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"Primos y primates": El primo Pepito.
Capítulo 1
Yo agradecí que esperando ante la puerta de la habitación, saliera por ella la Paquita Cantón diciendo en voz muy baja que el primo Pepito, nuestro primo Pepito al que un cáncer de huesos se lo comía por los pies, no quería ver a nadie excepto a ella, a su madre. Así que dejamos el hospital a toda velocidad, contentos por haber eludido el mal trago, pero con las piernas temblonas por el recuerdo de los gritos que pegaba el primo llamando a su madre cuando salió aquel momento a darnos la noticia. No quería soltarse de su mano, nos contó ella. También quería estar a oscuras. En completa oscuridad para no verse.
El primo Pepito murió joven, con 55 años o por ahí. Su madre, la Paquita Cantón —que era nuestra tía pero que nosotros la llamábamos así, la Paquita Cantón, con nombre y apellido— nos contó también que la última palabra que dijo antes de morir fue “mamá”. Seguro que también fue la primera que aprendió el primo. En pocos días el pisito minúsculo donde vivía la Paquita Cantón, se llenó de fotografías enmarcadas de su hijo, haciendo compañía a las otras del tío José y de la prima Paquita, muerta un par de años antes (de la prima Paquita, hermana del primo Pepito, ya hablamos en la serie “Primas y leyendas”. Era nuestra prima cojita). En el saloncito enano se sentaba la Paquita Cantón con un gato en el regazo y con el televisor condenado al silencio por el luto. Allí se murió de pena a los pocos meses ayudada por el tufo de un brasero. El gato parece que también la cascó, por si alguien pregunta por el gato.
Por diversos motivos, queríamos mucho al primo Pepito. Primero porque espaciaba sus visitas y siempre que venía a casa con su novia nos traía alguna chuchería, sobre todo al menor de nosotros que era su ahijado. Segundo, porque sus visitas eran cortas y no se eternizaban en la cámara lenta de los cafés y los pasteles de la tarde, fabricando el martirio de los pellizcos por debajo de la mesa que nos daba mamá para que estuviéramos quietos. No. El primo Pepito se limitaba a revolvernos el pelo a manera de saludo y a darnos unos besitos mullidos por su barba rizada cuando se marchaba. Besos que nosotros notábamos sinceros, pues no en vano éramos sus únicos primos y, como él, llevábamos el mismo apellido en primer lugar. A esta circunstancia, el primo Pepito le daba mucha importancia, ya que según sus palabras “le recordábamos a su padre” (¿?). Su padre era el pobre tío José, hermano del nuestro y hombre que tuvo un morir ciertamente curioso.
Verán: Sucedió el día (era domingo) que estrenaban un piso del Patronato de la Vivienda en un barrio cercano al de nosotros, el de la Pirotecnia. Barrio de inauguración reciente y por lo tanto con las calles sin asfaltar, sin alumbrado y rodeados los edificios por tramos de tuberías gigantescas y por esos enormes carretes de cables en los que los niños siempre imaginábamos unas inagotables posibilidades de juego. Pues allí, en el pisito, organizaron un almuerzo entre amigotes a los que el término de pantagruélico ayudó a adjudicarlo una enorme olla de callos con garbanzos. No es que el pobre tío José fuera un comilón al uso, pero el caso es que después de mucho moyate y mucho callo, se fue a echar la siesta. Los amigos, en cuanto vieron el fondo de la olla cuartelera, terminaron por marcharse con un concierto de hipidos y eructos de beodos. Su mujer, la Paquita Cantón, quedó tranquila por fin y abriendo la ventana para despejar el humazo de los puros baratos, no comenzó a preocuparse por lo largo del sueño del tito hasta bien entrada la madrugada en la creencia de que su marido dormía plácidamente la mona. Error. Error de los gordos puesto que al tío José un infarto le había destrozado el corazón al poco de tumbarse. La certeza cardiaca vino con la autopsia pues las primeras conjeturas culpaban de la muerte directamente a los callos con garbanzos y de que a la Paquita Cantón se le había ido la mano con el picante. Todo fue casual desde luego y nadie pudo demostrar una relación entre una ingesta de callos y un infarto de miocardio, pero la verdad es que desde entonces hablar de callos en el pisito de la Pirotecnia era como mentar la soga en casa del ahorcado. Por mucho que se lo quisieron quitar de la cabeza, la Paquita Cantón no dejó nunca de culpabilizarse y cuando el recuerdo de su marido la sorprendía en cualquier momento o lugar, soltaba uno de esos suspiros hondos de viuda triste y volvía a la matraca del exceso de guindillas. Con el tiempo, llegó a convertir su queja en la coletilla con que finiquitaba sus charlas.
(Continuará...)
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4 comentarios:
¡¡Estamos de enhorabuena, "Merceditas" tiene un hermano, bien que de distinto pelaje y estirpe...!!
te ha quedado bien el arranque, primo. quedo a la espera del segundo round
Y yo sin conocer al primo.
Voy a por el segundo que esto promete y, además, veo que está el tercero y final.
A disfrutar la tarde con él y sus andanzas.
Gracias por aclararme lo que pasó con el gato: tenía el corazón en un puño. Desde hoy prometo no comer "callos".
Cojo impulso y a por el segundo....bien....
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