Verás, Sebastián... Puede hacer de esto casi veinte años. Era verano y me encontraba solo en casa; mi mujer había decidido escapar de la canícula alojándose en casa de su madre, en un paralelo geográfico más al norte. Llevaba yo un estricto régimen de ir al trabajo, quedarme por allí todo el día, volver del trabajo e intentar dormir. Quiero decir que sólo paraba en la vivienda un rato, por la noche.
Vivía en una quinta planta, en un piso interior —el calor era feroz allí— donde era muy complicado conciliar el sueño. Una de aquellas solitarias noches escuché desde la cama un extraño ruido que venía del patio de luces. Desde la ventana pude divisar, allá al fondo, un vencejo que caído en el suelo y dada su propia limitación, era incapaz de levantar el vuelo. El aleteo de sus alas larguísimas lo hacía entrechocar con las paredes, con unos escombros acumulados en un rincón y con una especie de pileta (supongo que la poca agua que contenía fue el cebo que atrajo al ave). El flap-flap-flap continuo de sus alas impotentes llegaba desde abajo con nitidez. Aparte de ello, la soledad y el silencio eran completos. Tal vez fuera yo el único habitante de aquel edificio del que todo el mundo parecía haber huido en busca de territorios más frescos. Quiero decir, por tanto, que al no haber vecinos de los que vivían en la planta baja (había una familia y una oficina que comercializaba extraños artefactos industriales), me resultaba imposible acceder a ese pequeño patio donde había caído el pájaro... además... aunque hubiese podido llegar hasta él, ¿cómo tomarlo entre las manos, qué hacer para mitigar mi horror a las aves? Durante toda la noche no paró el enloquecido flap-flap-flap y no dejé de oírlo cuando desvelado por mi propio sudor, me despertaba cada poco tiempo. Ninguna de mis actividades nocturnas, como era el empapar de agua una toalla de baño, extenderla en el suelo y echarme sobre ella, dejó de tener como fondo aquella incesante banda sonora. Confié que tras el sueño inquieto el pájaro hubiera encontrado por sí solo el modo de escapar de su encierro; pero no. Cuando al día siguiente volví del trabajo aún seguía allí y seguía allí su continuo flap-flap-flap, aunque ya más pausado. Retomé mi lucha contra el insomnio a la que, desde luego, no ayudaba nada la larga agonía del vencejo. Dormía y despertaba, dormía y despertaba sin poder deshacerme del angustioso ruido, sin poder tampoco cerrar la ventana y no aprovechar el mínimo soplo de brisa ardiente. El pájaro se convirtió en el dinosaurio aquél del microcuento de Monterroso; cada vez que despertaba, seguía allí. Como el calor invencible (en aquel piso llegué a llorar de calor en una ocasión).
El pobre animal tardó en morir de agotamiento cuatro o cinco días. Nunca sabría, claro, por su naturaleza de simple vencejo, que durante aquellas noches de fuego hubo un tipo que convirtió su agonía en pesadilla, y su propia cobardía de no haber echado una puerta abajo o de haber intentado descerrajar la cerradura, en el recuerdo permanente de un flap-flap-flap y sábanas empapadas de sudor. A pesar de todo todavía me excuso, ¿qué podría haber hecho caso de haber accedido a él, cómo haber soportado el tacto de sus plumas o el movimiento entre las manos de sus pequeñas garras inquietas? No.
No pudo caber otro final. Para no faltar a su carácter, la Naturaleza fue, como siempre, despiadada. Con los dos.
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3 comentarios:
Muy mal,,, a ver llamado a seprona.
Efectivamente, con los dos. Las dos últimas líneas de este relato son de lo más lúcido.
La Naturaleza no es sólo esa mariposa bellísima o ese cervatillo de los documentales, sino un caos de depredación, abuso de la fuerza y muerte.
Deberáin procesar y mandar al trullo a todo National Geographic, que nos mienten y elevan un macrosistema tan cabrón a obra excelsa de arte.
Saludos,
Alberto Granados
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