Cap. 3
El gordo acompañaba con un silbidito la canción de la radio. El policía se inclinó un poco hacia Artie. El casco reflejaba el sol como un espejo.
—Tiene calor, ¿verdad, amigo?
—Seguro, agente. ¿Le apetece una? Nadie le va a ver.
—Y su amiguito parece que también tiene calor —. Moví los pies como un estúpido tratando de ocultar la botella. El policía daba vueltas al mondadientes que llevaba en la boca. Miraba al gordo y luego miraba a lo lejos o a mí o a la moto.
—¿Adónde van?
—No lo sabemos aún, agente. Me limito a darle gas a este cacharro —, dijo el gordo aguantando la risa y dándome con el codo. Bebió un largo trago.
—Ya. Si le pido el permiso no se va a enfadar, ¿verdad?
—Claro que no. Sólo me enfado cuando la cerveza no está fría —. El gordo abrió la portezuela de la guantera y metió la mano entre un montón de papeles. Sacó un revólver con silenciador y apuntó al policía. El policía se irguió y dio un paso hacia atrás.
—Tranquilo —dijo Artie y disparó dos veces. La primera bala le alcanzó el pecho haciendo aparecer en la camisa un círculo rojo. Una flor inesperada. El policía intentó alcanzar su arma pero el segundo disparo entró por un ojo rompiendo el cristal de las gafas. El policía se desplomó de espaldas, recto. El casco rebotó en el asfalto como una pelota y las gafas saltaron haciéndose pedazos contra el suelo. Los disparos apenas sonaron. Hicieron tug-tug. Me sorprendió mi tranquilidad. Los campos verdes, el cielo azul, los pajaritos cantando, un gordinflas vestido de malva y un poli muerto.
Artie salió del coche. "¿A qué está esperando? Hay que encontrar los casquillos. Mi herramienta es legal", dijo dándome prisa con la mano. Bajé del coche a cámara lenta. Vivía dentro de una película ajena. Cuando llegué al lado del policía, el gordo estaba agachado. "Aquí hay uno", dijo, y me mostró en la palma de la mano el pequeño cilindro metálico que brillaba como el oro. "El otro ha debido caer dentro". Se inclinó al interior del coche y al poco tiempo encontró el segundo. Así como estaba, de espaldas a mí, me hubiera resultado fácil quitarle el revólver. No lo hice.
—Vamos. Ayúdeme a esconder al fiambre —dijo Artie a la vez que tomaba al policía por las muñecas empezando a arrastrarlo por la carretera hacia la cuneta. La grasa de la carretera había manchado en las rodillas el pantalón malva de su traje. Agarré las botas por los talones pero no tenía fuerzas suficientes. Una pierna caía, la levantaba y luego caía la otra. El gordo sudaba y resoplaba por el esfuerzo. Antes de comenzar a moverlo se había guardado el revólver en el cinturón.
—La bala del pecho se ha perdido. Lo ha atravesado. La otra está metida en el cerebro. El casco no la dejó salir. Es más duro que su cabeza —dijo Artie cuando estuvimos en la cuneta. Allí lo dejamos y Artie empujó el cuerpo con un pie. El policía rodó dislocado por las piedras, aplastando las cañas del maizal en la caída. Quedó de espaldas. Luego Artie fue al coche, abrió el capó y volvió con una lata de gasolina. Arrojó todo el líquido sobre el policía. "Déme sus cerillas", me dijo. Encendió varias. Las llamas subieron a gran altura unos segundos. Después bajó la intensidad. Artie se puso a orinar. El chorro de líquido contra la grava tenía la misma cadencia que el crepitar del fuego.
—El maíz está verde. Vamos, Harry. Ahora la moto.
En el trayecto el gordo sacó de nuevo su pañuelo y se secó el sudor. Cuando llegamos a la moto se lo pasó por la calva levantando un poco el sombrero. Arrancó la radio y la hizo volar muy lejos. Un pájaro rectangular lleno de cables. Luego tomó el manillar y quitó el soporte. Cerca del declive abrió el tapón de la gasolina. La moto rodó hasta el maíz y se desplomó de lado. Escuchamos el borbotear del combustible al salir. Artie encendió nuevas cerillas, pero la moto había llegado demasiado lejos. Se apagaban.
—Da igual. Si nadie viene por aquí, en tres días el maíz lo habrá cubierto todo. ¿Le comió la lengua el gato, Harry?
Luego Artie recogió la lata vacía de gasolina, le colocó el tapón y volvió a guardarla. Cerró el capó y se limpió las manos con el pañuelo. Después abrió la nevera portátil y me lanzó la botella de cerveza. “¡Atrápela! Es la única que queda”. Ya no sentía calor ni sentía nada. Había un olor a barbacoa. Me quedé al lado del coche con la botella en la mano. Artie vació el agua y el hielo de la nevera sobre los rastros de sangre que habían quedado en el asfalto. Desde la radio llegaba la voz de Sinatra. The lady is a tramp.
—Creo que hemos terminado, amigo. Podemos seguir nuestro viaje —dijo Artie volviendo a colocar la nevera en el asiento de atrás.
Aproveché el momento en que se inclinó para darle un golpe en la nuca. No puse demasiada convicción. El gordo quedó aturdido y volví a golpearlo. No perdió el sentido pero cayó de rodillas. Fue como cazar una morsa. Finalmente le golpeé en la cara. La botella se rompió regurgitando espuma. El suelo se llenó de cristales y el sombrero rodó hasta la cuneta. Artie quedó gimiendo sobre el asfalto con una pierna bajo el coche y la cara ensangrentada. Salté al interior y arranqué el motor. El coche dio un pequeño bote cuando la rueda pasó por encima de la pierna. Pisé a fondo. Por el retrovisor vi a Artie tratando de incorporarse. Sus gritos los anularon la distancia y el volumen de la radio. Hice caso a Sinatra. Come fly with me.
Tal vez recorrí diez millas o tal vez recorrí cuarenta. Nunca lo sabré. A la derecha un camino de tierra se internaba en el maizal. Abandoné allí el coche. Cogí la bolsa y volví a la carretera. Aquella película ajena parecía haber terminado para mí.
Me senté en una piedra al borde de la carretera. Saqué de la bolsa la pluma y el cuaderno amarillo que siempre llevo conmigo. Entre las hojas encontré la última carta de Ángela. Pensé que cuánto me hubiera gustado alcanzar ese Harvestville imposible y poder olvidarla. Rompí la carta y arrojé los trozos. El motor de un coche sonó a lo lejos. Venía en sentido contrario a mi camino. Un Seat Panda conducido por una mujer. Volví al cuaderno y repasé lo escrito. Me sentía cansado. Debía tener cuidado con las contradicciones. ¿Era descapotable el Cadillac Seville del 59? ¿Cantaban ya Las Ronettes en el 63? Tendría que buscar los datos. Me hizo gracia lo de Jerry y que el gordo Artie me llamase siempre Harry. Jerry Stapleton.
Es cierto, siempre deseé haberme llamado así. Y haber llegado a Harvestville y dejar aquella carretera interminable como una cinta de plata entre Valladolid y Zamora y cambiar el trigo de la estepa por las altas cañas del maíz. Pero sobre todo llamarme Stapleton. Jerry Stapleton y no Joaquín Moreno García.
THE END
Sap. es.humanidades.literatura, 2004
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2 comentarios:
Bueno, bueno, bueno, bueno. ¿Sabes una cosa? Mi marido se llama Jerry, aunque no Stapleton, pero su apellido también empieza por S.
Ah, por cierto, y hoy es mi cumpleaños, así que voy a considerar este relato como un regalo. Gracias.
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