de niños adobados en agua de colonia, al igual que acontece en una mañana de boda en la casa de una novia.

Era el nuestro un afán contemporizador, un vehemente deseo de agradar a base de higiene a un hombre que nos tiranizaba hasta la humillación dados sus saberes en torno a los arcanos electrónicos. Ni siquiera se jactaba de ellos; simplemente nos examinaba en silencio de arriba a abajo cuando le franqueábamos la puerta, daba un apenas audible buenos días y se colaba en nuestra salita de estar con el desprecio e ímpetu de un maderero que tomara posesión de un poblado yanomami. Depositaba sobre nuestra mesa su maletón de cuero con estruendo de cachivaches y acto seguido desaparecía tras la tele armado de amperímetro y destornillador. Cohibidos, formábamos en torno a la mesa con la actitud de quien asiste a la liturgia de un oferente. Sólo el abuelo osaba romper el silencio con tecnicismos recordados de su curso a distancia, y así, intentaba un acercamiento al parapetado diciendo a media voz superheterodino o semiconductor. Grave error porque lo que más llegó a conseguir fue que el Técnico asomara su cabezota de ogro y con mirada álgida lo conminara al silencio.

Sin matices, como un nocturno de Chopin cuando se interpreta en un piano de una sola tecla, el Técnico nos sorprendía al salir tras de la tele despanzurrada pinzando con sus diminutos alicates y con pretensiones de dentista una escuálida bombillita alargada. El instante en que asombrados de que una cosa tan pequeña fuera la culpable de nuestras desdichas, era aprovechado por el Técnico para extender su factura, recoger la impedimenta, cobrar y largarse haciendo supino desprecio a la cerveza y porciones de chorizo del pueblo que con servilismo había dispuesto la abuela. Pero tranquilos ya sin su presencia agobiante, examinábamos de nuevo la lámpara fundida pasándola de mano en mano. Lejos de sentir hacia ella rencor por el estropicio y las consiguientes jornadas sin imágenes, su desnudez —mancillado el cristal por el negro humazo— nos movía a compasión. Luego, emocionado, el abuelo hacía uso de su prerrogativa ancestral y encendía la tele. La carta de ajuste nos sorprendía de súbito como la imagen más bella del mundo mientras la lámpara siniestrada iba a parar al cajón donde haría compañía a sus hermanas inválidas, a las cremalleras desgobernadas, a los vacíos frascos de grageas, a los capuchones de bolígrafos y a las llaves antiguas que un día abrieron y cerraron puertas.

© Sap.
es.humanidades.literatura

4 comentarios:

El Abuelito dijo...

Hay que ver qué a gusto se leen estas evocaciones suyas. Menudo verbo. Yo debo estar medio desmemoriado, porque soy incapaz de recordar con esa mirada minuciosa y penetrante esos mil detalles de la infancia; tal vez por eso me lleno de recuerdos ficticios hechos de la confortable y segura materia del género...

Alejandro Castroguer dijo...

Muy aguda toda esta reflexión.

"Sin matices, como un nocturno de Chopin cuando se interpreta en un piano de una sola tecla...", qué gracioso me ha parecido.

Saludos.

GatoFénix dijo...

Leer estas cosas que escribes con tanta maestría es impagable. Las imágenes tiene una enorme ternura y los personajes totalmente humanos de los que hemos conocido toda la vida. Hay en ellos una verdad qeu luego muchas películas del cine español, en B/N, hicieron caricatura y deshonrosa parodía como producto de la mediocridad de sus hacedores.

Anónimo dijo...

Gracias

**** Hacen falta más espacios libres de televisión ****

Igual que hay municipios que se declaran libres de energía nuclear, existen espacios libres de humo de cigarros, hay zonas donde no se usan bolsas de plástico (al menos de un solo uso) ... vienen bien sitios donde no hay televisión.

Los hay, posiblemente cada vez más, y espero que siga en aumento.

Hay muchas ventajas: se gana tiempo (que se puede dedicar a dormir o descansar más, o bien a hacer cosas más útiles), se ahorra dinero (compra del aparato, consumo eléctrico, etc.; se consume menos -los anuncios televisivos inducen a comprar mucho más de lo que necesitamos-), se tiene la cabeza más tranquila y se siente uno mejor (sin tanta "necesidad" de comprar cosas innecesaris, tanta mala noticia, ...), se mejora la sociedad (hablamos más, nos conocemos, nos respetamos, colaboramos, ...), mejora el medio ambiente (al generarse menos residuos, ...) ...