viernes, junio 19, 2020

Notas para una posible biografía de Julián de Capadocia, 07.

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Ya se constató en un punto anterior de este estudio que el hijo de Julián de Capadocia se llama Diógenes (34), pero habrá que aclarar que tal nombre se trata de un apodo que le puso el padre. Su nombre real es también Julián. Desconocemos hasta el momento cuál fue el motivo del apodo, aunque tal vez no erráramos al pensar que surgió a partir de que el hijo, animado por su padre, renunciase a la lectura voraz de novelas de Stephen King y Dan Brown a favor de un insospechado interés por la historia de la filosofía, que lo llevó a tener como libro de cabecera durante una temporada el "Vidas de los filósofos más ilustres" de Diógenes Laercio. En todo caso, como decimos, esta no es mas que una posibilidad. Sea como fuere, al albur de estas primeras lecturas, que fueron completándose con numerosos manuales y tratados, el carácter de Diógenes —falto el muchacho de un guía que no encontró en su propio padre— fue alterándose de modo apreciable, sustituyendo su anterior afabilidad y alegría por un lúgubre silencio malencarado que desembocó en la catarsis de un episodio sobre el que Julián de Capadocia jamás se ha pronunciado, salvo la vez en que se confesó con Pascual, el camarero de la Peña Deportivo Cultural.

Fue una acción repentina, violentísima: un adolescente Diógenes irrumpió en la habitación que entonces hacía las veces de despacho de su padre, se abalanzó sobre él, lo derribó de la silla con estruendo, lo redujo en el suelo y poniendo cada una de sus rodillas en los brazos abiertos de su padre, atenazó su garganta con una mano y comenzó a abofetearlo con contumacia con la otra mientras que con el rostro deformado por la furia, preguntaba a gritos: "¡¿Por qué me trajiste a este mundo, padre?, ¿por qué tú y mamá me trajisteis a este mundo? ¡Contesta, vamos, contesta!"

Alarmado por el estrépito  y las voces, el perro Zaratustra accedió a la habitación y de un salto, hizo presa en un hombro de Diógenes, provocando con sus dentelladas heridas suficientes como para detener los golpes que el muchacho, aun sangrando copiosamente, seguía propinando a su progenitor, a Julián de Capadocia, al hombre que al sentirse por fin liberado, se puso a llorar desconsolado sobre el cuerpo del hijo que gimoteaba con el mismo desconsuelo. "Perdóname, hijo, perdóname...", le iba diciendo".
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