lunes, febrero 22, 2010

El Gran Marinelli

Para Marisa Peral

Dicen que cuando le propusieron a Marinelli, al gran mago Marinelli, intercalar su número entre el de Ray Victory —“Señor de la Jungla”— y el de los Flying Devils Hernández, los trapecistas, no puso objeción alguna y aceptó el traslado a pesar de que la nueva ubicación acarreaba el tener que soportar durante el desarrollo de su trabajo el fétido rastro que dejaban tras de sí los leones, tigres y panteras del domador.

"Algo inconcebible meses antes", comentó don Paquito, el más viejo integrante de la trouppe de liliputienses, a La Pegaso, la furcia con la que pasaba las noches en un motel cada vez que el circo visitaba aquella ciudad a la que rodeaban extensos campos plantados de algodón.

"Que el gran Marinelli renunciara, como estrella que era, como maestro de prestidigitadores, a cerrar el espectáculo y en cambio, consintiera en presentar sus trucos entre dos de los números más esperados, es algo que nos dejó asombrados". Don Paquito fumaba un puro que entre sus dedos diminutos se volvía enorme, porque enorme parecía todo cuanto tomaba con la mano: un puro, un revólver de señora o una mosca, que posada entre los nudillos semejaba un tábano de burro.

La Pegaso, hastiada por completo de las historias que le contaba aquel individuo con el que compartía cama, se depilaba el entrecejo frente al espejillo que sacó del bolso. Comprobando que la mujer no le prestaba atención, don Paquito se sentó apoyando su espaldita en la almohada y se giró hacia ella: "¿Sabes qué es depilar?". "¿De Pilar? No conozco a ninguna Pilar aquí", respondió La Pegaso malhumorada. "No tonta, depilar es quitarse los pelos uno a uno". Don Paquito rió hasta sofocarse con el humo y emitió unas tosecillas de bebé. "Es un chiste de Eugenio. ¿No te acuerdas de Eugenio, el catalán que contaba chistes fumando y bebiendo naranjada?... El pobre se murió". La Pegaso dejó las pinzas y agarró a Don Paquito por el cuello con un gesto rapidísimo: “Déjese de chistes ¿entiende? No estoy para chistes ni chistos”. Luego se llevó las manos a la cara y comenzó a gimotear. Don Paquito trató de calmarla palmeándole el grueso cogote. “Tranquila, Peggy... Tu hija volverá... ¿Cómo va a olvidar a su madre? El día menos pensado recibirás una llamada telefónica o una carta. Ten, mujer, dale una calada honda”. La Pegaso se enjugó las lágrimas con un pico de la sábana y aceptó el habano ofrecido.

“¿Ves? ¿A que te sientes mejor? No hay nada como un Montecristo para solucionar problemas. ¿Sigo con lo de Marinelli?” La mujer dijo al fin sí con un hilillo de voz irreconocible en su anatomía tremenda, refugiándose luego en el mínimo cobijo del cuerpo de Don Paquito.

Pues te decía que lo del mago Marinelli no nos cuadraba. Sin duda fue un cambio que atrajo la mala suerte porque poco después sucedió lo del incendio de su caravana. ¿No te he contado lo del incendio de la caravana del mago Marinelli?”. La Pegaso agitó su cabezota en una negativa que provocó con sus pelos atezados cosquillas a Don Paquito. “Pues verás, a poco de aquel cambio en el turno de su actuación, dos o tres semanas más tarde como mucho, sucedió que una noche de miércoles, ¿era miércoles o era jueves?; bueno, da igual el día, digamos que miércoles, sigo... decía que dos o tres semanas después, Marinelli se disponía a hacer su entrada en la pista. La orquesta ya había atacado el son de fanfarria con que anunciaba la presentación, la caja iniciaba el redoble y las cortinas comenzaban a abrirlas Bernard y Ahmed, cuando escuchamos los gritos de “¡Fuego! ¡Fuego!” que venían desde el exterior. Corriendo, llegó hasta nosotros Salvattora, una de las equilibristas, que agitando los brazos y con el maillot a medio desvestir, completó la información: “¡Fuego, fuego en la caravana de Marinelli!”

Don Paquito hizo una pausa para volver a encender el puro que colgaba apagado de sus labios. La Pegaso aprovechó el momento para preguntar desde la protección de las sábanas: “¿De verdad cree usted que me llamará?” Don Paquito miró impaciente al techo a la vez que acariciaba un hombro de la mujer. “No te interesa la historia de Marinelli, ¿verdad?”...Tengo la cabeza en otro sitio”, dijo ella con ojos tristes, marcadas como nunca las bolsas de los párpados. “No puedo dejar de pensar en mi hija y me entra la pena o me entra la rabia, depende como me coja, ya lo ha visto usted. Son muchos años dando tumbos desde que salí de Ponferrada y mucho trabajo criarla”.

Pero míralo de otra forma. Afortunada tú, Peggy, que puedes contar con ella por la sencilla razón de que está viva”, continuó Don Paquito, “si te ponía el ejemplo de Marinelli es para que vieras que lo tuyo no es ninguna desgracia. Desgracia, lo que se dice desgracia, la de él. Fíjate: En la desesperación por el incendio, Marinelli sólo quería entrar en la caravana para rescatar a su mujer y a su hija. Todos le impedimos aquella locura porque el fuego arrasaba por completo el vehículo, ayudado como estuvo por la gasolina que Liudmila, la esposa ucraniana de Marinelli, almacenaba para traficar por los pueblos. A pesar de lo evidente, Marinelli trataba de zafarse de nuestros brazos lleno de furor y de impotencia, tan descompuesto en su figura elegante de frac y capa forrada de raso rojo, que los elementos que llevaba preparados para realizar sus trucos comenzaron a asomar: le salían palomas blancas de las mangas, se le caían las cartas bajo los faldones, aparecían serpentinas de los perniles y hubo un momento en que empezaron a abrirse de improviso los ramos de flores de papel que llevaba escondidos en los bolsillos. Incluso yo, cuando trataba de detenerlo, me encontré tirando de una ristra atada de pañuelitos de colores. Finalmente, Marinelli se derrumbó. Cayó de rodillas en el centro del círculo que formamos los que no hicimos de improvisados bomberos. Alzó los brazos y gritó los nombres de su mujer y de su hija entre unos estertores que provocaron la caída de su chistera, la que escondía un conejo blanco que ajeno por completo a la tragedia, saltó de la cabeza de Marinelli al suelo cubierto de naipes mojados. Allí se entretuvo en roer una reina de picas”.

Apenas pudo Don Paquito concluir su parrafada. Una lágrima brillante y minúscula, pero suficiente, le hizo mirar a La Pegaso con cariño: “¿Ves? Soy un sentimental... y como sentimental que soy puedo asegurarte que tu hija te llamará”. La mujer sonrió por vez primera, tal vez ilusionada. Se puso de lado y sus pechos enormes, con bamboleo de gelatina, ocultaron una pierna de Don Paquito. “¿Me lo dice usted de verdad?”, preguntó. Por respuesta, Don Paquito rebuscó en los bolsillos de una chaqueta que colgaba del cabecero de la cama. Sacó dos billetes de mil escudos y los puso bajo la lámpara de la mesilla. “Anda, vamos a echar otro”, dijo colocando el puro en el cenicero. La Pegaso se removió buscando una postura cómoda, esforzándose para que Don Paquito creyera que le abarcaba por completo el cuerpo. El movimiento del abrazo hizo caer el puro encendido que, rodando como un animalito cilíndrico, se detuvo a los pies de unos visillos en el mismo momento en que Don Paquito se adaptaba a los relieves de La Pegaso diciéndole: “Tardó mucho el gran Marinelli en recuperarse, no creas”.

© Sap.
es.humanidades.literatura




4 comentarios:

GatoFénix dijo...

Excelente, Sap. Ese mundo tan cutre en el que nos envuelve denota tu maestría en el manejo de la palabra. Parece cosa de la cinco o de cualquier cadena ¡vaya!
Voy a ver si puedo salir indemne de esta caravana de teatro chino.
Un abrazo

GatoFénix

SUPPORT ANIMAL LIBERATION FRONT dijo...

muy bueno, sap

Mar dijo...

Esto me lo dedicaste un día :-)
Y con el tiempo mejora.

:**

El Diabólico Doctor dijo...

Fantástico relato.