Capitulito 1
"Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna como el hombre.
Tiene recursos para todo; sólo la muerte no ha conseguido evitar".
Sófocles.
En ese otoño que tanto nos aburrió la lluvia, ocurrió que muchos muertos empezaron a resucitar y volvieron a sus casas como si nada hubiera pasado, como si sus vidas no se hubieran truncado años atrás, con la fatiga pero también con la naturalidad de quien regresa de un largo viaje.
Ojo, no es que resucitaran demasiados ni que lo hicieran a la vez. Qué va. No hubo tampoco nada pavoroso en aquel episodio que, de haberlo imaginado, hubiera llenado nuestro magín de escenas barrocas de ésas de postrimerías y escatologías divinas. Nada que ver con aquellas ilustraciones de enciclopedia infantil que tanto terror nos infundieron en el colegio, esas composiciones de cataclismo de la Historia Sagrada donde los difuntos surgían de la tierra, todos con las manitas puestas tal que así, rezando, con la mirada entre gozosa y estupefacta al contemplar la Parusía de Cristo, la segunda venida del Señor para presidir el Juicio Final entre el trompeteo apocalíptico de los ángeles y la troupe tumultuosa de santos y beatos en un acabóse cercano al final de la película "Poltergeist".
No; decididamente, nada que ver. Por decirlo de alguna manera, aquellas resurrecciones tuvieron mucho de doméstico, de familiar, un suceso circunscrito al barrio y a sus vecinos, y aunque luego nos enteramos de casos ocurridos en otros puntos de la ciudad y aun del país, nuestro interés se centró en exclusiva en los resucitados de nuestro entorno. Fue todo tan normal, la sorpresa primera se encajaba tan bien que no representó esfuerzo alguno el volvernos a acostumbrar a aquellas presencias de otro tiempo.
La primera en aparecer fue la Chari, la que hacía quince años y por culpa de un desengaño amoroso se había suicidado tomándose varios puñados de valiums. Era una muchacha menudita, rubita, con una fragilidad de pájaro. Trabajaba de secretaria en una compañía de seguros y daba clases en una academia nocturna de mecanografía. La misma tarde en que se probaba el vestido de novia en el taller de la modista le llegó la noticia de que el novio se había ido con otra. La madre la encontró en el cuarto de baño, tendida sobre un charquito de vómito insuficiente. Pasados tres días nos impresionó mucho la bajada por la escalera estrecha del ataúd blanco donde iba encerrada la Chari, con su fileteado de oro y sus cintas bordadas, como si una empresa de mudanzas descendiera un mueble incómodo de soltera. Fue una mañana anestesiada por tazas de tila, pero nosotros, que teníamos el privilegio de poseer un televisor, lo encendimos para enajenarnos del griterío de la Mariana, la madre de la Chari, y de su padre, un oscuro hombre con bigote. El matrimonio acabó sumido en un lamento perenne de dolor que el tiempo no alivió, congelados ambos en el sofá ante la foto desvaída de la Chari que colocaron en la pared de enfrente. Así las cosas, los hermanos de la Chari fueron creciendo un poco abandonados a su suerte, a la desidia, sin que nadie se preocupase de quitarles los mocos o de zurcirles los pantalones, siempre en la calle con aquellas camisitas negras que los hacían más vulnerables al infortunio.
Pero así sucedió; la muchacha que vimos desde nuestro piso cruzar el patio de los bloques era la misma Chari, pero quince años después y vestida con ropa ya anticuada de grandes estampados de flores, justo la que estaba de moda cuando ella murió. Llevaba una bolsa de plástico en la mano y cuando advirtió nuestra presencia nos dedicó una sonrisa triste por la que asomaron unos grandes dientes blancos. Luego cerró su paraguas diminuto, se metió en el zaguán y subió la escalera que la llevó a su casa. Al rato escuchamos los gritos de su madre y el sofoco continuo de padre y hermanos, parecido al que se organiza en los hogares premiados por la lotería. "¡Chari, Chari, mi pobrecita niña!" oíamos gritar, y después la turbamulta de vecinos a los que nos unimos y que alarmados por el escándalo llenaron la vivienda. Pero llegados a este punto nosotros ya no prestamos mucha atención a lo de la Chari y regresamos a casa pues en ese momento comenzaba en la tele nuestro programa favorito. Y nuestro programa favorito no nos lo perdíamos por nada del mundo.
(to be continued)
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