viernes, julio 01, 2011

RESURRECCIONES, 3

.

Capitulito 3

En aquel noviembre contabilizamos casi veinte resurrecciones, al menos de difuntos conocidos. La primera como dijimos fue la Chari y el último un viejecillo al que volvimos a encontrar haciendo cola en la panadería. Lo que nos entristecía y daba rabia es que avanzado ya el mes, a la altura del veinticinco o así, nosotros no hubiéramos tenido la alegría de recibir en casa a alguno de nuestros fallecidos. Pero al final el destino nos recompensó con creces. El día veintiséis a la hora del almuerzo llamaron a la puerta y el corazón nos dio un vuelco al ver en el umbral a nuestra abuela, la abuelita Ana, la persona a la que más hemos querido nunca. Allí estaba rescatada del velo inmisericorde, negro y lleno de remiendos de la muerte. La abuela vencedora contra la Parca, la que lucha con sus herramientas de olvido y que trata de reducirnos a trozos de mármol grabado y a jarrones asépticos para más tarde oxidar soportes de macetas, reventar féretros invisibles y llenar de sabor a herrumbre las bocas de quienes nos quedamos, colmándonos con el polvo descolorido de las flores de plástico. Nuestra abuela, sí. No nos importó dejar a medias el Telediario porque en los abrazos quisimos encontrar todo el amor que creíamos irrecuperable para siempre.

La hicimos pasar y con prisa la acomodamos en su mecedora que aún guardábamos como reliquia sin olvidarnos del cojín que siempre acostumbraba a colocarse en la espalda. Con los nervios del reencuentro no acertábamos a preguntarle, a interesarnos por sus circunstancias, así que agradecimos su solicitud de prepararle un café. Lo bebió con una delectación infantil de ojos cerrados por el placer. “Allí no tenemos de esto”, nos dijo. Luego, más calmados, le señalamos entre bromas y veras su buen aspecto, pues la abuela de ser una señora gruesa ahora presentaba una delgadez que nos asustó, aunque claro, esto no se lo dijimos. Sí, venía por la falta de kilos con la piel apergaminada y su pelo famoso de lustre lo traía apelmazado y seco como los durmientes cuando se levantan. A nuestras preguntas apenas respondió y si lo hizo era casi todas las veces con monosílabos de desgana. Le preguntamos por el abuelo y comentó que lo veía poco porque allí se había vuelto muy malo. Luego callaba pero sin dejar de sonreír como todos ellos, con el rictus que la hacía enseñar los dientes que parecían haber crecido dos tallas más. Nos llamó la atención la bolsa de plástico que bajo las manos guardaba en el regazo, pues también la Chari y otros más trajeron unas similares. Nos dijo con su nueva voz atiplada que era un regalo para nosotros pues a sus nietos queridos nunca los había olvidado. Nos la entregó y al abrirla nos dimos cuenta que contenía unos manojos de jaramagos mustios y unos trozos de tela de forro arrugados y verdes de moho.

El domingo siguiente organizamos una comida de bienvenida y a ella asistieron el resto de nietos y tío Rafael, el único superviviente de sus hijos. Fue una velada tranquila pues con esfuerzo le habíamos explicado a los vecinos el carácter de estricta privacidad que queríamos dar a la reunión. El alegre ambiente que habíamos creado en un principio pronto se tornó lúgubre viendo la desidia con que la abuela nos trataba. A pesar de los brindis en su honor y los obsequios con que la agasajamos no logramos hacer desaparecer de su cara aquella expresión de lejanía, su palpable desgana por todo y por todos. “¿No estás contenta, abuela?” le preguntábamos y respondía “Sí, sí” con la misma vacuidad que hubiera dicho lo contrario. Algunos le presentaban ante la mecedora a sus nuevos bisnietos y los pequeños, temerosos, se dejaban besar por sus labios fríos en un triste contacto de milisegundo. “La abuela está rara” dijo alguien como si hubiera descubierto un misterio insondable. Y no es que estuviese rara, es que era otra persona que nada tenía que ver con la mujer cariñosa y vital que todos recordábamos. En ningún momento abandonó su asiento a no ser para acercarse a darle vueltas tan mecánicas como innecesarias a los pucheros donde trajinaban las nueras. Incluso se quedó dormida en la mecedora en un estado de catalepsia que la llevaba a no cerrar los ojos. Era tal el desapego hacia nosotros que nos resultó imposible hacer de la sobremesa otra cosa que no fuera un simulacro de bienestar que no ocultaba nuestra congoja. Cuando se marcharon los visitantes y nosotros lo recogimos todo, encendimos el televisor esperanzados en el regocijo de la abuela. A esa hora emitían una película de Cantinflas, el que tanto la divertía. Pero ella miró la pantalla con el mismo desinterés que hubiera puesto en verla negra.

Tres o cuatro días transcurrieron así, con la abuela sumida en una indiferencia a la que no sabíamos encontrar remedio. Pasó entonces que comentando esta actitud con vecinos que tenían resucitados en casa, que vinimos a coincidir en lo mismo, que tras la alegría primera del reencuentro todos se abandonaban al silencio y a una pereza que los llevaba incluso a dejar de comer como esos pájaros exóticos que no se adaptan a las jaulas. Algunas veces, y casi siempre en medio de algún programa televisivo que nos interesaba, la abuela parecía hacerse receptiva a nuestros comentarios pero para nuestra sorpresa sus frases apenas eran soliloquios que nada tenían que ver con la conversación. Una tarde, a nuestra pregunta “¿Quieres que cambiemos a la UHF?” respondió: “No me gustaban las visitas”. Después lo dijo un par de veces más. “¿Qué visitas, abuela?”. Se quedó callada y dimos por terminada la charla pero pasados unos minutos dijo de improviso: “Las visitas al nicho. No vayáis más. Los muertos le teníamos mucha envidia a los que siguen vivos”. Y al decir esto reclamó una taza de café, lo único que parecía gustarle.

Nuestros intentos por animar a la abuela, por rescatarla de aquella especie de autismo habían resultado un fracaso. Fue el tiempo quien se encargó de hacernos ver que nada volvería a ser lo mismo. Tendremos que exponerlo sin ambages: la presencia de la abuela en casa se convirtió en una molestia. Claro está, uno espera la animación, los comentarios, todo lo que hace de una salita con televisor un espacio de concordia y de calidez hogareña. Los silencios de la abuela, su permanente sonrisa lejana y su mirada sin fulgor lo hicieron imposible.

(to be continued)
.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Un poco en deuda con el Lázaro de Andreiev, estos regresados tan lejanos y abstraídos. Un relato excelente, da gusto seguir su blog. Estaremos muy pendientes de la continuación.

Anónimo dijo...

Entre la abuela, la mecedora y la historia...me acuerdo de Garcia Marquez. Cómo escribes! Tienes algo editado? me lo pregunta siempre tu NO Prima