viernes, marzo 19, 2010

"La buena vecindad"

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"Los Stone dijeron adiós con la mano al alejarse en su coche,
y los Miller les dijeron adiós con la mano también."

“Vecinos” - Raymond Carver



Cuando se marchaban nos dejaban las llaves. Lo normal entre buenos vecinos: Regábamos las plantas, recogíamos la correspondencia, subíamos y bajábamos las persianas. Al menos es lo que Rosa se limitaba a hacer al principio: regar, recoger, subir, bajar. Después, y a partir de que la acompañara por primera vez en su tarea, nuestras visitas al piso se sucedieron con más frecuencia. Entonces sí que regábamos, recogíamos, subíamos, bajábamos. En plural, como dije.

Luego, y desde el primer año, ocurrió que comenzó a divertirnos nuestra curiosidad. Abríamos algún armario, registrábamos algún cajón. Descubríamos fotografías y películas que llevábamos a nuestra propia casa para contemplarlas en la tranquilidad de la noche veraniega. El placer de sabernos cómplices era aún mayor que desvelar en imágenes el pasado de Elena y Alfonso. Pocas cosas habían reforzado tanto nuestro matrimonio que la impunidad de contemplar a Elena niña rodeada de familiares, a Alfonso en uniforme y sorprendentemente delgado, a una Elena adolescente con una larga bufanda roja saludando a la cámara, a ambos en su boda, sonrientes pero asustados; la morbosa apariencia de la madre de Elena en bañador jugando en la orilla del mar, la seriedad de un hombre con birrete... El surtido de imágenes se volvía delicioso cuando el cri-crí de los grillos del exterior se acompasaba con los mecanismos del proyector de súper 8 o con el paso de las hojas de los álbumes.

El celuloide y las cartulinas fueron sólo un primer estado. Tardamos poco tiempo en convertir el dormitorio de Elena y Alfonso en una habitación de motel barato. El mismo poco tiempo con que Rosa decidió vestirse con la ropa interior de ella para esperarme sobre la cama. Luchábamos durante horas, empapando sus sábanas en sudores nuestros. Poníamos sus discos y usábamos sus toallas y todo era como revivir una luna de miel pero al otro lado de un espejo negro. Solo un tramo de escalera por medio. Después de aquellas sesiones volvíamos a casa o íbamos a cenar con los niños a una terraza del barrio, retomando la ciudad y sus calles con la misma irrealidad con que las retoman los que acaban de salir de un cine.

Cada verano esperábamos la vorágine hasta que un día faltó. También llegó a resentirse la amistad, como si Elena y Alfonso hubieran descubierto el pañuelo ensangrentado que el asesino olvida siempre bajo un sillón. Las llaves de las vacaciones pasaron a la madre de Elena, la mujer que desde la mudez de las películas y las fotografías vino a anunciarnos su presencia una tarde de finales de julio tan tórrida como ella misma. Debía tener certezas desde la sabiduría femenina de sus cincuenta y pocos años cuando llamó a nuestra puerta. Empleó un tono en el que quisimos entender lo poco que debían importarle las suposiciones de su hija o de su yerno.

Voy a estar sola las próximas tres noches — dijo soltando las palabras como arena entre los dedos—, ¿os importaría pasar luego a tomar una copa conmigo?

Cuando cerramos la puerta tras el anuncio, Rosa me entregó como regalo la punta de fresa de su lengua. Acostó a los niños temprano y entró después a maquillarse en el baño.

© Sap.
es.humanidades.literatura
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2 comentarios:

Mar dijo...

Sap... esto me gusta mucho. Promete ser algo más largo.

:***

José María García Toledo dijo...

Me ha gustado más que lo de Paul Auster, que ya quisiera darle ese punto de punta de fresa. Para eso hay que tener arte de orfebre y eso...